El día en que el Capitán me dio su famosa oración, el mecánico decidió que debíamos detenernos para revisar el motor. Al remontar la corriente de los rápidos, una falla significa la muerte segura. Atracamos, y el hombre se aplicó en desarmar, limpiar y probar cada una de las partes de la máquina. Fascinante la paciente sabiduría con que este indio, salido de las más recónditas regiones de la jungla, consigue identificarse con un mecanismo inventado y perfeccionado en países cuya avanzada civilización descansa casi exclusivamente en la técnica. Las manos de nuestro mecánico se mueven con tal destreza, que parecen dirigidas por algún espíritu tutelar de la mecánica, extraño por completo a este aborigen de informe rostro mongólico y piel lampiña de serpiente. Hasta que hubo probado escrupulosamente cada etapa del funcionamiento del motor, no quedó tranquilo. Con una parca señal de la cabeza hizo saber al Capitán que estaba listo para remontar el Paso del Ángel. La noche se nos vino encima y resolvimos quedarnos hasta la madrugada siguiente. No era cosa de comenzar el ascenso en la oscuridad. Al otro día, partimos con las primeras luces del alba. Contra lo que yo suponía, los rápidos no están formados por rocas que sobresalen de la corriente, obstaculizando su curso y haciéndolo más violento. Todo sucede en las profundidades, en el fondo, cuyo suelo se puebla de cavidades, ondulaciones, cuevas, remolinos y fallas, a tiempo que se acentúa la pendiente por la que desciende el agua en un fragoroso torbellino de fuerza arrolladura que cambia de dirección e intensidad a cada momento.
"No se meta en la hamaca. Manténgase en pie y agárrese bien de los barrotes del toldo. No mire a la corriente y trate de pensar en otra cosa". Tales fueron las instrucciones del Capitán, que se mantuvo todo el tiempo en la proa, agarrado a una precaria pasarela, al lado del práctico que manejaba el timón con bruscas sacudidas destinadas a evitar los golpes de agua y espuma que se alzaban de repente como anunciando la espalda de un animal inconcebible. El motor quedaba al aire a cada momento y la hélice giraba en el vacío, en un vértigo desbocado e incontrolable. A medida que nos internábamos en la cañada que la corriente había cavado durante milenios, la luz se fue haciendo más gris y nos envolvió un velo de espuma y niebla nacido del turbulento girar de las aguas y de su choque contra la pulida superficie rocosa de las paredes que las encauzan. Durante largas horas podía pensarse que estaba anocheciendo. El lanchón cabeceaba y se sacudía como si estuviera hecho con madera de balso. Su estructura metálica resonaba con un acento sordo de trueno distante. Los remaches que unían las láminas vibraban y saltaban, comunicando a toda la armazón esa inestabilidad que precede al desastre. Las horas pasaban y no teníamos la certeza de estar avanzando. Era como si nos hubiéramos instalado para siempre en el estruendo implacable de las aguas, esperando ser arrastrados de un momento a otro por el remolino. Un cansancio indecible empezó a paralizar mis brazos, y sentía las piernas como si estuvieran hechas de una blanda materia insensible. Cuando creí que ya no podría más, alcancé a escuchar al Capitán que gritaba algo en dirección mía. Con la cabeza señaló el cielo y en su semblante apareció una sonrisa deforme y enigmática. Seguí su mirada y vi que la luz se iba aclarando por momentos. Algunos rayos de sol atravesaron la nube de espuma y niebla que se iluminó con los colores del arco iris. Los rugidos del torrente y el retumbar del casco se fueron haciendo menos notorios. La lancha avanzaba meciéndose rítmicamente, pero ya controlada por el esfuerzo regular y firme de la hélice. Cuando se redujeron aún más los cabeceos de la embarcación, el Capitán se sentó en cuclillas sobre el piso y me hizo señas de que me recostara en la hamaca. Su célebre parasol de colores había desaparecido. Cuando traté de moverme sentí que todo el cuerpo me dolía como si hubiera recibido una paliza. Dando tumbos llegué hasta la hamaca y me acosté con una sensación de alivio que se repartía por todo el cuerpo como un bálsamo que agradecían cada coyuntura, cada músculo, cada centímetro de la piel aterida y azotada por las aguas. Una ligera ebriedad y un apacible avanzar del sueño me fueron ganando mientras celebraba la dicha de estar vivo. El río se extendía de nuevo por entre juncales de donde partían bandadas de garzas que iban a posarse en las copas de los árboles cargados de flores. De nuevo el calor seco, inmutable, inmóvil, vino a recordarme que habían existido otras tardes semejantes a esta que terminaba en medio de una calma bienhechora y sin fronteras.
Caí en un profundo sueño hasta que el práctico se me acercó con una taza de café caliente y unas tajadas de plátano frito en un desportillado plato de peltre: "Hay que comer algo, mi don, si no repara las fuerzas, después se la gana el hambre y sueña con los muertos" Su voz tenía un acento paternal que me dejó bañado en una nostalgia pueril y gratuita. Le di las gracias y bebí el café de un solo trago. Mientras comía las tajadas de plátano sentí que regresaban, una a una, mis viejas lealtades a la vida, al mundo depositario de asombros siempre renovados y a tres o cuatro seres cuya voz me alcanzaba por encima del tiempo y de mi incurable trashumancia.
Junio 8
El paisaje empieza a cambiar. Al comienzo, los indicios se van presentando en forma esporádica y no siempre muy evidente. La temperatura, si bien sigue siendo la misma, es recorrida a ratos por leves ráfagas de una brisa fresca, ajena por completo a este calor de horno detenido como un terco animal que se niega a seguir su camino. Esas rachas de otro clima me recuerdan ciertas vetas que aparecen en el mármol y que son extrañas a la coloración, a la tonalidad y a la textura de la materia principal. Los pantanos, por su lado, van desapareciendo, reemplazados por una vegetación enana y tupida que despide una mezcla de aromas semejante al olor del polen cuando se guarda en un recipiente. Es algo que recuerda a la miel pero conserva, todavía, un acento vegetal muy pronunciado. El lecho del río se angosta y se hace más profundo. Las orillas van ganando una consistencia lodosa que, al tacto, anuncia ya la aparición de la arcilla. El agua tiene una transparencia fresca y un tenue color ferruginoso. Estos cambios influyen en el ánimo de todos. Hay un alivio de tensión, un deseo de conversar y un brillo en las miradas como si advirtiéramos la inminencia de algo largamente esperado. Con las últimas luces de la tarde, aparece, allá en el horizonte, una línea color azul plomo que llega a confundirse fácilmente con nubes de tormenta que se acumulan en una lejanía imposible de precisar. El Capitán se acerca para señalarme el sitio a donde miro con tanto interés. Mientras hace un movimiento ondulatorio con su mano, como si dibujara el perfil de una cordillera, sin decir palabra asiente con la cabeza y sonríe con un dejo de tristeza que vuelve a inquietarme. "¿Los aserraderos?", pregunto como si evitara la respuesta. Vuelve a mover la cabeza en señal afirmativa, mientras alza las cejas y extiende los labios en un gesto que quiere decir algo como: "No puedo hacer nada, pero cuente con toda mi simpatía".
Me siento al borde de la proa, las piernas colgando sobre el agua que me salpica con una sensación de frescura que, en otra oportunidad hubiera gozado más plenamente. Medito en las factorías y en lo que esconden como una mala sorpresa que presiento y sobre la cual nadie ha querido dar mayores detalles. Pienso en Flor Estévez, en su dinero a punto de arriesgarse en una aventura cargada de presagios; en mi habitual torpeza para salir adelante en estas empresas y, de pronto, caigo en la cuenta que desde hace ya mucho tiempo he perdido todo interés en esto. Pensar en ello me causa un fastidio mezclado con la paralizante culpabilidad de quien se sabe ya al margen del asunto y sólo está buscando la manera de liberarse de un compromiso que emponzoña cada minuto de su vida. Es un estado de ánimo que me es tan familiar. Conozco muy bien las salidas por las que suelo huir de la ansiedad y la molestia de estar en falta, que me impiden disfrutar lo que la vida va ofreciendo cada día como precaria recompensa a mi terquedad en seguir a su lado.
Junio 10
Extraño diálogo con el Capitán. Lo enigmático fluye por debajo de las palabras. Por eso su transcripción resulta insuficiente. El tono de su voz, sus gestos, su manera de perderse en largos silencios, contribuyen mucho para hacer de nuestra conversación uno de esos ejercicios en donde no son las palabras las encargadas de comunicar lo que queremos, más bien sirven, por el contrario, de obstáculo y como factor de distracción. Ocultan el auténtico motivo del diálogo. Desde la hamaca que está frente a la mía me sobresalta su voz. Creí que dormía.
– Bueno, ya se va a acabar esto, Gaviero. Esta aventura no da para mucho más.
– Sí, parece que nos vamos acercando a los aserraderos. Hoy ya se ve la cordillera con toda claridad -le respondo, sabiendo que su observación trata de ir más lejos.
– No pienso que le importen mucho los aserraderos a estas alturas. Creo que lo decisivo que nos reservaba este viaje ya sucedió. ¿No lo cree usted así?
– Sí, en efecto. Algo hay de eso -contesto para darle ocasión a terminar su idea.
– Mire, si lo piensa bien, se dará cuenta que desde el encuentro con los indios hasta el Paso del Ángel, todo ha venido encadenado, todo engrana perfectamente. Esas cosas siempre suceden en secuencia y con un propósito definido. Lo importante es saber descifrarlo.
– Por lo que se refiere a mí, no le falta razón, Capi. Pero, y usted. ¿Qué me dice de usted?
– A mí me han sucedido muchas cosas por estos ríos y por el río grande. Las mismas, o muy parecidas a las que esta vez nos han pasado. Pero lo que me intriga es el orden en que en esta ocasión se presentaron.
– No le entiendo, Capi. El orden ha sido uno para mí y otro para usted, naturalmente. Usted no se acostó con la india, ni se enfermó en el puesto militar, ni creyó morir en el Paso del Ángel.
– Cuando uno se encuentra con alguien que ha vivido lo que usted ha vivido y que ha pasado por las pruebas que han hecho el que usted es ahora, el ser su testigo y compañero, es algo tanto o más importante que si esas cosas le hubieran sucedido a uno. Los días en el puesto militar, al lado de su hamaca, viendo cómo se le escapaba la vida, fueron una prueba más decisiva para mí que para usted.
– ¿Por eso dejó la cantimplora? -le pregunto un tanto brutalmente para tratar de concretarlo.