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– Al fracasar mi proyecto de anexarnos estas tierras, renuncié; no me quedaba otro camino. Pero, don Herbert, a qué recordar cosas que ya no son ni recuerdos.

– ¡Modestia a base de olvido, no! ¿Cómo vamos a callar que de tierras selváticas, al poner usted la planta en la costa atlántica, surgen emporios, verdaderos emporios?

Por los ojos del viejo Maker, el humo de su cigarrillo se trenzaba como una vena aérea sobre su frente; cruzó desleída por el tiempo la figura implume del manco Jinger Kind -apenas un muñeco- y sonrió medio despegando los labios carnosos, sonrisa apenas perceptible, al recordar aquella discusión que paró en el más gracioso juego de palabras, averiguando qué eran, «Emporialistas» o «Imperialistas».

– ¿Cómo quiere usted que olvidemos, Maker Thompson, su energía y decisión en su lucha contra el nativo, la peor plaga de estas tierras? Trataba de competir con nosotros en los embarques de frutas. Sólo usted pudo domarlos, imponer el uso del inglés, hacer obligatorio el dólar con exclusión de su moneda y que cayera en desuso la bandera nacional.

Don Herbert Krifl sacó el pañuelo para sonarse -fino de Italia-, lo hizo un burujo para abarcar la narizota colgante, sonóse con fuerza -más de una de las semillas que masticaba salió expelida- y siguió hablando.

– ¿Cómo olvidar una política financiera tan atrayente, en que su audacia no conoce límites? Todo el mundo recuerda. Tan atrayente. Le entregan los ferrocarriles del país sin desembolsar un solo céntimo, con lo cual el transporte rápido y barato de nuestra riqueza bananera de las plantaciones al puerto de embarque, por noventa y nueve años, y como si eso fuera poco, la entrega de los ferrocarriles se nos hace con la cláusula, ¡única en el mundo!, en que se estipula que usado por nosotros por noventa y nueve años, al devolvérselos al gobierno, éste los comprará al costo… al costo de qué si a nosotros no nos costaron nada, ni las gracias, porque no se las hemos dado, no se las daremos, por no ser caso de agradecer, ya que al final vamos a tenerles que vender lo que ellos nos regalaron… Parece cuento…

Don Herbert Krill entre discursear y mover las quijadas masca y masca, y envolver y desenvolver la leopoldina de oro macizo alrededor del índice, no advertía la contrariedad, el malhumor, el disgusto con que Maker Thompson le escuchaba.

Y si lo notaba no hacía caso, dispuesto al puntapié antes que dejar de mover la lengua escarbando en la memoria de su amigo a fin de poder leerle en los ojos, en el gesto, en el aliento, en el desasosiego, lo que le indujo a renunciar ha tantos años a la Presidencia de la Com pañía, cuando él era un simple empleado de una oficina de diamanteros, de Borneo. «¡Banana's King!» «¡Green Pope!»… «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!»…

¿Preguntón por sin oficio?… ¿Chismoso por naturaleza?… ¿Necio por viejo?…

No, calculador en frío. Contar en mano con un valor cotizable tan fluido como tener agarrado a Geo Maker Thompson. En la bolsa en que suben y bajan las acciones del crimen -las mejores acciones son las de la guerra, el crimen más horrendo, y los suicidas caen como simples monedas desvalorizadas, tal el caso del telegrafista últimamente-, este abuelo amoroso con su nieto debe tener las suyas y las ajenas, y tras eso andaba don Herbert Krill, cuyo apellido, ya lo decía, corresponde a los pequeños peces de que se alimentan las ballenas azules.

Pero no, no podía ser un simple crimen… Pirata y plantador de bananos, uno más uno menos… Algo misterioso, más hondo, que el viejo preguntón husmeaba -mastica y mastica sus semillas, gira y gira la cadena, golpeando en todas las cuerdas con su lengua de martillito de piano-, influyó en su decisión de retirarse a la vida privada, de venirse a vivir con el nieto a la apacible casona en que todo parecía dormido.

– ¡Ya sacamos nuestra tarea de bestias al vivir…, no la recordemos! -gritó Geo Maker; el viejo lo exasperaba y añadió-: No me acuerdo de nada ni me gusta recordar. No existe un colador que separe en el recuerdo el oro de la ganga, la gloría de la bajeza, lo grande de lo mísero, y sobre todo, no me gusta verme acorralado recordando lo que no pude evitar.

Krill, alimento de ballena azul, masticó rápido, rápido, sin tragar saliva, saltando su quijada bajo la quietud de sus pupilas heladas como el alcanfor.

– ¿Qué fue lo que no pudo evitar? -inquirió deteniendo un momentito la mandíbula rumiante, para no dar importancia a su pregunta.

– Hay tantas cosas que uno no puede evitar… -desmadejó la frase el viejo Maker y quedóse pensando que si hay muchas, las que más duelen, las que duelen toda la vida y quién sabe si toda la muerte, son aquellas en que el destino burla a los mortales, cuando son todopoderosos, como fue él en aquellos días en que entraba sonando los pasos en las oficinas de la Compañía, en Chicago, y de donde salió quedamente a perderse en las calles de su ciudad natal, después de renunciar a todo.

Ambuló días y noches con las manos en los bolsillos, más bien con los bolsillos del pantalón llenos de sus manos inútiles, inservibles, al menos para desnudar todo lo que la fatalidad había atado ciegamente. Le creció la barba, se le acabaron las cigarrillos, gastó los zapatos. Ni hambre ni sueño. Ni sueño ni sed. Basuras, rostros, calles sórdidas. Andar y andar. Richard Wotton… La «Vuelta del Mico»… El crimen perfecto, le correspondía una estatua en Chicago por haber logrado realizar el crimen perfecto, y como el pirata Francés Drake, a quien quiso emular, tenía una estatua en Inglaterra… Pero hasta su orgullo de haber podido llegar al crimen perfecto se desmoronaba ante el hecho de que el destino, con una carcajada que más era mordida, le hubiera cambiado al sujeto, poniendo a Charles Peifer en lugar de Richard Wotton… Para enloquecer a un hombre, pero no era todo… La carcajada seguía… El hombre que no mató se transforma en el padre del fruto que su hija lleva en las entrañas… Mueve las manos como cangrejos presos en sus bolsillos, marchando a grandes zancadas entre hacinamientos de basuras y casas derruidas, no sin regar con una risa que más es saliva su belfo caído por el peso del cigarrillo apagado, húmedo, colgante… Ser todopoderoso, poseer montañas de dólares, oír el eco del «¡Banana's King!»… «¡Green Pope!» resonando en las calles con su triunfo y no poder acercarse a la puerta del cementerio y pedir a la muerte que le devolviera a Charles Peifer, pagándole la suma que quisiera. Me lo devuelve vivo y le doy tanto y si no acepta dinero, la imbécil esa puede ser medio difícil, ofrecerle un trueque de cuerpo por cuerpo comprometiéndose a traerle el cadáver de Richard Wotton, en un gran entierro…

Como una caja de música que toca la misma melodía cada vez que se le da cuerda, recordaba su vagar sin rumbo por las calles de Chicago. ¿Quién, quién le había burlado?… Richard Wotton, no. Disfrazado de arqueólogo de mentirijillas, bajo el nombre de Ray Salcedo, ni siquiera supo lo de la «Vuelta del Mico», accidente del que Peifer salió con el cráneo fracturado, y si lo supo no le dio importancia, ocupado como andaba en preparar lo suyo: el informe que echó por tierra sus planes anexionistas. Y luego, esa especie de acertijo, en que su hija aparece embarazada.

Esto ocurre una sola vez. Nadie le detuvo. Había vuelto al asfalto, arrastrando los pies, envejecido de cansancio, minúsculo, arácnido. entre los rascacielos, entre las ruedas de los vehículos y las olas del Gran Lago, que de la orilla regresaban atemorizadas por el fragor de la urbe gigantesca.

Violentamente salió de lo profundo de su recuerdo. Tantas calles había dejado atrás y tantas más le faltaban que titubeaba entre seguir y detenerse, como un perro perdido. Hierro, carbón, cereales, pieles, carnes, y él con su barba de niebla.

Ocurre una sola vez que uno se pierde y no se encuentra más.

Salió de su recuerdo; tras doblar el cabo de un suspiro y preguntó a don Herbert:

– ¿Qué masca, míster Krill?

– Pedacitos de pistacho… Se me hace tarde… Tengo una cita en el «club»… Habrá visto usted que para no ser menos que la «Frutamiel» mantenemos la campaña en favor de la guerra en los diarios… -se marchaba masticando y hablando-…El mundo no tiene arreglo, mi buen amigo, pagamos a los periódicos anuncios de arados, máquinas de coser, bombas hidráulicas, biberones y muñecas, y con esos anuncios de elementos que sirven o alegran la vida, porque también anunciamos pianos, bandoneones, guitarras, cubrimos el costo de las pulgadas que ocupa nuestra propaganda en favor de la guerra, en forma de noticias, comentarios, caricaturas…

Al salir, casi en la puerta, volvió por el jardín patinando sobre sus numerosos callos, encontróse con Boby y Pío Adelaido que le saludaron al pasar.

– A éste le llama papá «el judío errante»… -dijo Boby al oído de su amigo, y ya entrando en casa-: Es una lástima que no puedas venir con nosotros hoy a la tarde al Cerro. Vamos a jugar una guerra padre, de muchos contra muchos; toda la plebe se va a dividir en dos partidos, para echar piedra… A mí las que me gustan son esas lajitas chatas, redonditas, de este tamaño -e hizo un círculo de argolla abierto con su pulgar e índice-; agarran una fuerza que para qué te digo y zúmmm…, zúmmm…, hacen al salir de la mano, y una puntería si se les echa saliva.

El paseo fue ir al trote por todos lados. Boby quería presentarle a sus amigos. «Son mis amigos», le repetía a cada paso. Y eso era muy importante, que fueran sus amigos. Y como eran sus amigos, iban a ser amigos de Pío Adelaido, para que éste les contara cómo era allá en la costa. Le harían muchas preguntas y tendría que contestarles, inventar, si no sabía, pero no quedarse callado. «El que calla es muerto, viejo; en nuestras leyes así es, es la ley de la pandilla; el que no tiene cabeza para inventar si no sabe, es anestesiado de un izquierdazo, y al caer se le deja por cadáver. Por eso, cuando te pregunten, por ejemplo, si en la costa hay culebras, vos contales que hay por montones y si te preguntan de qué tamaño, cuidado te vas a quedar corto, porque si no tienen por lo menos veinte metros, van a creer que son lombrices…»

Pero no lograron ver a los amigos. Andaban en sus escuelas y colegios. Apenas el Chelón Mancilla estaba en la puerta de su casa. Había tomado purgante y no tenía ganas de hablar. A la tarde sería distinto y ya estaban citados para «jugar guerra», en el Cerrito. Boby, según le explicó, no estaba en ningún colegio, porque se lo iban a llevar a los United States. Quería ser aviador. Aviador civil.

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