– Es mejor así, creedme -la interrumpió Lancelot-. Camelot no es buen sitio para mí.
– No lo conocéis.
– Tampoco hace falta -dijo Lancelot. ¿Camelot? Era imposible que él fuera a Camelot o que se presentara ante Arturo. No con aquella armadura-. Estoy convencido de que es una ciudad llena de encanto, pero no me suelo quedar demasiado tiempo en ningún lugar.
– Tampoco… -Ginebra se interrumpió y, durante unos instantes, no supo hacia dónde mirar. En lugar de terminar la frase, dibujo una sonrisa a medio camino entre la timidez y la perplejidad. Lancelot sabía lo que había querido decir y esa convicción penetró como un puñal ardiente en su corazón.- Entonces, no queréis ver a Arturo -dijo Ginebra un rato después.
– Es mejor así -confirmó Lancelot.
Ginebra encogió los hombros.
– En ese caso, será mejor que os deis prisa. Si no me equivoco, es ése de ahí delante.
Lancelot levantó la vista asustado. Mientras conversaban, no había prestado atención ni al camino ni a los alrededores. Tampoco había vislumbrado a la docena de caballeros que cabalgaban ante ellos. Eran jinetes enfundados en lujosas armaduras, montados en corceles poderosos que en sus cabezas portaban el distintivo de Camelot. El propio Arturo cabalgaba al frente de la comitiva.
Lancelot tiró de las riendas del unicornio hasta detenerlo y dio media vuelta. También detrás habían aparecido caballeros, y cuando miró a derecha e izquierda, descubrió, ya sin asombro, un buen número de figuras ataviadas en plata y oro. Estaban rodeados. Al principio, no comprendió la maniobra, pero le enfadó sobremanera. Pero luego descubrió que, en realidad, el rey había obrado con gran cautela. Ginebra y Uther habían sido sacados de Camelot por la fuerza y ahora el rey se encontraba frente a un grupo realmente variopinto: un caballero desconocido, la misma Ginebra y un tercer caballo, con un cadáver sobre el lomo. Arturo estaba tomando la medida más adecuada, nada más.
– Ahora tendréis que contarle a Arturo alguna de vuestras historias, lo queráis o no -dijo Ginebra. No daba muestras de sentirse muy desgraciada, según le pareció a Lancelot-. Si no se os ocurre qué contadle, inventad algo. No os preocupéis, no voy a delataros.
– No creo que funcione, Ginebra -respondió Lancelot con pesar-. Tengo que despedirme de vos. Arturo os acompañará el resto del camino a Camelot.
– Pero… -empezó Ginebra.
Lancelot levantó la mano, cerró la visera y obligó al unicornio a retroceder. El cerco que habían formado los caballeros de la Tabla Redonda estaba casi cerrado, pero a la izquierda había todavía un pequeño resquicio. Con un caballo normal no habría tenido la menor oportunidad de cruzarlo antes de que éste desapareciera, pero el unicornio lo superó con limpieza.
Fue Dulac, no Lancelot, el que regresó a Camelot mucho después de la llegada de la noche, y en las horas que habían transcurrido desde su despedida de Ginebra, algo le había quedado muy claro: nunca más volvería a vestir la armadura mágica.
Era medianoche. La mayor parte de las casas de Camelot estaban a oscuras, pero aquí y allá brillaba alguna luz y, de vez en cuando, se podían oír martillazos y golpes amortiguados. Los habitantes de la ciudad procuraban reparar los desperfectos de sus casas. El castillo también estaba iluminado y el reflejo de su luz permitía caminar a lo largo de toda la ciudad sin problemas.
Su meta no era el castillo. Había cabalgado durante todo el día sin descansar ni una sola vez. En el mismo bosque en el que había encontrado al unicornio, decidió desmontar y quitarse la armadura para ocultarla bajo un espeso zarzal. Cuando se incorporó de nuevo, el unicornio había desaparecido. Descubrirlo no le causó pena, sino más bien alivio. Como en el caso de la armadura, la fascinación que le producía el caballo hacía ya tiempo que se había transformado en malestar mezclado con un rastro de temor. Esa misma mañana se había preguntado si tendría que pagar un precio por la fuerza y la invulnerabilidad que le conferían. Ahora tenía la respuesta. Había un precio, y era más alto de lo que imaginaba. Tal vez incluso más alto de lo que pensaba en ese momento. Había matado personas. No una, sino muchas, más de una docena; sin esfuerzo, sin titubeos, como si se hubiera tratado de apagar un simple fuego. Cierto -intentaba consolarse- que lo había hecho para salvar a Ginebra; pero, aunque aquel pensamiento correspondía a la verdad, no por ello mitigaba su mala conciencia. Había matado personas. No importaba cuántas o por qué motivo. Sus manos estaban manchadas de sangre, sólo eso contaba. Jamás volvería a ponerse esa armadura maldita, fuera lo que fuera lo que sucediera.
En lugar de tomar rumbo hacia el castillo, fue a la posada de Tander. Llegó cuando le flaqueaban ya las fuerzas. Una vez que se había quitado la armadura, su cuerpo había empezado a reclamar descanso. Las pocas decenas de pasos que quedaban hasta la puerta le costaron más esfuerzo que las innumerables leguas que había dejado atrás, y el hombro cada vez le dolía más. La herida, que se le había abierto de nuevo, sangraba y cada paso era un mayor suplicio que el anterior. Aunque hubiera querido, no habría podido alcanzar el castillo.
A punto de desfallecer, llegó a la posada y, tambaleando, se dirigió hacia el granero. La casa estaba a oscuras. No se oía ni un solo ruido. Tander y sus hijos debían de llevar horas durmiendo. Dulac empujó la puerta con el hombro ileso y subió como pudo hasta el sobrado.
Una bola de pelo negro apareció ante él, ladrando con estridencia, y comenzó a saltar a su alrededor mientras meneaba la cola.
– No tan alto, Lobo -murmuró Dulac-. Vas a despertarlos a todos.
Lobo ladró más fuerte, saltando de alegría. No iba a tener sosiego hasta que el perro hiciera su santa voluntad y despertara a media ciudad por lo menos. Dulac se acuclilló, dando un suspiro de resignación, y alargó los brazos. El perrillo se aproximó y comenzó a lamerle los dedos, como hacía siempre para saludarlo; pero, de pronto, paró y dejó de mover la cola. Gruñó. Cuando Dulac le extendió la mano, dio un paso hacia atrás y enseñó los dientes, amenazador.
– ¿Qué te ocurre? -preguntó Dulac-. Lobo, ¿qué pasa?
Acercó la mano hacia el animal. Lobo gruñó de nuevo, retrocedió unos pasos… y atrapó la mano de su dueño con los dientes.
– ¡Lobo! -gritó Dulac, asustado-. ¿Te has vuelto loco?
El can gruñó desafiante y comenzó a correr arriba y abajo como si lo persiguieran los demonios. Dulac miró sin comprender en la dirección en la que había desaparecido el perro y, luego, se examinó la mano derecha. Los dientes de Lobo habían dejado dos pequeñas heridas, del tamaño del pinchazo de una aguja, en el dorso de su mano. Jugando con el can, más de una vez había recibido un arañazo, pero hasta ahora Lobo nunca le había mordido a propósito.
Estaba demasiado cansado para calentarse la cabeza con el extraño comportamiento de su perro. Sin acabar de incorporarse siquiera, se tumbó sobre el montón de paja más próximo, se acurrucó de lado y cerró los ojos.
En ese mismo momento, se abrió la puerta de par en par y entraron Tander y su hijo mayor. El posadero llevaba una vela oscilante en la mano derecha y Wander se había armado con un grueso garrote.
Dulac levantó la cabeza de la paja y los miró, parpadeando.
– ¿Que pasa? -murmuró.
Wander suspiró tranquilo al reconocerle, pero el rostro de Tander se ensombreció más todavía.
– Ah, no… -dijo con sorna-. ¿El caballero se ha dignado volver a su casa? Espero que te hayas recuperado mientras nosotros nos extenuábamos casi hasta morir.
Dulac volvió a apoyar la cabeza en la paja y cerró los ojos. Estaba demasiado derrengado para pelearse con Tander, o para responderle al menos. Desde que se había quitado la armadura, sus fuerzas se iban debilitando por momentos. Sólo quería dormir.
Pero Tander no estaba por la labor de dejar las cosas así como así. Se acercó con dos o tres pasos rápidos y agarró a Dulac del hombro herido.
– Te voy a enseñar a…
Dulac chilló de dolor y, asombrado, Tander se echó para atrás mirándose la mano. Había sangre en sus dedos.
Su hijo se hizo cargo de la situación antes que él.
– ¡Estás herido! -gritó asustado. Se arrodilló junto a Dulac, le quitó la camisa manchada de sangre y soltó una exclamación.- Tiene mala pinta -dijo-. ¿Qué te ha pasado?
– Los pictos -respondió Dulac. Había ideado aquella historia en el camino de vuelta. Era muy simple y, por eso mismo, le parecía muy convincente-. Salí de la ciudad y me fui hacia el norte.
– Para buscar Malagon -dijo Tander irónico-. ¿Lo encontraste?
Dulac ignoró la pregunta.
– En el bosque hice un alto para orientarme. Eran dos. Estaban escondidos en la espesura. Cuando los vi, salí corriendo. Era más rápido que ellos, pero cuando se dieron cuenta de que no podrían cogerme, me dispararon.
– ¡Tonterías! -dijo Tander-. Con lo torpe que es, lo más seguro es que se haya hecho esa herida él mismo y ahora nos cuenta esta historia para darnos pena.
– La herida es de una flecha -le contradijo Wander mientras ponía la mano sobre la frente de Dulac-. Tiene fiebre. Tenemos que llevarlo a la cama y ponerle compresas frías. Y necesita tomarse una sopa caliente.
– No es necesario -dijo Dulac-. Dejadme dormir. Mañana temprano estaré mucho mejor.
– Ni hablar -Wander hizo un gesto de la mano para indicar que no iba a cambiar de opinión-. ¿Puedes caminar tú solo?
Dulac no estaba seguro, pero asintió y se agarró de la mano que Wander le tendía para levantarse. Le temblaban las rodillas. Sin la ayuda de Wander no habría conseguido llegar hasta la casa.
Dentro hacía calor y el ambiente era muy confortable. En el hogar debía de haber ardido un fuego poco tiempo antes, porque Wander tardó muy poco en regresar con un cuenco de sopa humeante, que colocó sobre la mesa frente a Dulac. Su padre lo miraba malhumorado. No movió ni un dedo para ayudarle, aunque tampoco se quejó de que Dulac recibiera una sopa sin trabajar por ella, lo que constituía una sorprendente generosidad por su parte.
Dulac estaba extenuado. No quería nada más que tumbarse en el duro banco de la cocina. Pero el olor de la sopa caliente le despertó el hambre. Llevaba más de un día sin comer y le crujieron las tripas cuando sus dedos temblorosos agarraron la tosca cuchara de madera.
– Voy a buscar vendas -dijo Wander-. Tómate la sopa tranquilo.
– Los pictos -interrogó Tander mientras su hijo se levantaba-, ¿qué te hicieron tras dispararte con el arco?