– Sí, por eso y por lo que eso me hizo reflexionar. Es como si hubiera descubierto, de repente, que estaba jugando el juego que no me tocaba. Es muy malo cuando se vive parte de la vida haciendo el papel que no era para uno, y peor aún es descubrirlo cuando ya no se tienen las fuerzas para remediar el pasado ni rescatar lo perdido. ¿Me entiende?
– Sí, creo que le entiendo. A mí me ha sucedido muchas veces, pero por poco tiempo, y he logrado recobrarme y caer de pie -intento, simultáneamente, desviarlo del camino que toma nuestra charla y darle a entender que he recibido el mensaje.
– Usted es inmortal, Gaviero. No importa que un día se muera como todos. Eso no cambia nada. Usted es inmortal mientras está viviendo. Yo creo que he muerto hace tiempo. Mi vida está hecha como si hubieran cosido caprichosamente los retazos que quedan después de cortar un traje. Cuando me di cuenta de eso dejé el aguardiente. Es imposible engañarse más tiempo. Al verlo resucitar en el salón de la escuela y vencer la plaga, vi muy claro en mí. Vi en dónde había estado mi error y cuándo había comenzado.
– ¿Al dejar Hamburgo, tal vez? -le pregunto tanteando el terreno.
– Es igual. ¿Sabe? Es igual. Pudo ser también al huir con la china. Al abandonar las Antillas. No sé. Tampoco importa mucho. Es igual -se nota en su voz un desasosiego, una irritación dirigida más hacia él que hacia mí. Es como si, cuando comenzó la charla, no hubiera esperado ir tan lejos.
– Sí -agrego-, tiene usted razón. Es igual. Cuando se llega a esas conclusiones, el principio no importa ni aclara mayor cosa.
Un largo silencio me hizo pensar que había vuelto a dormirse. Tornó a sobresaltarme:
– ¿Sabe quién conoce de esto tanto como nosotros? -me pregunta en tono que hubiera podido ser jocoso.
– No. ¿Quién?
– El Mayor, hombre, el Mayor. Por eso volvió al puesto. Nunca lo había visto tan intrigado por un enfermo como se mostró con usted. Y mire que es mucho el soldado que ha visto agonizar. No es hombre que se conmueva así no más. Ya lo vio. No tengo que contárselo. Pues sepa que estuvo conmigo a su lado, muchas horas, vigilando sus delirios y siguiendo la lucha que libraba en esa hamaca, como una fiera recién capturada.
– Sí, algo sospeché de eso por la forma como me trató cuando me despedí de él y por las cosas que me dijo. No entendía por qué me salvé, y eso le intrigaba.
– Se equivoca. Entendió tan bien como yo. Supo descubrir en usted esa calidad de inmortal, y eso lo desconcertó tanto que cambió por completo su carácter. Fue la primera vez que le descubrí una grieta. Yo creí que era invulnerable.
– Me gustaría volverlo a ver -comenté pensando en voz alta.
– Lo volverá a ver. No se preocupe. También él quedó intrigado. Cuando se vean, usted se acordará de esto que le he dicho -hablaba ahora en tono sordo, aterciopelado, distante.
Entendí que había terminado nuestra charla. Permanecí mucho tiempo despierto, dándole vueltas al subterráneo sentido que fluía de las palabras del Capitán, que me iban calando muy hondo, trabajando zonas olvidadas de mi conciencia y sembrando señales de alarma por todas partes. Era como si alguien me estuviera poniendo ventosas en el alma.
Junio 12
La cordillera se alza en el horizonte, frente a nosotros, con una precisión abrumadora. Caigo en la cuenta de que había olvidado lo que se sentía frente a ella, lo que ella representa para mí como ámbito protector, como fuente inagotable de pruebas tonificantes, de retos que aguzan los sentidos y vigorizan mi necesidad de provocar el azar, en el intento de establecer sus límites. Ante el espectáculo de esa cadena de montañas opacadas por el tono azulino del aire, siento subir del fondo de mí mismo una muda confesión que me llena de gozo y que sólo yo sé hasta dónde explica y da sentido a cada hora de mi vida: "Soy de allí. Cuando salgo de allí, empiezo a morir". Tal vez a eso se refiera el Capitán cuando habla de mi inmortalidad. Sí, eso es, ahora lo comprendo plenamente. Flor Estévez y su indomable melena retinta, sus palabras brutales y bienhechoras, su cuerpo en desorden y sus canciones para arrullar rufianes y criaturas cuya desvalida inocencia sólo ella comprende con ese saber de mujer estéril que sacude a la vida por los hombros hasta que la obliga a rendir lo que le pide.
La cordillera. Todo lo que ha tenido que suceder hasta llegar a esta experiencia de la selva, para que ahora, con las señales aún frescas en mi cuerpo de las pruebas a que me ha sometido el paso por su blando infierno en descomposición, descubra que mi verdadera morada está allá, arriba, entre los hondos barrancos donde se mecen los helechos gigantes, en los abandonados socavones de las minas, en la húmeda floresta de los cafetales vestidos con la nieve atónita de sus flores o con la roja fiesta de sus frutos; en las matas de plátano, en su tronco de una indecible suavidad y en sus reverentes hojas de un verde tierno, acogedor y terso; en sus ríos que bajan golpeando contra las grandes piedras que el sol calienta para delicia de los reptiles que hacen en ellas sus ejercicios eróticos y sus calladas asambleas, en las vertiginosas bandadas de pericos que cruzan el aire con una algarabía de ejército que parte a poblar las altas copas de los cámbulos. De allá soy, y ahora lo sé con la plenitud de quien, al fin, encuentra el sitio de sus asuntos en la tierra. De allá partiré de nuevo, no sé cuántas veces, pero no será para tornar a los parajes de donde ahora vengo. Y cuando esté lejos de la cordillera, me dolerá su ausencia con un dolor nuevo hecho de la ansiedad febril de regresar a ella y perderme en sus caminos que huelen a monte, a pasto yaraguá, a tierra recién llovida y a trapiche en plena molienda.
Ha llegado la noche y me tiendo en la hamaca. Como una promesa y una confirmación viene la brisa fresca que arrastra a trechos un aroma de frutas cuya existencia se había borrado de la memoria. Entro en el sueño como si fuera a vivir una vez más mi juventud, ahora por el breve plazo de una noche, pero habiéndola rescatado intacta, sin que hayan prevalecido contra ella mi propia torpeza ni mis tratos con la nada.
Junio 13
Hoy terminé el libro sobre el homicidio de Luis de Orléans ordenado por Juan sin Miedo Duque de Borgoña. Guardo el libro entre mis escasas pertenencias, porque habré de volver sobre algunos detalles del asunto. Hubo, es evidente, una larga provocación de parte de la víctima, secundada por Isabeau de Baviera, su cuñada y, de seguro, su amante. El pudor del preboste de París y los remilgos del autor no permiten dilucidar este asunto que me parece de una importancia capital. La lucha entre Armagnacs y Borgoñones podría estudiarse desde ángulos harto sorprendentes, sobre todo en su origen y en los móviles verdaderos que la originaron. Pero esto es asunto para rastrear en otra oportunidad. Deben existir en los archivos de Amberes y de Lieja documentos reveladores que algún día habré de hojear. Me propongo hacerlo si todavía puedo prestar algún servicio a mi querido Abdul Bashur y a sus socios. Abdul, qué personaje. Conviven en él el amigo caluroso e incondicional, dispuesto a perderlo todo por sacarnos de un aprieto y el negociante de astucia implacable, empeñado en venganzas laberínticas a las que puede dedicar lo mejor de su tiempo y de su fortuna. Lo conocí en un café de Port Said. Estaba en una mesa vecina, tratando de vender una colección de ópalos a un judío de Tetuán que, o no entendía la jerigonza que le hablaba Abdul, o no quería entenderla para que éste agotara sus argumentos y adquirir la mercancía por un precio menor. Abdul volvió a mirarme y, con esa intuición del levantino para saber en qué idioma puede hablar con un desconocido, me pidió en flamenco que le ayudara en el negocio y me ofreció una participación interesante. Pasé a su mesa y me entendí en español con el israelita. Abdul me daba los argumentos en flamenco y yo los desplegaba en castellano. Se cerró el trato tal como Abdul quería. Allí nos quedamos, mientras el judío se alejaba manoseando sus piedras y musitando oblicuas maldiciones contra toda la estirpe de mis antepasados. Abdul y yo nos hicimos muy pronto buenos amigos. Me contó que tenía con sus primos un negocio de astilleros, pero que pasaban por una mala racha. Estaba reuniendo dinero para volver a Amberes y restablecer en mejor forma la sociedad. Anduvimos dando tumbos por varios lugares del Mediterráneo, hasta cuando, en Marsella, conseguimos colocar un cargamento en extremo comprometedor con el que nadie quería arriesgarse. La ganancia lograda en esta operación le permitió a Abdul rehacer su compañía y a mí sepultar la parte que me correspondió en la descabellada operación de las minas del Cocora, en donde lo perdí todo y casi dejo la vida. En otra oportunidad relaté algo de esto.
Abdul Bashur me escribió más tarde ofreciéndome el negocio del carguero con bandera tunecina y resolví mejor probar fortuna en este asunto de los aserraderos que, por lo que me entero, promete bien poco o tal vez nada. Ahora que regresan a mi mente todos estos episodios y proyectos del pasado, siento que me invade un cansancio indecible, un torpor y una abulia como si hubieran transcurrido diez años de mi vida en estos parajes de condenación y ruina.
Junio 16
Antier en la madrugada me despertó una sombra que ocultaba el primer rayo de sol que suele darme en los ojos y al que ya estoy acostumbrado porque me obliga a dar vuelta en la hamaca sin despertar del todo y seguir durmiendo una hora más ese sueño, particularmente reparador, que repone el sobresaltado dormir de la noche. Algo que colgaba en los barrotes del toldo me estaba tapando la luz. Desperté de golpe: el cuerpo del Capitán se balanceaba suavemente, colgado del soporte horizontal. Pendía de espaldas, con la cabeza recostada en el grueso cable que usó para ahorcarse. Llamé a Miguel el mecánico, quien vino en seguida y me ayudó a descolgar el cuerpo. El rostro amoratado tenía una expresión desorbitada y grotesca que lo hacía irreconocible. Sólo entonces me di cuenta que uno de los rasgos constantes del difunto, así estuviera en la peor ebriedad, era una cierta ordenada dignidad de sus facciones que hacía pensar en algún actor dedicado antaño a grandes papeles trágicos del teatro griego o isabelino. Buscamos en sus ropas por si había dejado alguna nota y no encontramos nada. El semblante del mecánico estaba ahora más cerrado e inexpresivo que nunca. El práctico se acercó a observarnos y movía la cabeza con esa resignada comprensión propia de los ancianos. Detuvimos el lanchón en una orilla donde hallamos el terreno adecuado para sepultar el cuerpo. Lo envolvimos en la hamaca que solía usar con más frecuencia. Cavamos la tierra que tenía una consistencia arcillosa y un color rojizo que se iba haciendo más intenso a medida que la fosa se hacía más honda. Esta tarea nos tomó varias horas. Terminamos bañados en sudor y con los miembros doloridos. Descendimos el cuerpo y volvimos la tierra a su lugar. El práctico, entretanto, había fabricado una cruz con dos ramas de guayacán que fue a cortar tan pronto tocamos tierra y que labró con cariñosa paciencia mientras nosotros trabajábamos con las palas. Con su navaja había grabado en el palo transversal, en letras de un esmerado diseño, sólo esto: "El Kapi". Permanecimos un rato en silencio alrededor de la tumba. Pensé en decir algo, pero me di cuenta que rompería el recogimiento en que estábamos. Cada uno evocaba a su manera y con su particular dotación de recuerdos al compañero que por fin halló reposo después de haber vivido, como él mismo me dijo tantas veces, la vida que no le correspondía. Mientras nos dirigíamos al lanchón para seguir el viaje, supe que dejaba allí a un amigo ejemplar en su solidaria discreción y en su cariño firme y sin aristas.