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Ginebra suspiró y Uther preguntó en voz baja:

– ¿Conocéis a esta mujer, Sir Lancelot?

Antes de que el caballero pudiera contestar, Morgana dijo riendo:

– No como vos os imagináis, Uther. Vuestro valiente caballero no está haciendo ningún doble juego, si eso es lo que pensáis -sacudió la cabeza, dio un paso a un lado y observó a Ginebra con una mirada pensativa-. Una muchacha guapa -dijo-. Vuestra esposa se convertirá pronto en una hermosísima mujer, Uther. Creo que ahora entiendo mejor a mi hijo… y también a vos, Sir Lancelot.

– ¿Qué queréis? -preguntó Uther.

La sonrisa de los ojos de Morgana desapareció. No respondió a la pregunta de Uther, sino que se dirigió a Lancelot de nuevo.

– No puedo permitir que dejes escapar a mis invitados -dijo.

– Entonces, trata de impedírmelo -la desafió Lancelot. Su mano asió la espada, pero Morgana se mostró poco impresionada. Le hizo una señal a Mordred y éste levantó su arco y colocó las dos flechas juntas en la cuerda.

– No estás en posición de retarme, amigo mío -dijo ella con un tono severo-. Tal vez te exijo demasiado. Te daré tiempo para decidirte con tranquilidad.

– ¿A qué… te refieres? -preguntó Lancelot desconfiado.

Morgana levantó la mano y Mordred tensó el arco.

– Puedes irte, Lancelot -dijo ella-. Y te haré un regalo. Puedes llevarte a uno de los dos. Ginebra o Uther. Decídete.

– Jamás -dijo Lancelot.

– Sed razonable, Lancelot -dijo Uther despacio-. No conocéis a esta mujer. Dejadme aquí y salvad a Ginebra.

– Qué noble -dijo Morgana en tono burlón-. No habría esperado otro comportamiento por parte de un rey.

– ¡Jamás! -repitió Lancelot-. Marchaos u os mataré a los dos -en esa ocasión lo decía absolutamente en serio. Su mano agarró la empuñadura de la espada mientras observaba a Mordred y a su arco con atención. No sabía qué pretendía poniendo las dos flechas a la vez. Aunque pudiera tirarlas juntas, sólo atinaría en una diana.

¿Pero en cuál de las dos?

– Tendrás que decidirte -dijo Morgana-. ¡Ahora!

Mordred disparó. La cuerda del arco se aflojó con el sonido de un latigazo y las dos flechas se transformaron en una sombra veloz. Lancelot se tiró con un movimiento vacilante hacia un lado e intentó levantar el escudo, pero se dio cuenta de que actuaba de manera lenta, demasiado lenta. La flecha, que en principio iba dirigida a Ginebra, sobrepasó la parte de arriba de su escudo, golpeó con fuerza su armadura y la atravesó, para clavarse profundamente en su hombro. El empuje de la flecha lo echó hacia atrás en la silla, pero mientras caía y el mundo se hundía en un dolor rojo, vio algo absolutamente increíble. La segunda flecha de Mordred había tomado su propio camino y había alcanzado otra diana. Uther dio un gemido, su cuerpo se venció hacia delante y cayó al suelo por encima del cuello de su caballo.

El golpe hizo que Lancelot perdiera prácticamente la conciencia. Una niebla roja flotaba delante de sus ojos. Desde muy lejos, oyó gritar a Ginebra, pero fue incapaz de reaccionar. El dolor de su hombro era insoportable. Aquel tormento parecía dividirse en finas líneas que clavaban dentelladas en su cuerpo hasta lo más profundo. A pesar del sufrimiento, comprendió que la flecha estaba envenenada. La armadura mágica no había podido protegerle.

Entrevió un rostro entre aquellos remolinos rojos que no paraban de ondularse. Alguien le tocó el hombro y el dolor lacerante se transformó en el escozor de una quemadura y, después, despareció por completo.

– Sabía que ibas a decidirte -comentó Morgana con tranquilidad. Se arrodilló junto a él, lo empujó hacia el suelo con la mano izquierda y utilizó la derecha para asir la flecha que salía de su hombro. El dolor regresó, multiplicado por dos, y Lancelot emitió un agudo lamento cuando Morgana tiró de la flecha con todas sus fuerzas.

– Te regalo la vida, amigo mío -dijo con semblante serio-. Pero es un regalo que no va a repetirse. Si dependiera de Mordred, te habría cortado el cuello aquí mismo. Sin embargo, yo tengo otros planes para ti -se levantó, rompió la flecha en dos y dejó caer ambos pedazos.

– Si vuelves a meterte en mis cosas, no te perdonaré -añadió-. Por esta vez, puedes irte; pero tienes que saber de qué lado estás.

Lancelot quiso responder, pero antes de que pudiera hacerlo el dolor penetró en él como una tormenta de fuego y perdió el conocimiento.

Sentía el hombro dormido y una mano fría posada en su frente cuando despertó. Alguien le había quitado el yelmo.

Lancelot levantó los párpados y lo primero que vio fueron unos ojos hermosísimos que le miraban desde una cara de rasgos regulares, muy pálida.

– ¿Cómo os encontráis? -preguntó Ginebra. Hablaba en un tono de voz muy bajo y que daba muestras de la misma preocupación que sus ojos.

Iba a responder con un «bien» automático, pero de pronto se dio cuenta de lo infantil que habría resultado. Además, un pinchazo doloroso taladró su hombro y las lágrimas estuvieron a punto de asomar a sus ojos.

En lugar de contestar, preguntó:

– ¿Uther?

Las facciones de Ginebra se oscurecieron.

– Está… está muerto -dijo tartamudeando-. La flecha de Mordred ha ido directamente a su corazón. Pero no os lo reprochéis, Sir Lancelot. No ha sido vuestra culpa. Vos sois el hombre más valiente con quien me he encontrado jamás, pero ni un valor como el vuestro puede vencer a la magia negra.

Lancelot observó a Ginebra con desconcierto. ¿Por qué le hablaba así? ¡Al quitarle el yelmo tenía que haberle reconocido! ¿A qué juego cruel estaba jugando? No podía imaginarlo. No, después de lo que había ocurrido.

Se incorporó con mucho cuidado, para que el dolor de su hombro no se redoblara, y miró a su alrededor. Uther yacía a pocos metros, sobre su espalda. Alguien -seguramente Ginebra- le había colocado la gualdrapa de un caballo sobre la cabeza. Los dos corceles pacían tranquilos mientras el unicornio permanecía algo más lejos, atento a sus movimientos. No había rastro del hada Morgana ni de Mordred.

– Se han ido -dijo Ginebra. Había interpretado lo que requerían sus ojos. Titubeando, añadió-: Ella… me ha dicho algo antes de marcharse.

– ¿Y? -preguntó Lancelot cuando vio que no continuaba.

Se dio cuenta de lo difícil que le resultaba a Ginebra responder a su pregunta.

– Tengo que recomendaros algo. Ha dicho que… que tenéis que hacer lo que os dicte el corazón. Que sólo así encontraréis el camino.

Lancelot meditó un instante aquellas palabras, pero no logró encontrarles ningún significado. No, si venían de boca de Morgana.

Consiguió levantarse tras algunos esfuerzos, recogió el escudo que había tirado al suelo e hizo señas al unicornio para que se aproximara. Pudo oír a Ginebra moviéndose tras él y ocupó unos segundos más en sujetar el escudo con tan solo una mano a la cincha de la silla. Seguía sin comprender por qué Ginebra actuaba como si no lo hubiera visto en la vida. ¿Podría ser a causa de la armadura? Claro que lo había reconocido, pero tal vez creía que era él el que había jugando con ella cuando se encontraron en Camelot.

Aquella situación tenía que terminar, ahora mismo. Se dio la vuelta de golpe y tuvo que hacer una mueca cuando su hombro reaccionó al brusco movimiento con un estallido de dolor.

– Ginebra -dijo-. Debo aclararos algo.

Ella lo observó expectante.

– ¿Sí?

– En Camelot -empezó-, cuando nos encontramos, yo no sabía que…

Se interrumpió al ver la expresión de incomprensión que se desplegó por el rostro de Ginebra.

– ¿En… Camelot? -repitió desconcertada-. ¿Vos… os referís a esa posada? El jabalí negro.

Esta vez fue Lancelot el que titubeó. La expresión de su cara no era ficticia. ¡Realmente no lo había reconocido!

– Bueno -dijo extrañado-. Perdón. Yo… estoy algo confuso -señaló al cadáver de Uther-. Lo lamento, pero tenemos poco tiempo. Que Morgana se haya marchado no significa que no vaya a regresar. ¿Podéis ayudarme a montarlo sobre el caballo? -rozó su hombro con la mano y Ginebra asintió. Al unísono subieron el cuerpo sin vida a la montura, luego montaron ellos mismos y cabalgaron hacia el sur.

Durante un largo periodo de tiempo, no habló ninguno de los dos. De vez en cuando, Lancelot dejaba escapar una mirada furtiva hacia ella. La mayoría de las ocasiones, la veía con la vista perdida, pero de tanto en tanto su mano rozaba casi con ternura el cuello del caballo sobre el que yacía su marido muerto, y las lágrimas asomaban a sus ojos. Aunque no hubieran vivido realmente como «marido y mujer», tal como le había contado en Camelot, estaba claro que le había querido.

También Lancelot sentía la muerte de Uther. Apenas lo había conocido, pero las pocas frases que habían intercambiado entre ellos le habían confirmado que Uther era un hombre recto; algo que se podía decir de muy pocos hombres de los que conocía. Su muerte carecía de sentido. Mordred no tenía ningún motivo para matarle.

– Lo lamento tanto, Mylady -dijo despacio-. Yo no conocía a Uther, pero por todo lo que he oído de él, sé que era un buen hombre.

– Lo era -aseguró Ginebra-. Y yo le he llevado a la muerte.

Lancelot la miró sobresaltado.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Lo que he dicho -respondió Ginebra. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero su cara permaneció impenetrable y en su voz había un profundo vacío-. Sobre mí pesa una maldición. Llevo a la muerte a todos los que se cruzan conmigo. Así que haríais bien en permanecer lejos de mí, caballero Lancelot.

– Qué tontería -la contradijo Lancelot con vehemencia.

– No es una tontería -las lágrimas de Ginebra se hicieron más evidentes, pero su cara continuó igual que antes, como cincelada en piedra-. Primero fue mi padre. Perdió su reino, su castillo y, al final, la vida. Y ahora Uther. Primero Mordred le quitó su territorio, luego su castillo y ahora la vida.

– Yo no tengo ningún territorio que pueda perder -dijo Lancelot-. Tampoco tengo un castillo.

– Pero sí una vida -Ginebra se rió con amargura-. Quizás tendría que seguir a Uther para no llevar a la muerte a más personas inocentes.

– ¡No habléis así! -dijo Lancelot enfadado-. ¡No lo permito! ¡Es una blasfemia!

Para su sorpresa, Ginebra se dio la vuelta en la silla y le sonrió, de una forma que hizo que su corazón saltara desbocado.

– Blasfemia… -bajó la cabeza, pensativa-. ¿Sois cristiano, Sir Lancelot?

– ¿Por qué lo preguntáis? -preguntó Lancelot evasivo.

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