Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Jinger Kind siguió con la vista la espalda del comandante -casi no tenía cuello, la espalda y la cabeza juntas- y Maker Thompson el andar mecido del cuerpo de Mayarí.

«Por mí puede empezar ya el trueque», iba a decir Maker Thompson, «siempre que me toque Mayarí». Pero cambió de pensamiento y exclamó:

– Después de todo, ha jugado usted muy bien, señor Kind… -detrás de su voz había una risa que no salía más allá de su gesto.

Y mientras les servían el café, al sentarse a la mesa nuevamente, Kind se le acercó:

– A que jamás había visto a un gato manco jugar con un ratón uniformado…

– Jugar hasta donde el gato manco no cree también en el progreso…

– No voy a negar que creo en el progreso. ¿Fuma usted?

– Prefiero uno de los míos, gracias.

– Creo que estos países pueden llegar a ser verdaderos emporios. El emporio del banano… No el «imperio», como quieren algunos.

La amplísima frente del joven gigante se iluminó con las centellas que fulgían en sus ojos castaños al coronar de risa lo que decía:

– ¡Emporialistas en lugar de imperialistas!

– Las dos cosas. Emporialistas con los que nos secunden en nuestro papel de civilizadores, y con los que no muerdan el anzuelo dorado, sencillamente imperialistas.

– De regreso a la teoría de la fuerza, señor Kind.

– Falta el «altruismo agresivo».

– Con lealtad debo decirle que aprendí muchas cosas al oírle hablar del emporio, muchas cosas…

– Sin burlas, ¿eh?

– Entrevi una posible táctica a seguir. A los dirigentes -por malo que sea un hombre siempre aspira a lo mejor para su país- hay que hacerles creer que los contratos que suscriban con nosotros traerán como consecuencia un inmediato cambio en favor de las condiciones de vida de estos pueblos… El emporio…

– ¡Es que lo traerán, Maker Thompson, lo traerán!

– Eso es lo que no creo y donde usted se engaña, señor Kind, no sé si a sabiendas. ¿Cree usted que nosotros nos proponemos el mejoramiento de estos pobres diablos? ¿Se le ha pasado por la cabeza siquiera que vamos a tender ferrocarriles para que ellos viajen y transporten sus porquerías? ¿Muelles para que ellos embarquen sus productos? ¿Vapores para llevar a los mercados artículos que nos hagan competencia? ¿Cree usted que vamos a sanear estas zonas para que no se mueran? ¡Que se mueran! Lo más que podemos hacer es curarlos para que no se mueran pronto y trabajen para nosotros.

– Lo que no entiendo es por qué no se pueden dar en el mismo árbol la riqueza para nosotros y el bienestar para ellos.

– Porque en Chicago se piensa simple y llanamente en la extracción de la riqueza y nada más, haciéndoles ver desde luego que ferrocarriles, muelles, instalaciones agrícolas, hospitales, comisariatos, altos jornales se destinan a que algún día ellos lleguen a ser como nosotros. Eso no sucederá nunca, pero habrá que hacerlo creer a los dirigentes que no caigan en la tentación del poder o del dinero. Reelecciones para los presidentes, cheques para los diputados, y para los patriotas, el humito del progreso, divinidad que en lugar de manos tiene yunques, en lugar de ojos faros gigantescos, en lugar de pelo humo de chimeneas, y músculos de acero, y nervios eléctricos, y barcos que circulan por los mares como glóbulos por la sangre…

– Sí, el progreso -dijo Kind-: el progreso, como elixir para adormecer la sensibilidad patriótica de los idealistas, de los soñadores…

– Y aun para los que siendo prácticos quieran encubrir su complicidad con nuestros planes llamando progreso a lo que ellos saben que si existe no es para pueblos inferiores, pueblos a los que sólo corresponde el papel de trabajar para nosotros. Y venga esa mano, señor Kind, ya entendí muchas cosas.

– No, ésta no… -excusó Kind su mano de caucho.

– ¡Esta, ésta, la postiza, la mano del progreso falso, del progreso que les vamos a dar a ellos, porque la verdadera mano derecha la guardaremos para la llave de la caja y el gatillo de la pistola!

Todo el cuerpo de Kind, en el momento en que aquél le apretaba la mano de caucho, se le quedó como paralizado, y Maker Thompson tuvo la idea de que si le daba un puntapié y lo echaba al mar, la supresión del soñador apenas sería el naufragio de un muñeco.

II

Por ese lado de la bahía quedaban los islotes. Un viento color de fuego soplaba de la tierra candente al horizonte en ascuas de la tarde. Mayarí tomó la delantera al solo salir de la playa, en la angosta garganta de arena, riendo, risa de sus dientes y risa de su pelo en negra carcajada por el viento, para dejar sin respuesta a Geo Maker Thompson que la seguía si quejoso por su poca seriedad, no menos ardiente en la porfía de pedirle que cumpliera la promesa de contestarle ese día en el islote por donde ella, después de trepar a los peñascales, saltaba a lo largo de las piedras sumergidas en que nace y muere, muere y nace la babeante soledad de la marea.

El no parar del viento, del soplar del viento, del soplar y soplar del viento, embriagaba a la pareja que había perdido el habla y seguía adelante por donde el islote ya no era islote, sino adivinado espinazo de lagarto petrificado, un pie tras otro pie, Mayarí con los brazos abiertos en cruz para guardar el equilibrio, mínima garza morena con las alas extendidas, y él con mudez de hipnotizado, gigante tímido al penetrar en el mundo desconocido de un espejo que formaba en el aire el reflejo del agua. Peces tontos y bocudos, aletas y burbujas, otros ojizarcos y llagados de rubíes entre sesgadas lluvias de pececillos negros, se materializaban en la coagulada y cristalina profundidad del mar quieto como la atmósfera en que de ellos dos sólo quedaba la imagen, habían perdido el cuerpo, ella adelante en su encontrar y no encontrar las piedras bajo los pies desnudos y él a la zaga sin poder darle alcance, encendido su cabello de pirata.

Geo Maker Thompson hendía el misterio de esas soledades indivisibles, infinitas, con su pecho de hércules blanco, la camisa abierta, en los brazos recogida hasta los codos. ¿Adonde iba? ¿A quién buscaba? ¿Qué lo llevaba? Una profunda respiración de animal triste le anunciaba que todo lo que él había hecho antes con todas las mujeres que fueron suyas nada tenía que ver con aquel amor imposible. No se explicaba, no se explicaba por qué le parecía imposible alcanzar aquella criatura en su vertiginosa fuga de estrella que se suelta del cielo y desaparece. Materialmente era fácil atraparla, pero una vez que la atrapara, una vez que la apresara en sus brazos, seguiría ella, ella sola, elástica y silente como ahora iba.

De pronto, donde del islote ya sólo quedaban islillas de piedras bajo el pelaje flotante de las algas, la imagen de Mayarí se detuvo y volvióse para mirarlo, como si le hiciera falta antes de dar un paso más, contestarle que «Sí» con la mirada, si la acompañaba un paso más hacia donde sólo el amor acude y de donde sólo el amor vuelve.

La alcanzó. Pero fue como no alcanzarla, porque apenas estuvo junto a ella, la imagen fugitiva de Mayarí siguió adelante balanceando su cuerpo codiciable.

¡Mayarí!…

Pensó llamarla, pero luego se dijo:

– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame. No la llamo. La sigo. Esta punta de tierra se va a cortar y caerá al agua, sin que yo la llame, sin que yo me dé por vencido. Tiempo habrá para nadar y rescatarla.

Acortó el paso para ver si ella dejaba de avanzar. Pero fue en vano. Iba con el agua a las rodillas y seguía, seguía, seguía terrible, voluntariosa, en toda la plenitud de su belleza de madera naranja, la turbulenta noche de su pelo y sus ojos de pupilas negras como brasas apagadas con llanto.

– No la llamo. La sigo. Lo que quiere es que la llame, que me dé por vencido.

La imagen empezó a hacerse borrosa. Lo que emergía de Mayarí de la superficie del agua, su torso de sirena, empezaba a ser confuso. El oscurecer distante se acercaba desenvolviendo sus alfombras en oleajes sombríos. Del mar viene la noche que exige al viento que la levante para caer en chubascos blancos.

Un grito de hombre de mar que rompe la mudez del ámbito, de filibustero rubio que chapotea por atrapar un tesoro que va a caer al fondo del mar, rompió su garganta, un grito gutural, estremecido y anhelante, ya no la veía, estaba perdido, por buen nadador que fuera dónde encontrarla. El viento arreciaba, el soplar del viento, el soplar y soplar del viento. Una máscara salobre frente al infinito con la voz mínima que quién oía. Nadie.

– ¡Mayarííííí…! ¡Mayarííííí!…

Ni un segundo había pasado, pero para él fue una eternidad. Volvió a gritar:

– ¡ Mayaríííííí…! ¡ Mayaríííííí!…

Estaba entre sus brazos y no lo creía. La tenía entre sus brazos y no lo creía. La apretaba entre sus brazos y no lo creía.

– ¡Mayarí!… ¡Mayarí!… -la palpó, palpó lo que era el bulto de una imagen que se fue de su lado, que se fugó de su vecindad amante. Tenía el bulto, pero no la imagen.

El vasto anfiteatro con miles de astros encendidos, la, desolación del viento fuera de la bahía. Ella le acercó la nariz a la cara. El la besó. El traje mojado sobre la carne palpitante y el temor, el temor ilímite de estar juntos, cada vez más juntos.

– ¡Mi pirata adorado!

– ¡Mayarí!

– ¡Geo!

– Hay que volver…

– Volvamos pronto…

Y los dos presentían que volver no era sólo regresar por el afilado lomo del islote que la marea empezaba a cubrir con su melena leonada, lechosa, sino arrancarse de un espejo de sueño en que el amor hace transparente la muerte y se ve del otro lado de la vida la posibilidad de seguir viviendo de ese amor y de ese sueño.

Estaban vivos. ¡Qué maravilloso es estar vivo! Haber llegado a un paso de la muerte y estar vivos. Qué más podían pedir. Una plena sensación de grandeza nacida de ellos y ya en peligro mayor por las olas que los expulsaban, con todos los sonidos de la cólera divina, espadas gigantescas de los ciegos ángeles del mar, de lo que fue un paraíso, fragmento del edén en un espejo…

El último paso en el islote y el primero en la playa y un sollozo de mujer, un sollozo de prisionera atada. El llanto le goteaba las pestañas.

– Geo…

– Mayarí…

Sus pobres nombres.

– El mejor paseo -murmuró, mientras Geo la abrazaba - es aquel del que se puede no regresar… Si no me llamas hubiera seguido hasta desaparecer…

– Hablas como si hablaras dormida…

– ¿Y para qué despertar?

– No me parece cuerda una persona que está siempre soñando…

4
{"b":"87794","o":1}