Su mano bajó instintivamente hacia la espada y volvió arriba antes, incluso, de finalizar el movimiento. Eran doce soldados. Algo le decía que esa superioridad de fuerzas no tenía que preocuparle, pero eran realmente demasiados como para permitirse el más mínimo error. Debía pensar en lo que Morgana le había dicho a Mordred. Que no volviera a cometer el error de menospreciar a sus contrincantes.
Los caballeros continuaron acercándose al mismo ritmo y, luego, comenzaron a cabalgar más despacio, mientras iban apretando sus filas. Lancelot podía imaginarse lo que su aparición había supuesto para ellos. Igual que él los había tildado de fantasmas silenciosos que surgían de la niebla, la visión que los otros habían tenido de él habría sido, sin duda, todavía más inquietante: una figura enfundada en una armadura de plata reluciente, que aparecía como de la nada entre los vapores grises de la mañana, montada sobre un unicornio de plata también, de cuya barda rezumaba la humedad. Si hubiera estado en el lugar de los pictos, habría experimentado verdadero miedo.
Y a la vista estaba que aquello era lo que les sucedía, pues cada vez cabalgaban más despacio, y finalmente se detuvieron formando una columna compacta. Sus caballos se agitaban nerviosos y los rostros de los soldados, expectantes ante lo que iba a suceder, mostraban el rigor del pánico. Lancelot recordó que aquellos hombres no sólo eran bárbaros, sino también paganos supersticiosos que creían en dioses, demonios y diablos. Con toda probabilidad, lo tomarían por alguna de esas criaturas, un hecho que podría resultarle muy útil.
Se paró a cinco pasos de los guerreros. Intentó intercambiar una mirada con Uther, y sobre todo con Ginebra, pero no lo logró. Los dos miraban en su dirección, pero se encontraban demasiado lejos y estrechamente protegidos por los pictos. Pudiera ser que los bárbaros le temieran, pero se tomaban su trabajo muy en serio.
Uno de los hombres cabalgó hacia él y se detuvo a un paso.
– ¿Quién eres? -le preguntó en un defectuoso inglés-. ¿Qué quieres de nosotros?
Lancelot no respondió. A través de la visera de su yelmo, clavó la vista en él y el miedo de los ojos del picto se transformó en espanto.
– ¿Quién sois? -preguntó de nuevo el picto, en voz más alta y en un tono desafiante que, en realidad, subrayaba su nerviosismo-. Dejad el camino libre. ¡No queremos pelearnos con vos!
Que hubiera cambiado al tratamiento de respeto y que asegurara, al único caballero que interceptaba el paso de sus tropas, que no tenían ninguna pretensión de pelear, evidenciaba su miedo muy a las claras. Ahora Lancelot estaba seguro de que en él veía mucho más que un simple jinete en medio del camino. Tal vez supiera de quién se trataba. Y tal vez aquél era el momento para obtener un par de respuestas.
– ¿Por qué no decís nada? -interrogó el picto, nervioso-. Si no queréis hablar, entonces… entonces…
Se interrumpió tratando de dar con las palabras apropiadas y, para su propia sorpresa, Lancelot se escuchó responder:
– Podéis hablar en vuestra lengua. Os entiendo -se había expresado en picto, una lengua ¡que había escuchado por primera vez hacía tan sólo unos días! ¡Las palabras habían acudido a su boca como si hubiera crecido hablando aquel idioma!
– Entonces, explicadme lo que queréis de nosotros, noble señor -respondió el picto en su lengua madre-. ¡Estamos realizando una misión importante y no tenemos mucho tiempo!
La mano de Lancelot señaló a Uther y a Ginebra. No dijo nada, pero el otro comprendió el significado de aquel gesto.
Se mostró asustado, pero no sorprendido, casi como si esperara justamente aquello.
– Soy responsable de que nuestros invitados lleguen con bien a su destino, señor -respondió-. Mordred nos matará a todos si no cumplimos la misión.
En la columna de los pictos se palpaba la agitación. La visera reducía el campo de visión de Lancelot, pero, de todas formas, él sabía lo que estaba ocurriendo: algunos de los guerreros llevaron sus monturas a un lado, para acceder a su espalda y rodearlo con más facilidad. No podía permitirlo.
– Liberadlos -ordenó y, al mismo tiempo, levantó la espada. La hoja decorada con runas salió de la vaina con un ávido chirrido y relampagueó en la luz de la mañana.
– No puedo hacerlo, señor -contestó el picto.
– Entonces, moriréis -dijo Lancelot.
Esta vez pudo percibir lo que sucedió, aunque ocurrió en menos de una fracción de segundo. Armadura, escudo y espada tomaron el control de su voluntad sin anularla por completo. Al contrario que la última vez, cuando había acabado con los dos guardianes, ya no era un mero observador. Pero las armas mágicas parecían decirle lo que debía hacer, y Dulac reaccionaba con tal rapidez y disposición como si hubiera gastado cada hora de su vida ejercitándose.
Contrariamente a lo que los pictos esperaban, no atacó al guerrero que tenía delante, sino que dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia los hombres que se habían colocado a su espalda.
Eran tres. Lancelot derribó al primero con una estocada certera en el pecho, levantó el escudo para atajar una arremetida del segundo y, al mismo tiempo, su espada sesgó el aire atravesando con su punta el brazo armado del tercer bárbaro. Mientras el hombre caía al suelo con un estridente grito de dolor, finalizó el movimiento del escudo y arrojó al segundo de la silla, derrumbando también a su caballo. Sin que él tuviera nada que ver, el caballo de Lancelot pasó por encima del animal caído, saltó tres o cuatro pasos a galope tendido y, luego, se dio la vuelta. El duelo completo no había durado más de un segundo.
El resto del ejército picto se había quedado paralizado. Las facciones de los soldados mostraban pánico, y Lancelot podía entenderles. Todo había trascurrido tan rápido, que apenas habían podido darse cuenta de lo que ocurría, y ahora tres de sus compañeros estaban muertos o próximos a la muerte.
Lancelot, por el contrario, se sentía… grandioso. Una parte de él, Dulac, que a cada momento se debilitaba más y más, aullaba en silencio ante lo que había cometido pero otra parte, la mayor, saboreaba las mieles del triunfo. Se sentía fuerte. Su respiración era acompasada y los tremendos mandobles que había asestado a diestro y siniestro no le habían mermado las fuerzas, sino que le habían dotado de un nuevo vigor, como si la espada rúnica se hubiera bebido la vitalidad de los hombres. Su caballo, intranquilo, golpeaba el suelo con los cascos, pero no a causa del miedo o de los nervios, sino por la impaciencia que sentía de volver a la batalla. De pronto, al observar los rostros de los pictos, Lancelot sintió que podía ver el futuro. Sabía con absoluta seguridad que iba a matar a aquellos hombres, a cada uno de ellos.
De todas formas, levantó de nuevo la espada y señaló a Uther.
– ¡Liberadlos!
En lugar de responder, los pictos atacaron. Seis de los nueve que aún quedaban vivos guiaron sus caballos hacia él, profiriendo gritos de guerra, mientras los tres restantes agarraban de las riendas a los corceles de Uther y Ginebra y salían galopando en dirección contraria.
Lancelot maldijo en su interior. ¿Creía que iba a ser tan sencillo? Había menospreciado el valor de aquellos guerreros. Indudablemente, estaban al tanto de las malas expectativas que tenían de vencerlo, pero parecían dispuestos a ofrecer su vida para que sus compañeros llevaran a los prisioneros a la fortaleza y cumplieran las órdenes de Mordred.
De acuerdo. Los soldados no podrían detenerle; por lo menos, no lo suficiente para dejar escapar a los otros.
Se abalanzó sobre los pictos, levantó espada y escudo y, en el último momento, viró hacia la izquierda para no encontrarse en el centro de la acometida, sino en un flanco. Su estrategia funcionó. Un nuevo picto se derrumbó, muerto, de la silla, antes siquiera de que sus camaradas pudieran levantar las armas, pero segundos después los cinco supervivientes cargaban sobre Lancelot.
Sin la armadura mágica no habría sobrevivido ni a la primera embestida. Los pictos lo rodearon y lo atacaron por todas bandas con un aluvión de mandobles y estocadas.
Ninguno de ellos logró penetrar a través de su armadura mágica. Lancelot sentía los pinchazos; pero sólo se trataba de una rozadura, ningún dolor, tampoco el ímpetu con el que se acometía el mandoble. Mientras el primer guerrero al que había atacado todavía se bamboleaba, con el cuello cortado, de espaldas en su silla, realizó un enérgico gesto con su espada y sesgó el aire. No alcanzó a ninguno, pero consiguió que tres de ellos se mantuvieran a distancia y pudo volverse sobre los otros dos sin peligro. Levantó su escudo y golpeó a uno con tanta violencia que éste se balanceó en su silla y habría caído prácticamente inconsciente si no le hubieran aguantado los estribos. El otro cometió la falta de intentar utilizar sus mermadas fuerzas para asestarle un golpe en la espalda desprotegida. Echando chispas, la hoja produjo un sonido chirriante al friccionar el metal del espaldar, sin ni siquiera causar un arañazo en su superficie, y el picto pagó el ataque con su muerte. La espada de Lancelot cortó con un crujido penetrante su coraza. El hombre profirió un gemido, se tambaleó de la silla y cayó hacia un lado. Entonces, Lancelot se dirigió hacia el otro guerrero.
Le golpearon dos o tres veces más, pero la armadura decorada con los griales le protegió con lealtad mientras los mandobles de su espada coronaban con éxito su acción. Al final, sólo quedaba el hombre que había parlamentado con Lancelot. El Caballero de Plata fijó la mirada en los ojos del otro y vio miedo y desesperanza. Cuanto más convencido estaba de vencer en ese duelo, más claro tenía el picto que iba a morir. A pesar de ello, agarró su espada y atacó a Lancelot sin vacilación. ¿Por qué lo hizo? Mientras Lancelot estaba ocupado con sus compañeros, habría tenido tiempo suficiente para huir, pero ni tan sólo lo intentó, simplemente prefirió tomar su arma y marchar a una muerte segura.
Lancelot no quería matarlo. La espada de su mano demandaba sangre, pero él no lo deseaba. Aquel hombre no era su enemigo. Nunca antes se habían visto y lo más seguro es que sus caminos no volvieran a encontrarse. En vez de aceptar las exigencias de la hoja decorada con runas, Lancelot paró las dos primeras acometidas del picto y le asestó con todas sus fuerzas un único golpe que desarmó al atacante sin herirlo lo más mínimo. El guerrero se tambaleó a causa del ímpetu del revés, pero logró sentarse de nuevo en la silla y miró estupefacto sus manos vacías.