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Morgana se rió despacio.

– Eres un actor muy malo, Mordred -dijo-. Quieres Camelot. Quieres el trono y la muerte de Arturo porque no podrás gobernar sobre Camelot mientras él o alguno de sus caballeros viva. Lo que me haya hecho o dejado de hacer a mí, no te interesa lo más mínimo. -Mordred iba a contradecirla, pero Morgana levantó la mano y, con un movimiento enérgico, le impidió hablar-. De acuerdo. Eres malvado y egoísta, y no dudarías ni un segundo en matarme también a mí si me interpusiera en tu camino. No me mientas. Eres tal como yo te he hecho. Y no olvides una cosa: lo mismo vale para mí.

– Entiendo -dijo Mordred. Su voz sonó muy amenazante, mucho más que si hubiera empleado palabras y palabras para seguir desafiándola.

– En eso confío -respondió Morgana sonriendo-. Pero antes de que continuemos peleándonos por demostrar quién de los dos tiene el alma más negra, deberíamos concentrarnos en vencer a Arturo. ¿Para cuándo esperas la llegada de Uther y su amada esposa, tu futura prometida?

– Dentro de una hora como mucho -contestó él de mala gana-. Tal vez antes, a no ser que…

Paró a mitad de la frase, se giró hacia la puerta y entrecerró los ojos. Su mano asió la espada y, unos segundos después, la soltó de nuevo.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Morgana. Parecía divertida.

– Nada -dijo Mordred-. Me… me ha parecido que había alguien.

Morgana se rió.

– Bueno, eso podría ser porque realmente hay alguien ahí -dijo-. Lleva un buen rato escuchándonos. Mejor dicho, desde el momento en que ha matado a los dos centinelas -se volvió hacia la puerta-. ¿No es así, amigo mío?

Atemorizado, Lancelot dio un paso hacia atrás. Sin embargo, pudo ver cómo Mordred, a punto de desenvainar la espada, se lanzaba hacia la puerta; pero Morgana lo contuvo con un gesto de la mano.

– ¡Espera! -gritó-. Sólo quiero hablar contigo, nada más.

Lancelot dudó. Lo único sensato que podía hacer era salir corriendo antes de que Mordred se abalanzara sobre él o llamara a medio ejército picto para que lo redujeran. Sin embargo, se quedó quieto.

– Lo sabía -masculló Mordred-. No me he equivocado. Sentía que había alguien ahí.

– ¿Qué esperabas? -su madre lo observó con una mirada casi desdeñosa-. Es uno de los nuestros.

¿Uno de los nuestros? ¿Qué significaba aquello?

– ¿Por qué no entras y hablamos cara a cara? -propuso Morgana-. No tienes nada que temer.

Y Lancelot hizo algo que ni él mismo comprendía: en contra de su voluntad, levantó la mano, se bajó la visera y volvió a la puerta. Con un ligero empujón la abrió y dio un paso dentro de la cueva.

Mordred aspiró con fuerza. Su mano volvió a la empuñadura de la espada.

– ¡Tú!

– Veo que ya os conocéis -dijo Morgana muy entretenida.

La faz de Mordred todavía se ensombreció más.

– ¡Éste es el tipo que mató a mis hombres! -gritó.

– A causa de esa precipitada visita tuya a Uther, con la que pretendías dominarle y que no valió para nada -conjeturó Morgana-. Ya voy entendiendo muchas cosas -inclinó la cabeza a un lado y examinó a Lancelot de los pies a la cabeza. Luego, asintió-. Debo decir que tienes mucha suerte de estar vivo todavía, Mordred. ¿Quién eres, amigo mío?

«Cualquier cosa, menos tu amigo», pensó Lancelot. Y permaneció en silencio.

– No quieres hablar -dijo Morgana-. Ya entiendo.

– ¡Déjame a mí y yo le haré hablar! -exclamó Mordred.

– ¡No seas loco! -respondió Morgana con voz airada-. ¿Quieres que te mate? ¿No ves su armadura y su espada? Es de los nuestros. Aunque no estoy muy segura de que lo sepa -mirando a Lancelot con una sonrisa de disculpa, añadió-: Perdona a mi hijo. Es joven y, a veces, algo impetuoso. Espero que no tomes a mal sus palabras.

Lancelot siguió sin responder y Morgana pareció tomar su silencio como un asentimiento, pues la sonrisa de su rostro se hizo un punto más cálida.

– Creo que estás muy desconcertado -dijo-. No llevas mucho tiempo aquí, ¿verdad? Solo en una tierra extraña, de la que no conoces a sus habitantes ni entiendes sus reglas. También yo he necesitado mucho tiempo para aprenderlas -dudó, esperó una respuesta y finalmente agregó-: Puedo contestar a todas tus preguntas. ¿Por qué no te acercas y las planteas?

Dio un paso hacia Lancelot y él se echó para atrás. Morgana se quedó quieta.

– De acuerdo -suspiró-. Bien, no es fácil entablar una conversación cuando sólo habla uno. Y tampoco es sencillo dar respuestas cuando no se plantean preguntas. Pero creo que las conozco casi todas.

Mientras hablaba, ocurrió algo excepcional: su cara no se transformó, pero de pronto Lancelot la vio diferente. Antes ya le había resultado una mujer cautivadora, pero ahora se dio realmente cuenta de lo hermosa que era. Toda ella desprendía algo muy cálido, íntimo, y sus ojos le seducían de tal modo que con cada segundo que transcurría le era más costoso aparrar de ellos la mirada. Olvidó todo lo demás. Sólo existía ella, su maravilloso rostro y sus ojos, en los que había una promesa de dicha inimaginable, la mujer…

… que había matado a Dagda.

La bruja, que era responsable de la devastación de Camelot, la que había jurado la muerte de Arturo y ordenado el secuestro de Ginebra.

No fue Lancelot el que tuvo aquel pensamiento, sino Dulac quien, desde lo más recóndito de su interior, le envío aquella advertencia. Y a pesar de lo fina y débil que era su voz, rompió la magia que había tejido Morgana.

De los ojos de la bruja desapareció aquel imán cuando sintió que sus artes habían fracasado. Lancelot profirió un chillido y se precipitó fuera del lugar.

– ¡Volveremos a vernos, amigo mío! -gritó el hada Morgana-. ¡Muy pronto! ¡Y entonces responderé a todas tus preguntas!

Lancelot siguió corriendo, tan deprisa como pudo.

La fortaleza se hallaba ya a una buena distancia cuando Lancelot, por fin, logró poner sus pensamientos en orden. No recordaba cómo había abandonado Malagon ni cómo había montado sobre su caballo. Había corrido por la escalera, los oscuros corredores y pasillos como si le acosaran las furias del infierno, sin parar para coger aire o mirar hacia atrás. Algunos retazos de su memoria le decían que en su huida se había topado con otro guerrero picto, al que había arrollado sin ni siquiera aminorar la marcha, pero no estaba seguro de que aquello fuera realidad o simples imaginaciones suyas. Su cerebro le suministraba diferentes imágenes de una lucha encarnizada. Sentía pánico. Las palabras de la bruja le habían provocado tal horror que no podía plasmarlo en palabras, y sus ojos…, en sus ojos había algo que convirtió en hielo una parte de su alma.

Y con todo, lo peor había sido su propia reacción.

A posteriori, comprendía lo próximo que había estado de dejarse seducir por la bruja. «Uno de los nuestros». Oía las palabras de Morgana una y otra vez. «Uno de los nuestros». «Tú eres uno de los nuestros». Y aunque no entendiera a qué se refería, aquella frase le llenaba de espanto. Tal vez porque sentía que había algo de verdad en ella. El sentimiento de familiaridad que había experimentado junto a Morgana no era un invento suyo, y era lo que más le había asustado: la sola idea de que él pudiera ser -aunque se tratara tan sólo de una mínima parte de su persona- como Mordred o, incluso, como la bruja era más de lo que podría soportar.

Lancelot intentó convencerse de que tal vez la armadura fuera la causa. Ella debía de haber visto algo especial en la armadura, y no en lo que había en su interior. Aquel pensamiento hizo que una sonrisa amarga asomara a sus labios. ¿Precisamente él, que en numerosas ocasiones había negado la existencia de dioses y demonios, pensaba ahora cosas tan peculiares como ésa?

Tenía que razonar, no podía dejarse llevar por ideas absurdas. Ordenó a su caballo que trotara más despacio y, al fin, optó por detenerlo. Se puso derecho en la silla para mirar los alrededores. Había clareado. El sol todavía no relucía, pero daba la suficiente luz para arrebatar al mundo de la zarpada de la noche.

Y para descubrirle a Lancelot que no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba.

A su izquierda había un bosquecillo, no demasiado extenso, pero tan impenetrable y oscuro como todos en aquellos contornos. Hacia la derecha se extendía una suave pradera, cuyas briznas de hierba se mecían al son de la brisa, aunque eso se intuía más que verse, pues una niebla gris se había posado sobre el suelo, inundándolo todo con su humedad y otorgándole a aquel paisaje una impronta algo mística. Otros -el mismo Dulac pocos días antes- habrían calificado la escena de inquietante, pero a él le pareció hasta cierto punto… familiar. Si no hubiera sabido que era imposible, habría dicho que se sentía como en casa…

«¿Y si Morgana tiene razón?», pensó con un estremecimiento. ¿Si realmente era uno de ellos, fueran quienes hieran, y la bruja no hubiera visto únicamente la armadura, sino también al hombre que había dentro de ella? Nadie sabía quién era él y de dónde procedía. La única persona en el mundo que lo había sabido, estaba muerto, había fallecido antes de haberle desvelado el misterio de su origen. Lo único que habían conseguido las pocas indicaciones que Dagda le había dado antes de su muerte era aumentar su desconcierto. Ninguna respuesta, sólo más preguntas.

A pesar de ello, poco a poco, fue conformando una imagen que le asustaba más de lo que quería aceptar. Estaba al corriente de que lo habían hallado en la orilla de un lago… ¿y no había encontrado la armadura en un lago también? ¿Y si era el mismo lago?

Ese pensamiento le condujo a otra pregunta todavía más perturbadora.

¿Y si era realmente su armadura? ¿Que no la hubiera encontrado por pura casualidad, sino que la armadura hubiera estado esperándolo allí todo el tiempo?

Oyó un ruido, levantó la vista y sus ojos se toparon con una larga hilera de fantasmas que salían silenciosos de la niebla.

Eran guerreros vestidos de oscuro, montados sobre caballos negros. La niebla borraba sus contornos y atenuaba el ruido de los cascos, lo que les confería ese aspecto fantasmal. Eran los pictos. Su descontrolada huida le había llevado por puro azar justo en la dirección por la que llegaban los secuaces de Mordred.

Aquel pensamiento le hizo sonreír. ¿Por puro azar? ¡Seguro que no! No había casualidades; no mientras vistiera aquella armadura, y quizás nunca.

Se bajó la visera, comprobó que llevaba el escudo bien sujeto a su mano izquierda y cabalgó hacia los soldados a ritmo pausado. Mientras se acercaban, los fue contando. Eran catorce siluetas: doce guerreros pictos sobre sus poderosas monturas y dos figuras algo más pequeñas, también enfundadas en capas negras, pero montadas sobre caballos mas esbeltos y de mejor linaje. Reconoció a uno de los caballos. Lo había visto en el patio del castillo de Arturo. Uther y Ginebra.

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