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Aquí me quedé, al cuidado de esta mina, y ya he perdido la cuenta de los años que llevo en este lugar. Deben ser muchos, porque el sendero que llevaba hasta los socavones y que corría a la orilla del río ha desaparecido ya entre rastrojos y matas de plátano. Varios árboles de guayaba crecen en medio de la senda y han producido ya muchas cosechas. Todo esto debieron olvidarlo sus dueños y explotadores y no es de extrañarse que así haya sido, porque nunca se encontró mineral alguno, por hondo que se cavara y por muchas ramificaciones que se hicieran desde los corredores principales. Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio; yo aquí me he quedado visitando la fresca oscuridad de estos laberintos por donde transita un aire a menudo tibio y húmedo que trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos, aleteos de oscuras mariposas o el chillido de algún pájaro extraviado en el fondo de los socavones.
Duermo en el llamado socavón del Alférez, que es el menos húmedo y da de lleno a un precipicio cortado a pico sobre las turbulentas aguas del río. En las noches de lluvia, el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso, picante, de vegetales lastimados y de animales que bajan destrozándose contra las piedras; un olor de sangre desvaída, como el que despiden ciertas mujeres trabajadas por el arduo clima de los trópicos; un olor de mundo que se deslíe precede a la ebriedad desordenada de las aguas que crecen con ira descomunal y arrasadora.
Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que he visto en mis largos días de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis años de errancia marinera y fluvial. Tal vez el ácido aliento de las galerías haya mudado o aguzado mis facultades para percibir la vida secreta, impalpable, pero riquísima, que habita estas cavidades de infortunio. Comencemos por la galería principal. Se penetra en ella por una avenida de cámbulos cuyas flores anaranjadas y pertinaces crean una alfombra que se extiende a veces hasta las profundidades del recinto. La luz va desapareciendo a medida que uno se interna, pero se demora con intensidad inexplicable en las flores que el aire ha barrido hasta muy adentro. Allí viví mucho tiempo, y sólo por razones que en seguida explicaré tuve que abandonar el sitio. Hacia el comienzo de las lluvias escuchaba voces, murmullos indescifrables como de mujeres rezando en un velorio, pero algunas risas y ciertos forcejeos, que nada tenían de fúnebres, me hicieron pensar más bien en un acto infame que se prolongaba sin término en la oquedad del recinto. Me propuse descifrar las voces y, de tanto escucharlas con atención febril, días y noches, logré, al fin, entender la palabra Viana. Por entonces, caí enfermo, al parecer de malaria, y permanecía tendido en el jergón que había improvisado como lecho. Deliraba durante largos períodos y, gracias a esa lúcida facultad que desarrolla la fiebre por debajo del desorden exterior de sus síntomas, logré entablar un diálogo con las hembras. Su actitud meliflua, su evidente falsía, me dejaban presa de un temor sordo y humillante. Una noche, no sé obedeciendo a qué impulsos secretos avivados por el delirio, me incorporé gritando en altas voces que reverberaron largo tiempo contra las paredes de la mina: "¡A callar, hijas de puta! ¡Yo fui amigo del Príncipe de Viana, respeten la más alta miseria, la corona de los insalvables!" Un silencio, cuya densidad se fue prolongando, acallados los ecos de mis gritos, me dejó a orillas de la fiebre. Esperé la noche entera, allí tendido y bañado en los sudores de la salud recuperada. El silencio permanecía presente ahogando hasta los más leves ruidos de las humildes criaturas en sus trabajos de hojas y salivas que tejen lo impalpable. Una claridad lechosa me anunció la llegada del día y salí como pude de aquella galería que nunca más volví a visitar.
Otro socavón es el que los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allí una oscuridad absoluta, debida a no sé qué artificio en el trazado de los ingenieros. Sólo merced al tacto conseguí familiarizarme con el lugar que estaba lleno de herramientas y cajones meticulosamente clavados. De ellos salía un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina hecha con las más secretas substancias destiladas de un metal improbable. Pero lo que me detuvo en esa galería durante días interminables, en los que estuve a punto de perder la razón, es algo que allí se levanta, al fondo mismo del socavón recostado en la pared en donde aquél termina. Algo que podría llamar una máquina si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna de las piezas de que parecía componerse. Partes metálicas de las más diversas formas y tamaños, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapelable, formaban la indecible estructura. Nunca pude hallar los límites, ni medir las proporciones de esta construcción desventurada, fija en la roca por todos sus costados y que levantaba su pulida y acerada urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representación absoluta de la nada. Cuando mis manos se cansaron, tras semanas y semanas de recorrer las complejas conexiones, los rígidos piñones, las heladas esferas, huí un día, despavorido al sorprenderme implorándole a la indefinible presencia que me develara su secreto, su razón última y cierta. Tampoco he vuelto a esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita en sueños la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorporado en el lecho, con el corazón desbocado y las manos temblorosas. Ningún terremoto, ningún derrumbe, por gigantesco que sea, podrá desaparecer esta ineluctable mecánica adscrita a lo eterno.
La tercera galería es la que ya mencioné al comienzo, la llamada socavón del Alférez. En ella vivo ahora. Hay una apacible penumbra que se extiende hasta lo más profundo del túnel y el chocar de las aguas del río, allá abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al ámbito una cierta alegría que rompe, así sea precariamente, el hastío interminable de mis funciones de velador de esta mina abandonada. Es cierto que, muy de vez en cuando, los buscadores de oro llegan hasta esta altura del río para lavar las arenas de la orilla en las bateas de madera. El humo acre de tabaco ordinario me anuncia el arribo de los gambusinos. Desciendo para verlos trabajar y cruzamos escasas palabras. Vienen de regiones distantes y apenas entiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este trabajo tan minucioso y de tan pobres resultados. También vienen, una vez al año, las mujeres de los sembradores de caña de la orilla opuesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras. Así me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido conmigo hasta la mina he tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anónimos en donde el placer ha estado menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engañar, así sea con ese fugaz contacto, la soledad que me desgasta.
Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río, hasta encontrar la carretera que lleva hacia los páramos, y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido.
Al llegar a la parte más alta de la cordillera, los camiones se detenían en un corralón destartalado que sirvió de oficina a los ingenieros cuando se construyó la carretera. Los conductores de los grandes camiones se detenían allí a tomar una taza de café o un trago de aguardiente para contrarrestar el frío del páramo. A menudo éste les engarrotaba las manos en el volante y rodaban a los abismos en cuyo fondo un río de aguas torrentosas barría, en un instante, los escombros del vehículo y los cadáveres de sus ocupantes. Corriente abajo, ya en las tierras de calor, aparecían los retorcidos vestigios del accidente. Las paredes del refugio eran de madera y, en el interior, se hallaban oscurecidas por el humo del fogón, en donde día y noche se calentaban el café y alguna precaria comida para quienes llegaban con hambre, que no eran frecuentes, porque la altura del lugar solía producir una náusea que alejaba la idea misma de comer cosa alguna. En los muros habían clavado vistosas láminas metálicas con propaganda de cervezas o analgésicos, con provocativas mujeres en traje de baño que brindaban la frescura de su cuerpo en medio de un paisaje de playas azules y palmeras, ajeno por completo al páramo helado y ceñudo.
La niebla cruzaba la carretera, humedecía el asfalto que brillaba como un metal imprevisto, e iba a perderse entre los grandes árboles de tronco liso y gris, de ramas vigorosas y escaso follaje, invadido por una lama, también gris, en donde surgían flores de color intenso y de cuyos gruesos pétalos manaba una miel lenta y transparente.
Una tabla de madera, sobre la entrada, tenía el nombre del lugar en letras rojas, ya desteñidas: La Nieve del Almirante. Al tendero se le conocía como el Gaviero y se ignoraban por completo su origen y su pasado. La barba hirsuta y entrecana le cubría buena parte del rostro. Caminaba apoyado en una muleta improvisada con tallos de recio bambú. En la pierna derecha le supuraba continuamente una llaga fétida e irisada, de la que nunca hacía caso. Iba y venía atendiendo a los clientes, al ritmo regular y recio de la muleta que golpeaba en los tablones del piso con un sordo retumbar que se perdía en la desolación de las parameras. Era de pocas palabras, el hombre. Sonreía a menudo, pero no a causa de lo que oyera a su alrededor, sino para sí mismo y más bien a destiempo con los comentarios de los viajeros. Una mujer le ayudaba en sus tareas. Tenía un aire salvaje, concentrado y ausente. Por entre las cobijas y ponchos que la protegían del frío, se adivinaba un cuerpo aún recio y nada ajeno al ejercicio del placer. Un placer cargado de esencias, aromas y remembranzas de las tierras en donde los grandes ríos descienden hacia el mar bajo un dombo vegetal, inmóvil en el calor de las tierras bajas. Cantaba, a veces, la hembra; cantaba con una voz delgada como el perezoso llamado de las aves en las ardientes extensiones de la llanura. El Gaviero se quedaba mirándola mientras duraba el murmullo agudo, sinuoso y animal. Cuando los conductores volvían a su camión e iniciaban el descenso de la cordillera, les acompañaba ese canto nutrido de vacía distancia, de fatal desamparo, que los dejaba a la vera de una nostalgia inapelable.