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Lancelot se disponía a decirle que se marchara cuando su caballo hizo un rápido movimiento hacia delante. La barda del corcel chocó contra el flanco del caballo picto, desequilibrándolo, y el cuerno en espiral de su testera horadó con un crujido la coraza del guerrero y penetró en su pecho por completo.

Lancelot observó al herido con una mezcla de horror e incredulidad. El hombre cayó hacia atrás en la silla y en sus ojos había una expresión que el caballero no iba a olvidar nunca en la vida. Su caballo trastabillo, intentó recuperar el equilibrio con un trotecillo torpe y cayó una vez más cuando el corcel de Lancelot lo empujó de nuevo por el flanco. Unas patadas raudas de sus potentes cascos bastaron para sellar el destino del animal definitivamente.

Lancelot estaba profundamente afectado. Sabía que acabaría peleando y que varios soldados pictos iban a encontrar la muerte en la batalla. Sin embargo, lo que le había sucedido a aquel guerrero no tenía nada que ver con el combate. Éste ya había acabado y Lancelot quería regalarle la vida. ¿Para qué matar a un contrincante cuando ya había sido vencido y no podía defenderse?

El corcel giró la cabeza y lo miró de una manera sombría e inquietante, luego relinchó a media potencia y golpeó con los cascos sobre la tierra ensangrentada. Todavía no había acabado todo. La misión por la que estaba allí aún no había concluido.

Lancelot se dio la vuelta en la silla y buscó con la mirada a los tres pictos huidos. Se habían alejado aproximadamente media legua y se encaminaban a galope tendido hacia el bosquecillo que había bordeado Lancelot anteriormente. Tal vez confiaban en ocultarse del Caballero de Plata en la espesura del monte bajo. Pero Lancelot sabía que nunca lo iban a lograr. Su unicornio era mucho más rápido que los pesados caballos que montaban y, además, los dos prisioneros harían todo lo posible para retrasarlos.

Emprendió el galope. Tras breves instantes, el unicornio plateado corría como una flecha y sus cascos apenas rozaban el suelo. A pesar de su gran empuje no alcanzó a los guerreros hasta unos cincuenta metros antes de la linde del bosque, los superó y giró tan bruscamente al animal que éste estuvo casi a punto de caer sobre las patas delanteras.

Los tres soldados habían contemplado la pelea y sabían con quién tenían que vérselas pero, como sus compañeros, estaban dispuestos a luchar hasta monir. Mientras uno de ellos asió las riendas de los caballos de Uther y Ginebra y los apartó con rapidez a un lado, los otros dos sacaron sus armas y se abalanzaron sobre él. El primero llevaba una espada; el segundo, un mangual, un arma cuya sola visión producía siempre en Dulac un enorme espanto.

Interceptó con su escudo la embestida que le propinó el primer guerrero; pasó por debajo de la cadena acabada en una bola plagada de pinchos, tratando de atinar en el picto que la manejaba, pero falló y sólo le ocasionó un leve arañazo en el hombro, que únicamente consiguió reforzar la ira del hombre. El guerrero lanzó de nuevo el mangual hacia la espalda de Lancelot y esta vez alcanzó su objetivo.

La bola de hierro del tamaño de un puño no pudo taladrar la armadura con sus puntiagudos pinchos, pero el golpe fue tan fuerte que Lancelot cayó sobre el cuello envuelto en metal del unicornio. Casi en el mismo momento, un mandoble resonó sobre su escudo a escasos centímetros de la ranura entre el yelmo y el peto.

De nuevo, fue el caballo el que decidió la victoria. Cuando el picto volvió a la carga, el unicornio giró bruscamente la cabeza. El cuerno de su testera rajó el flanco del otro caballo y el animal se derrumbó relinchando de dolor y aplastando a su dueño con su cuerpo.

Lancelot se colocó derecho sobre la silla. Sin apenas tiempo de agarrar la espada con energía y marchar a una posición más segura, el segundo picto salió a su encuentro blandiendo de nuevo su mangual. Su éxito anterior le había dado confianza y se sentía dispuesto a terminar el combate con aquel asalto. Un error que le costó la vida.

El arma cayó con fuerza aniquiladora sobre el escudo de Lancelot, pero el terrible golpe no hizo ni un arañazo en el metal plateado. Además, en el último momento, Lancelot había girado ligeramente el brazo que portaba el escudo, de tal manera que desvió la bola de hierro y el impulso de la misma estuvo a punto de arrojar al guerrero de su silla. La espada de Lancelot remató la batalla casi sin su intervención. El caballo del picto arrancó a correr de pronto, mientras Lancelot espoleaba al unicornio para que saliera en persecución del último guerrero.

No tardó más que breves segundos en alcanzarlo y, para su alivio, el hombre se reveló más inteligente que sus compañeros. Comprendió lo inútil que era oponer resistencia y optó por soltar las riendas de los dos caballos y salir galopando lo más rápido que pudo. Por un horrible momento, a Lancelot le pareció que el unicornio iba a desoír sus órdenes y salir detrás del hombre para matarlo, pero finalmente le obedeció. El picto desapareció a galope tendido y Lancelot dio la vuelta y regresó junto a Uther y Ginebra. Mientras metía la espada en el cincho y se aproximaba a los dos prisioneros, hizo un nuevo descubrimiento: su corazón latía por el esfuerzo, y la espalda y los hombros le dolían de manera casi insoportable. Junto a otras cosas a las que le gustaría renunciar, había aprendido que la armadura de plata le transformaba en un adversario poderoso, pero no invulnerable.

Mientras se acercaba, Ginebra y Uther le miraban con los ojos abiertos como platos. Uther estaba muy pálido. Tenía hinchada la parte izquierda del rostro y un corte profundo sobre el ojo. Por lo visto, no había caído en manos de los pictos sin oponer resistencia. Por un breve espacio de tiempo, permanecieron frente a frente, en silencio; luego, Lancelot se inclinó, sacó el puñal del cincho y cortó con un movimiento rápido las ataduras que asían las muñecas de Uther al pomo de la silla. Ginebra aproximó su caballo, sin duda esperaba que Lancelot hiciera lo mismo con ella. En lugar de eso, el se puso derecho de nuevo y le ofreció el puñal a Uther. Seguía sin mirar a Ginebra. Ella no reconocería su cara tras el yelmo de plata, pero no estaba seguro de que sucediera lo mismo con sus ojos. Y no creía que pudiera contenerse cuando ella le mirara.

Uther cogió el puñal de plata, vacilante. Sus manos llevaban horas atadas, inmóviles, y le costó romper las ataduras de Ginebra. Pero lo logró sin herirla.

– Os lo agradezco -dijo, devolviéndole el cuchillo a Lancelot. Intentó sonreír, pero su boca se abrió en una mueca.

Lancelot cogió el puñal con un asentimiento de la cabeza, pero sin pronunciar ni una palabra, y lo introdujo en su cincho. Percibió que Ginebra le miraba y se dio cuenta de que era una verdadera sandez hacer como que ella no estaba allí. Volvió la cabeza con cierta reticencia y la observó con una mirada furtiva, y cuando vio su cara, su corazón comenzó a palpitar de dolor.

Ginebra no estaba herida, pero el agotamiento había hecho mella en su rostro y, bajo el alivio del momento, planeaba un dolor que tal vez nunca iba a desaparecer. Seguía siendo tan hermosa como siempre, pero ya no parecía una chiquilla. Lancelot se preguntó cómo pudo creer, aunque sólo fuera por espacio de un segundo, que el hada Morgana tenía algo en común con ella.

– Esta es la segunda vez que vos nos liberáis de los bárbaros, noble caballero -dijo Uther-. Me parece que un simple agradecimiento no es suficiente.

Lancelot se volvió hacia él. Era curioso: ahora que ya había pasado todo, no sabía qué debía decir.

– Dejadme ver vuestro rostro, noble caballero -pidió Ginebra-. Quiero saber cuál es el aspecto del jinete a quien mi marido y yo debemos agradecer nuestras vidas.

Lancelot sacudió la cabeza. ¿Abrir la visera? Imposible. Si no era Uther, sería Ginebra quien le reconocería de inmediato.

Ginebra quiso protestar, decepcionada, pero Uther le hizo callar con un gesto.

– Como deseéis -dijo-. Pero, por lo menos, reveladnos vuestro nombre.

Lancelot volvió a dudar, pero por fin respondió:

– Lancelot. Mi nombre es Lancelot Dulac.

– Lancelot Dulac -Uther repitió el nombre como si intentara descubrir algo familiar en él, y, mientras, Lancelot clavó los ojos en Ginebra. Ella lo examinaba atentamente, pero no dio muestras de ninguna reacción. Probablemente el yelmo distorsionaba su voz y ella no podía reconocerle.

– ¿Y de dónde venís, Sir Lancelot? -quiso saber Uther.

– De muy lejos -respondió Lancelot, evasivo-. De un lugar, cuyo nombre seguramente no habéis escuchado nunca, Uther.

Uther sonrió distraído. Había comprendido lo que Lancelot quería decir con aquella respuesta.

– Respeto vuestro deseo, Sir Lancelot -dijo-. ¿Cómo no iba a hacerlo después de todo lo que habéis hecho por mi esposa y por mí? ¿Qué puedo hacer para agradecéroslo?

– Nada -contestó Lancelot-. Que vos y Lady Ginebra estéis vivos e ilesos es suficiente. Pero para que siga siendo así, deberíamos ponernos en camino hacia Camelot. Uno de los pictos ha huido.

– Y regresará pronto con refuerzos -dijo Uther asintiendo-. Tenéis razón. Aquí no estamos a salvo. Aunque no me asombraría que aniquilarais el ejército picto al completo -miró a Lancelot con franca admiración-. Por Dios, me he topado con muchos caballeros, pero nunca he visto a un hombre pelear así. Ni siquiera imaginaba que fuera posible.

Lancelot estuvo a punto de responder: «Yo tampoco». Pero hizo un movimiento que Uther interpretó como una sacudida de hombros, y señaló hacia el sur.

– Deberíamos marcharnos -dijo-. Hay un largo trecho hasta Camelot.

Uther asintió y una voz irónica pronunció por detrás de Lancelot:

– Me temo que no puedo permitirlo.

Ginebra soltó un pequeño grito de temor y rápidamente se tapó la boca con la mano. Por su parte, Lancelot dio la vuelta a su caballo y lo que vio le paralizó de espanto.

Estaban a unos veinte o treinta pasos del bosque. El hada Morgana y Mordred habían salido de la espesura, silenciosos como fantasmas. La bruja vestía todavía la sencilla túnica negra que llevaba en la cueva, pero se había recogido parte de la melena con una diadema de diamantes negros, y Mordred portaba un gigantesco arco en la mano derecha y dos flechas negras, adornadas con plumas, en la izquierda.

– Te dije que volveríamos a vernos, amigo mío -dijo Morgana-. Ha sido una batalla realmente impresionante. Tengo que darle la razón al rey Uther: pocas veces he visto a un hombre pelear así. A pesar de ello, todavía tienes mucho que aprender. Podría enseñarte, si quieres.

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