Con la luz de la tarde y hasta cuando tuve que encender la Coleman avancé en el libro de Raymond sobre el asesinato del Duque de Orléans. Habría mucho que decir sobre este asunto. No es la ocasión ni el ánimo se inclina a esta clase de especulaciones. De todos modos, es curioso anotar la falta de objetividad del informe que rinde el preboste de París a raíz de cometerse el crimen y la concomitante falta de malicia del autor que lo recoge y comenta. Los móviles de un crimen político son siempre de una complejidad tan grande y se mezclan en ellos motivos escondidos y enmascarados tan complejos, que no basta la relación minuciosa de los hechos ni la transcripción de lo que sobre el asunto opinaron las personas involucradas para sacar conclusiones que pretendan ser terminantes. El alma retorcida del Duque de Borgoña oculta abismos y laberintos harto más tortuosos que lo que el buen preboste alcanza a percibir y Raymond intenta dilucidar. Pero lo que más me llama la atención en este caso, así como en todos los que han costado la vida a hombres que ocupan un lugar excepcional en las crónicas, es la completa inutilidad del crimen, la notoria ausencia de consecuencias en el curso de ese magma informe y ciego que avanza sin propósito ni cauce determinados y que se llama la historia. Sólo la incurable vanidad de los hombres y el lugar que con tan descomunal narcisismo se arrogan en la indómita corriente que los arrastra, puede hacerlos pensar que un magnicidio haya logrado jamás cambiar un destino desde siempre trazado en el universo inmensurable. Pero creo que, a mi vez, he acabado saliéndome del auténtico alcance de la muerte del de Orléans. Basta conformarse con rastrear las razones de envidia y sórdido despecho que movieron al asesino. Por eso, tal vez, mientras más avanzo en la lectura del libro, menos me interesa el asunto y más lo asimilo al cotidiano espectáculo que ofrecen los hombres dondequiera que vayamos a buscarlos. En cualquiera de las miserables rancherías que hemos ido dejando atrás, conviven un Juan sin Miedo y un Luis de Orléans y a éste le espera otro oscuro rincón semejante al de la Rue Vieille-du -Temple, en donde tiene cita con la muerte. Hay una monotonía del crimen que no es aconsejable frecuentar ni en los libros ni en la vida. Ni siquiera en el mal consiguen los hombres sorprender o intrigar a sus semejantes. De allí la acción bienhechora de los bosques, del desierto o de las extensiones marinas. Ya lo sabía desde siempre. Nada nuevo. Cierro el libro, y un enjambre de luciérnagas danza a la altura del agua, acompaña por un rato nuestra embarcación y, por fin, se pierde a lo lejos entre los pantanos en donde la luna rebrilla a trechos antes de ocultarse entre las nubes. Un chubasco que se acerca, enviando como avanzada una brisa fresca, me lleva hacia el sueño mansamente.
Junio 2
Esta mañana nos encontramos con un planchón muy semejante al nuestro. Estaba varado en mitad de la corriente a causa de unos bancos de arena en donde se acumulaban troncos y ramas arrastradas por el río. Venía bajando y encalló en la noche. El práctico se había quedado dormido. Lo acompaña un mecánico que mira con resignación e indiferencia los esfuerzos de su compañero por desvarar el planchón con la ayuda de una pértiga. Mientras el Capitán intenta ayudarlos empujando con nuestra lancha un costado de la embarcación, yo converso con el mecánico que seguía mirando escéptico nuestros esfuerzos por desvararlos. Le pregunto por los aserraderos. Me informa que, en efecto, existen; que estamos a una semana de viaje si no tenemos problemas con los rápidos que hay más arriba. Se muestra intrigado por mi interés en esas instalaciones. Le digo que pienso comprar allí madera para venderla en los puertos del río grande. Me mira con una mezcla de extrañeza y fastidio. Empezaba a explicarme algo sobre los árboles cuando el ruido de nuestro motor, que aceleró en ese momento para liberar al fin el lanchón varado, me impidió entender lo que decía. A gritos le pedí que me volviera a explicar, pero alzó los hombros con indolencia y bajó a encender su motor mientras la corriente los empujaba rápidamente. Se perdieron a lo lejos en una curva del trayecto.
Seguimos nuestro camino. Intenté averiguar algo con el Capitán sobre lo que me había comenzado a decir el mecánico. "No haga caso -comentó-. Se habla mucha tontería sobre eso. Usted vaya, vea, y entérese por sí mismo. Yo sé poco del asunto. Los aserraderos están allí; los he visto varias veces y he traído a gente que trabajaba en ellos. Lo que sucede es que sólo hablan en su idioma y no me ha interesado averiguar qué es lo que se hace allá, ni cuál es el negocio. Son finlandeses, creo, pero si les habla en alemán algo entienden. Pero, le repito, no haga caso de rumores ni de chismes. La gente aquí es muy dada a inventar historias. De eso viven, de contarlas en las rancherías y en los puestos del ejército. Allí las adornan, las aumentan, las transforman, y con eso engañan el tedio. No se preocupe. Ya llegó hasta aquí. Verifique por su cuenta, y a ver qué pasa". Me he quedado pensando en lo que dice el Capitán y caigo en la cuenta de que he perdido casi por completo el interés en este asunto de la madera. Me daría igual que nos devolviésemos ahora mismo. No lo hago por pura inercia. Es como si en verdad se tratara sólo de hacer este viaje, recorrer estos parajes, compartir con quienes he conocido aquí la experiencia de la selva y regresar con una provisión de imágenes, voces, vidas, olores y delirios que irán a sumarse a las sombras que me acompañan, sin otro propósito que despejar la insípida madeja del tiempo.
Junio 4
La corriente del río comienza a cambiar bruscamente de aspecto. Se adivina un lecho abrupto y rocoso. Los bancos de arena han desaparecido. El caudal se estrecha y empiezan a surgir ligeras colinas, estribaciones que se levantan en la orilla, dejando al descubierto una tierra rojiza que semeja, en ciertos trechos, la sangre seca y, en otros, alcanza un rubor rosáceo. Los árboles dejan al descubierto sus raíces en los barrancos, como huesos recién pulidos, y en sus copas hay una floración en donde el lila claro y el naranja intenso se alternan con un ritmo que pudiera parecer intencional. El calor aumenta, pero ya no tiene esa humedad agobiante, esa densidad que nos despoja de toda voluntad de movimiento. Ahora nos envuelve un calor seco, ardiente, fijo en su intacta transmisión de la luz que cae sobre cada cosa dándole una presencia absoluta, inevitable. Todo calla y parece esperar una revelación arrasadora. El tableteo del motor es una mancha en la absorta quietud del paisaje. El Capitán se acerca para advertirme: "Dentro de poco entraremos en los rápidos. Los llaman el Paso del Ángel. No sé de dónde viene ese nombre. Tal vez se deba a esta calma que, al bajar el río, espera a los viajeros como un alivio y una certeza de que ha pasado el peligro. Al remontar la corriente crea, en cambio, un engaño que puede ser fatal para los novatos. Aquí siempre digo en voz alta la oración para los caminantes en peligro de muerte. La escribí yo mismo. Es ésta. Léala. Si no cree en ella, por lo menos le servirá para distraer el miedo". Me entrega una hoja protegida por un forro de plástico, escrita por ambos lados. Las manchas de grasa, de barro, de mugre acumulada por el tiempo y el roce de innumerables manos, apenas permite leer el texto escrito en una caligrafía femenina de rasgos altaneros, agudos y de una claridad desafiante. En espera de la llegada a los rápidos transcribo la oración del Capitán, que dice así:
"Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora,
hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos,
revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes
en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes
son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.
Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones:
mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras,
mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados,
mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes,
mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones,
mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia,
en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.
Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame
con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados.
Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno
para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale,
que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado,
que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te
debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén".
Mis dudas sobre la eficacia de tan bárbara letanía eran más que fundadas, pero no me atreví a transmitirlas al Capitán que me había entregado el texto con tan evidente unción y tanta seguridad en sus virtudes preventivas y protectoras. Fui hasta la proa en donde observaba los remolinos que empezaban a sacudir la embarcación y le entregué el papel que guardó en un bolsillo trasero de su pantalón en donde también conserva todos los instrumentos para la limpieza de su pipa.
Junio 7
Pasamos los rápidos sin mayor percance, pero fue una prueba en muchos aspectos reveladora de la imagen que hasta ayer tenía del peligro y de la presencia real de la muerte. Cuando digo real me refiero a que no se trata de ese fantasma que solemos invocar con la imaginación y darle cuerpo con elementos tomados del recuerdo de quienes hemos visto morir en las más variadas circunstancias. No. Se trata de percibir con la plenitud de nuestra conciencia y de nuestros sentidos, la proximidad inmediata e irrebatible del propio perecer, de la suspensión irrevocable de la existencia. Allí, al alcance de la mano, irrecusable. Buena prueba, larga lección. Tardía, como todas las lecciones que nos atañen directa y profundamente.