– Estamos cabalgando hacia Camelot -respondió Ginebra-. Hace mucho que Arturo ha incluido la cruz de la cristiandad en su estandarte, pero yo veo los símbolos de los viejos dioses en vuestro escudo.
– ¿Y? -preguntó Lancelot.
– Eso no le causa ningún problema a Arturo -explicó Ginebra-. Uther me contó que, aunque fue bautizado, todavía no ha abandonado del todo la creencia en los viejos dioses. Muchos de sus caballeros no son tan tolerantes tomo él -examinó la armadura con una mirada penetrante-. No podéis ocultar vuestra armadura, pero tal vez sería mejor que a la hora de conversar sobre vuestras creencias… os reservarais un poco.
Lancelot entendió a qué se refería. Decir de ciertos caballeros que no eran tan tolerantes era decir bien poco. Algunos -sobre todo Sir Lioness, a pesar de la amabilidad con la que trataba a todo el mundo- eran verdaderos fanáticos de la religión.
– Yo también creo en los viejos dioses -dijo Ginebra de pronto.
– ¿Vos? -se asombró Lancelot-. Pero Uther…
– Uther -Ginebra le cortó la palabra- era un hombre muy inteligente que sabía interpretar correctamente los signos de los tiempos. La cristiandad va a conquistar este país por entero. Estas tierras se han doblegado a la fuerza contra la que lucharon durante años, en lugar de quebrantarla. El cristianismo puede erigir con toda tranquilidad sus símbolos en los tejados de nuestra casa, pero nuestros corazones no los conquistará… ¿Y qué ocurre con vos?
Lancelot nunca había meditado realmente sobre ese tema. No pudo contestar. Pero las palabras de Ginebra le afectaron; sintió que algo muy profundo en él sí había formado su propia opinión, sólo que ésta no llegaba a su conciencia. Calló, desconcertado.
– No queréis hablar de ello -dijo Ginebra algo decepcionada-. Lo comprendo. Tal vez sea lo más inteligente.
– Si la actitud de Arturo y sus caballeros es la que vos decís, Mylady -comentó Lancelot-, tal vez sería mejor que también vos os reservarais vuestras verdaderas convicciones.
– Nadie me hará nada -respondió Ginebra convencida-. Más segura que con Arturo no lo estaré con nadie -se rió-. Y dejad de llamarme Mylady. ¡Me da la impresión de ser viejísima!
– Sólo si vos dejáis de llamarme Sir y caballero -respondió Lancelot.
– ¿Lancelot? -propuso Ginebra.
– Ginebra -afirmó él riendo.
Y Ginebra coreó esa risa. A pesar de que no podía quitarse de encima la profunda tristeza que la envolvía, aquella risa resultó reparadora y pareció devolverle a la luz del sol un poco de su primitivo brillo. En el mar de dolor en el que amenazaban con hundirse, esa sencilla carcajada fue como un atisbo de esperanza, la confirmación de aquella fuerza silente que siempre capacitaba a las personas para llevar a cabo lo que se propusieran, aunque fuera a todas luces imposible.
– ¿Conocéis a Arturo? -quiso saber Ginebra.
Lancelot negó con la cabeza.
– No he estado nunca en Camelot -mintió.
– Os caerá bien -Ginebra lo miró pensativa-. ¿Estáis seguro de que no habéis estado nunca en Camelot? Quiero decir… tengo la sensación de que nos hemos visto antes.
El corazón de Lancelot saltó en su pecho y él deseó con todas sus fuerzas que sus verdaderos sentimientos no afloraran a su rostro.
– Estaréis confundida, Ginebra -dijo-. Yo no podría olvidar a una mujer tan hermosa como vos. Ningún hombre de carne y hueso podría hacerlo.
Ginebra se sonrojó.
– Me aduláis, Lancelot. Lo que os decía: Arturo os gustará. Ambos os parecéis mucho. El es mayor que vos, por supuesto, y más avezado en los modales de la corte…
– Oh -dijo Lancelot-. Con eso queréis decir que yo soy un patán, imagino.
Ginebra se rió.
– Claro que no. Dejad de burlaros de mí, Lancelot. Arturo es tan político como caballero, a partes iguales. Vos sois el mejor guerrero.
– Tenía entendido que Arturo era un consumado espadachín -contestó Lancelot.
– Es cierto -aseguró Ginebra, aunque inmediatamente sacudió la cabeza-. Pero algo así…, si me lo hubieran contado, no lo habría creído. Incluso ahora me resulta difícil de creer, a pesar de que lo he visto con mis propios ojos. ¡Doce hombres! ¡Habéis vencido a doce hombres completamente solo!
Lancelot tardó en responder. La conversación estaba tomando un cariz que le resultaba muy incómodo.
– Sólo… fueron once -dijo al final.
– Al último lo dejasteis escapar, lo sé -dijo Ginebra-. Estoy contenta de que no lo persiguierais para matarlo también. Arturo no habría actuado así.
– ¿Tan cruel es? -preguntó Lancelot.
– Algunas veces sí, creo -contestó ella-. No lo conozco lo suficiente para permitirme un juicio sobre su conducta. Pero Uther me hablaba bastante de él.
– Eran buenos amigos, ¿no es cierto? -preguntó Lancelot en tono bajo.
– ¿Buenos amigos? -Ginebra frunció el ceño, lo miró pensativa unos segundos y luego dijo-: ¿Buenos amigos? -negó con la cabeza-. ¿No lo sabéis?
– ¿Qué? -preguntó Lancelot desconcertado.
– Uther y Arturo -respondió Ginebra-. Creía que sabíais que Uther Pendragon era el padre de Arturo.
Llevaban varias horas viajando en dirección sur y sólo habían hecho dos altos para que el caballo de Ginebra descansara unos minutos. El unicornio de Lancelot no conocía el agotamiento y también Ginebra aguantaba estoicamente, pues cabalgaba desde hacía más de veinte horas sin haber dormitado ni tan siquiera unos segundos. Sin embargo, su caballo y ci de Uther estaban apunto de reventar.
Y Lancelot tampoco se encontraba bien. Sentía pinchazos en el hombro; no eran imposibles de soportar, pero sí constantes, y en el transcurso de la mañana le subió la fiebre. Fue la confirmación de que la flecha de Mordred estaba envenenada. De no ser por la armadura mágica, habría llevado ya un buen tiempo muerto. Pero, aun así, podía percibir que su cuerpo se debatía en una lucha de la que, para ser sinceros, no sabía a ciencia cierta quién resultaría vencedor.
Eso contribuyó a que las palabras de Ginebra no se le fueran de la cabeza. ¿Uther era el padre de Arturo? Le costaba difícil de creer. No imaginaba que Ginebra pudiera engañarlo, eso no. Pero había oído cómo Uther hablaba de Arturo y cómo Arturo había hablado con Uther. No parecía una conversación entre padre e hijo; más bien, un diálogo entre dos viejos amigos, cuya amistad se hubiera enfriado por algo ocurrido muchos años antes y que todavía no estaba superado.
Se preguntó si Mordred estaría al corriente de la verdadera identidad de Uther. En ese caso, su actuación podría considerarse más infame todavía, porque con ella habría vertido la sangre de su propia familia: la sangre de su abuelo.
En cuanto se le vino aquella idea a la cabeza, se dio cuenta de lo ridícula que era. Mordred no tenía ningún escrúpulo en verter la sangre de su padre… ¿por qué iba a titubear, aunque sólo fuera un segundo, por hacer lo mismo con su abuelo?
El sol estaba en su cénit y hacía calor. A pesar de que la niebla se había disipado ya, el paisaje estaba cubierto por una especie de aliento invisible. El camino corría entre pequeños, pero numerosos, bosquecillos y extensos terrenos pantanosos. La vegetación estaba compuesta, predominantemente, por matas bajas y los pocos arbustos que se divisaban habían perdido la mayor parte de las hojas. Mirados de refilón, parecían a veces figuras enjutas, acurrucadas en el suelo. De los bosques se deslizaban las sombras y el mismo silencio inquietante, que ya había sentido por la mañana, continuaba impregnándolo todo.
Como si hubiera leído sus pensamientos, haciendo un gesto de su mano izquierda con el que pretendía abarcar el terreno que se extendía frente a ella, Ginebra dijo:
– Una tierra extraña, ¿no? Las personas cuentan historias de ella, y la evitan. Me gusta -Lancelot la miró sorprendido y la joven, con un leve movimiento de la cabeza para reforzar sus palabras, continuó-: Me gusta porque es tan salvaje y está intacta. Puedo imaginarme que antes todo era igual. Antes de la existencia de la humanidad, me refiero.
– En los tiempos de las viejas tribus.
Ginebra se encogió de hombros.
– Quizá mucho antes: aquí es todo tan… pacífico. Llamadme loca, pero a veces tengo la impresión de que pertenezco a este lugar y no a Camelot, o a cualquier otra ciudad.
¿Loca? No, aquello no le parecía ninguna locura. En absoluto. En todo caso, misterioso; porque lo que ella estaba diciendo era casi, palabra por palabra, lo que había pensado él aquella misma mañana en otra zona, muy semejante a ésa, de la misma región.
– ¿Tenéis intención de quedaros en Camelot? -preguntó Lancelot.
– Arturo le prometió a Uther que se ocuparía de mí si le sucedía algo a él -contestó Ginebra.
– Sí, pero ¿es eso lo que vos deseáis? -indagó el caballero con franqueza.
Ginebra tardó lo suficiente como para no parecer tan convincente como hubiera deseado antes de afirmar:
– Sí.
– ¿Sí?
– ¿Qué otra elección tengo? -dijo-. No puedo ir a ningún otro sitio. El castillo de mis padres está destruido y sobre el palacio de Uther gobiernan los pictos -rió con amargura-. Puede que sea una reina, pero soy tan pobre y falta de raíces como una mendiga. Sólo poseo lo que llevo encima.
– Eso mismo me sucede a mí -afirmó Lancelot.
– ¿Vos sois un rey pobre y falto de raíces? -preguntó Ginebra con un brillo de burla en los ojos.
– No -sonrió Lancelot-. Pero tampoco poseo nada más que lo que llevo conmigo. Sin embargo, no necesito más: las propiedades del mundo son una carga. El cofre de un tesoro o una casa no pueden llevarse encima cuando vas de viaje.
– Y vos vais mucho de viaje -supuso Ginebra.
Lancelot permaneció callado.
– No queréis hablar de ello -dijo Ginebra-. No podréis hacer lo mismo con Arturo. Os agobiará tanto con sus preguntas que al final tendréis que contar vuestras aventuras.
– Yo… no voy a acompañaros hasta Camelot -dijo Lancelot midiendo sus palabras.
Ginebra volvió la cabeza, alterada.
– ¿No?
– No os preocupéis -dijo Lancelot rápidamente-. Os acompañaré hasta que estéis a salvo. Pero es mejor que no entre en Camelot.
– ¿Por qué? ¿No me habéis dicho que no conocéis a Arturo?
– No tiene nada que ver con Arturo -contestó el caballero-. Tengo mis razones. Por favor, respetadlas.
– Por supuesto -dijo Ginebra. Su voz sonaba triste y decepcionada-. Es sólo que… Yo creía…