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Wolfgang Hohlbein

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial

Heike Hohlbein

La Leyenda de Camelot I – La Magia Del Grial - pic_1.jpg

© 2000, Die Legende von Camelot I. Gralszauber

Traducción: Marinela Terzi

El monstruo era rápido. A pesar de su enorme tamaño, se movía tan ágil como una comadreja y a sus negros, pérfidos y relucientes ojos no escapaba el más mínimo movimiento de su víctima. Sus dientes brillaban como puñales afilados y sus espeluznantes garras se hundían en el blando suelo del bosque mientras se disponía a saltar.

El corazón de Dulac latió acelerado. Permanecía absolutamente quieto, sin atreverse a pestañear, ni siquiera a respirar, y su mano derecha agarraba la espada tan fuertemente que sus nudillos resaltaban como pequeñas cicatrices blancas a través de la piel. Todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión. Observaba al monstruo desde el otro lado del claro con la misma concentración con la que la bestia lo examinaba a él.

No sabría decir cuánto tiempo llevaban así, allí quietos, mirándose fijamente.

Con toda probabilidad, apenas unos instantes, pero a él le parecían horas. Y si interminable le resultaba aquel enervante tiempo de espera, brevísima sería la pelea. Dulac lo sabía. Un único vistazo a los ojos del monstruo negro le había confirmado que no iba a vérselas en ningún caso con una fiera común.

Era el lobo más grande que Dulac había visto en su vida… ¡Y ya se había topado con unos cuantos de esos feroces animales!

El animal debía de pesar aproximadamente como una persona y sus mandíbulas podrían arrancar un brazo de Dulac sin demasiado esfuerzo, a pesar de la armadura que llevaba el joven. Éste había visto la velocidad que aquel monstruo imponía a sus movimientos. Y no esperaba demasiado: que pudiera sobrevivir a la primera acometida del lobo sería sólo cuestión de suerte. Además, el animal le menospreciaba. Seguramente lo tomaba por uno de esos campesinos sin valor de los que, en los últimos meses, se habría comido una buena docena larga.

No iba a ponérselo tan fácil.

Dulac y el lobo comenzaron a acecharse despacio, y él tuvo la absoluta certeza de que aquel lobo era cualquier cosa menos un lobo al uso. Cuando regresara a Camelot y estuviera en presencia de Arturo, en la sala de la Tabla Redonda, tendría una interesante historia que contar.

Cuando regresara.

No lo tenía muy claro. Como caballero de la Tabla Redonda, Dulac estaba acostumbrado a pelear contra enemigos peligrosos, e incluso superiores en ocasiones. Pero aquel animal estaba hechizado. Tal vez fuera un demonio, que se había introducido en el cuerpo de un lobo, para causar estragos entre los hombres. Cuando el monstruo se decidiera a atacar, lo haría rápidamente y con todo su ímpetu. La batalla se decidiría en la primera acometida.

Como si hubiera leído sus pensamientos, el lobo soltó un gruñido sordo y comenzó a aproximarse hacia él. Sus belfos se entreabrieron y dejaron la dentadura al descubierto; un escalofrío recorrió la espalda de Dulac. El brillo de maldad de los ojos del animal se hizo mayor.

– ¡Ven de una vez, monstruo! -dijo Dulac-. No te tengo miedo. Puede que estés poseído por el diablo, pero yo soy un caballero de la Tabla. ¡No nos dan miedo los demonios!

El lobo no se quedó muy impresionado ante aquellas palabras. Gruñó más fuerte y se acercó con pasos sosegados; con toda probabilidad pretendía alcanzar la distancia adecuada para saltar sobre su objetivo. Dulac movió levemente la espada en su mano y tensó los músculos para estar dispuesto en el momento del combate. El lobo iba a atacar. Ya…

– ¡Dulac!

La voz cortó como un latigazo los pensamientos de Dulac, todavía lejana, pero estridente y airada.

– ¡Dulac, haragán, no vales para nada! ¡No hay vago más vago que tú! ¿Dónde andas ahora? ¿Jugando con el perro hasta que llegue la noche?

El chico pestañeó. El oscuro verdor del bosque que le rodeaba desapareció por completo y en su lugar surgió la pared de gastados tablones de un granero, por cuyos resquicios se colaba el viento. La hierba dejó paso a un suelo cubierto de paja medio podrida. La espada de su mano se transformó en una rama rota y también el lobo se redujo considerablemente de tamaño, adoptando el aspecto de un pequeño terrier bastante roñoso, que no le llegaba a Dulac más allá de la rodilla y que le observaba agitando la cola.

– ¡Por supuesto! ¡Lo sabía! -la puerta se abrió de golpe y apareció Tander, se paró delante de él y apoyó con fuerza los puños sobre los rodillos de grasa que tenía en el lugar donde usualmente suelen estar las caderas. Dulac bajo el palo precipitadamente y se volvió hacia el posadero calvo mientras intentaba esconder la rama tras la espalda, pero era demasiado tarde. Tander la había visto ya y la expresión de su rostro se enturbió todavía más.

– ¿Sabes lo tarde que es, pedazo de inútil? -gritó-. Ha amanecido hace rato. ¡Ya tendrías que estar en el castillo! ¿El rey tiene que esperar a la hora que a ti te apetezca llevarle la comida?

No era una pregunta que esperara respuesta, más bien se trataba del prólogo a una de esas bofetadas que Tander no tenía reparo en repartir a voluntad, por muy avaro que fuera con la comida o el dinero. Dulac estaba preparado, así que no le resultó difícil bajar la cabeza y, de esa manera, sortear el golpe que el hombre le tenía destinado. Como sabía lo traicionero que era el posadero, dio rápidamente un paso hacia atrás. Y de no ser porque en ese momento estaba Lobo detrás de él, habría funcionado.

Así, sin embargo, Dulac tropezó con el perrillo, extendió los brazos desconcertado y finalmente se cayó todo lo largo que era. La paja húmeda atenuó algo el golpe, pero de todas maneras la parte de atrás de su cabeza golpeó el suelo de tal forma que, por un momento, el chico vio las estrellas.

– ¡Esto es el colmo! -se acaloró Tander más todavía-. Le digo al zagal que se ponga a trabajar y ¿qué hace él? ¡Sigue perdiendo el tiempo! ¡Espera, chico, que te voy a enseñar lo que es bueno!

Dulac sabía lo que iba a llegar a continuación, así que saltó veloz hacia un lado. A pesar de ello, Tander le acertó dos patadas en el muslo antes de que el muchacho pudiera incorporarse y se arrastrara unos metros más allá.

– ¡Y ahora vete de una vez al castillo, antes de que traigas la desgracia sobre mí y sobre mi familia! -gritó Tander-. ¿Es así cómo me agradeces que te haya acogido y tratado como carne de mi carne? ¿Qué es lo que he hecho para que Dios me castigue de este modo?

Dulac podría haber respondido a aquella pregunta… pero no sólo habría empleado el resto de la mañana sino que, además, le habría caído encima una nueva somanta. Así que se levantó, le echó una mala mirada a Lobo y, dando un rodeo para no rozar ni siquiera a Tander, salió del granero. El terrier le siguió ladrando y moviendo la cola, mientras el posadero continuaba maldiciendo su destino a voz en grito a pesar de que ya no había nadie que le oyera.

Dulac parpadeó al salir y toparse con la clara luz de la mañana. En una cosa había dado Tander en el clavo: el sol ya estaba alto en el cielo. Iba a llegar tarde.

Dejó de correr y adoptó un trote ligero que le ahorraba fuerzas. Tenía un buen trecho por delante. El castillo de Camelot se encontraba al otro lado de la ciudad del mismo nombre, que, aunque no tenía muchos habitantes -por lo menos, en comparación con las ciudades extranjeras de las que Arturo y sus caballeros hablaban a veces-, se extendía sobre una gran llanura, de tal manera que a paso tranquilo se tardaba más de media hora en recorrerla.

Dulac lo consiguió en menos de cinco minutos.

Desde la distancia ya vio que la gran puerta de doble hoja permanecía abierta y en el patio había un ir y venir de gente.

Aquello no era lo usual. El rey Arturo y sus caballeros no eran nada tempraneros. Normalmente Dulac, Dagda y dos o tres criados más eran los únicos cuyos pasos y voces se oían por las mañanas en el castillo. Sin embargo, ahora, por lo menos una docena de hombres y mujeres corrían por el patio, y cuando se acercó un poco más, divisó un caballo desconocido y lujosamente enjaezado.

Visita.

Y eso también era extraño. Muy a menudo llegaban viajeros a Camelot, pero raramente lo hacían sin anunciarse. Y nunca si se trataba de caballeros o nobles. Dada la riqueza de sus jaeces, el caballo no podía pertenecer más que a un rey. Dagda estaría babeando de ira.

Dulac atravesó el umbral con dos rápidas zancadas y bajó como un rayo por las escaleras que desembocaban en la cocina y dependencias afines. Allí todavía estaba más oscuro. La noche había dejado un rastro de frescor y, como siempre que bajaba a aquel lugar, un escalofrío recorrió su cuerpo. Oficialmente las distintas habitaciones del oscuro sótano estaban destinadas a la fresquera, la despensa, la cocina y el dormitorio de Dagda, pero a veces Dulac sentía algo más en ellas; algo muy antiguo que vivía en las sombras y en la piedra de los muros.

El chico recorrió algo encogido el pasillo de techo bajo, entró en la cocina y confirmó sus peores sospechas. Sobre el fuego hervía una sopa en un enorme caldero. Concentrada bajo el techo había una espesa humareda que provocaba la tos; y, junto a la olla, el propio Dagda sujetando el cazo con su mano izquierda, removía el líquido una y otra vez. Con la otra mano iba añadiendo ingredientes al caldo hirviente. Era un hombre viejo y muy delgado, cuya espalda se había ido encorvando debido al peso de los años. El cabello blanco le caía por los hombros, pero era tan fino ya, que la piel se vislumbraba por debajo de su cabeza. Su rostro parecía formado sólo por arrugas y pliegues, y su cuello era tan escuálido que Dulac a veces se preguntaba por qué extraño motivo no llegaba a quebrarse. El chico nunca se había atrevido a preguntarle por su edad, pero sospechaba que por lo menos tenía que ser centenario, si no más. Todo en él denotaba vejez y, en ocasiones, sus movimientos eran incluso temblorosos. Únicamente sus ojos no concordaban con aquella impresión, porque, a pesar de que estaban enterrados en una red de numerosas arrugas diminutas, relucían tan claros y despiertos como los de un hombre joven.

Por lo menos, en otras ocasiones.

Aquel día sus ojos estaban empañados y Dagda se veía mucho más viejo que de costumbre. La tez de su cara había adquirido un tono gris y su nerviosa manera de moverse confería un aspecto quebradizo a su persona. Cuando Dulac entró en el cuarto, apenas le echó una mirada huidiza, luego inclinó la cabeza de nuevo sobre el caldero de sopa.

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