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El jefe de la Compañía también se reía. El senador remató:

– Y dejemos a los alemanes en sus tierras de café y sus puertos, contentándonos, repito, con lo que ya tenemos: ferrocarriles, muelles, plantaciones… ¿Qué más anexión?…

– Si me permite el señor senador…

– Todo lo que usted quiera, señor Maker Thompson…

– El problema ha sido mal planteado y por eso, la conclusión a que llegó el señor senador con su Excelencia el señor secretario de Estado, me atrevo a calificarla de inaceptable para mí. Voy a explicarme. Las tierras en que está operando la Compañía no le pertenecen legalmente. No somos dueños. No poseemos título alguno para permanecer en ellas. En cualquier momento se nos puede decir: ¡Afuera, caballeros, que esto no es de ustedes! Nos sostenemos en ellas repartiendo pesos y más pesos oro en las esferas gubernativas. El clamor de los desposeídos no llega, no sube, se les queda en las bocas, como bostezo de hambre. Hay un muro de oro entre el pueblo y los que mandan, y ese muro de oro somos nosotros, muro que mantiene el silencio sin eco, y cuando la grita es mucha, muro del que se desprenden pedazos para aplastar a los alzados. Por otra parte, el contrato, único en la historia, por el que se nos ceden ferrocarriles, muelles, instalaciones, manantiales, materiales rodantes, fajas de terreno en las costas, sin costo ni compromiso de ninguna clase para nosotros, mejor que una lotería, puede ser revisado en cualquier momento y dejar de tener vigencia, porque entre sus muchos vicios legales tiene el que le invalida totalmente, es contrario a la Constitución del país. Y por eso, por el peligro de quedarnos sin nada, se plantea la anexión como un medio para cubrir intereses norteamericanos. No hay que olvidar que penetramos en ese país con el pretexto de llevar y traer correspondencia en nuestros barcos, y que paulatinamente hemos llegado a ser…

– ¡A todo señor, todo honor, Maker Thompson; Chicago entero aplaude su formidable perfomance!

– Aplauso -se volvió al presidente- que tampoco nos pone a cubierto de perderlo todo; y por eso insisto en lo de la anexión y espero que el señor senador, con estos antecedentes, vea nuevamente al secretario de Estado, con quien cultiva antigua amistad nos ha dicho, y le plantee el asunto tal y como es. Necesitamos proteger nuestros intereses con la anexión de esa República que nos ha entregado sus ferrocarriles, sus muelles, sus riquezas y en cuya banca, en cuyo comercio, en cuya política influimos decisivamente, se nos consulta, se nos teme, somos más que los tres poderes del Estado juntos, y el cuarto lo mantenemos, porque sin nuestra publicidad y dineros que van subterráneamente a manos de muchos periodistas, ese poder no existiría.

– Sí, desde luego, con esas bases el planteamiento del problema es otro -aceptó el senador-; pero me parece un poco violento ir al Departamento de Estado con el pedido de anexarnos una república para proteger intereses afincados en unas plantaciones…

– El señor senador no debe reducir el problema a las plantaciones solamente, a los intereses que defendemos, porque entonces es tiempo perdido. Hay otros hilos vitales en el juego político. La opinión pública es una mosca estúpida que nuestra prensa puede atrapar en sus telarañas. Debe desencadenarse una campaña por la seguridad de nuestro territorio que virtualmente se extiende hasta Panamá, porque México, aun sin haberle tomado Tehuantepec, es parte de nuestra continuidad geográfica y del sistema norteamericano. Esta campaña, paralela a una serie de comunicados sensacionales sobre la vasta red de espías japoneses en América latina, y el peligro amarillo, prepara un clima favorable para nuestra política anexionista. Si antes de hacer el canal por Panamá, se pensó en Nicaragua y Tehuantepec, nada tiene de extraño que entre Tehuantepec y Nicaragua surja un estado de la Unión, llamado a evitar que los japoneses, aprovechando la carretera panamericana en construcción, ataquen desde México el canal de Panamá, y nuestra flota quede embotellada. Insistir en esto del embotellamiento de la flota. Datos técnicos, opiniones de personajes autorizados, siempre dispuestos a opinar a nuestro favor, porque tengo entendido que contamos con algunos representantes en el Congreso…

«¡Pontífice del divino mar Caribe!, es lo que debías ser», pensó el senador por Massachusetts oyéndole hablar.

– El señor senador nos hará el bien de volver a Washington -dijo el presidente de «Tropical Platanera, S. A.- y si el momento internacional no es propicio para una anexión a lo Polk, una anexión de gran estilo, creo que nuestros intereses quedarían a cubierto si se establece sobre esos territorios un protectorado por cien o doscientos años.

– No sé, no sé hasta dónde, porque, como dije a ustedes, ésa no es gente de ula-ula, sino de guerra, y el protectorado que en sí lleva oculto el cebo de la liberación estimularía sus instintos belicosos y sería fuente de mártires, de luchas… La anexión, en cambio, no deja ninguna esperanza, ninguna esperanza… Piensen ustedes que para llegar a lo que tenemos tuve que arrancar gente como árboles que se les rompen las raíces y echan nuevas raíces, incendiarles las casas en que vivían con el pretexto de combatir las pestes que nosotros mismos importábamos de Panamá y vencer algo que parece increíble: la tenacidad del nativo, su capacidad de trabajo cuando lo espoleaba la competencia nuestra y obtenía ganancias apreciables con su fruta. Hubo que diezmarlos. Unos al cuartel, al servicio militar, y otros al agua, ahogados, o al tigre, o al tamagás… Esto les hará ver a ustedes cuan difícil nos sería allí mantener un protectorado.

– La misma dificultad habría -intervino el senador- en obtener firmas de los que tendrán que solicitar a nuestro gobierno el acta de anexión, como se hizo en el caso de las islas Hawai.

– Cambia, cambia… En primer lugar, y en el idioma más elocuente, el de los hechos, se nos solicita la anexión obsequiándonos un ferrocarril que no sólo se nos obsequia, sino, pásmense ustedes, después de que nosotros lo usemos en el transporte de nuestra riqueza bananera, al devolvérselo, ellos nos lo van a comprar, a pagar en pesos oro. Lo que ellos nos regalan, una vez usado por nosotros, según el contrato, ellos nos lo comprarán. Caso único, y por lo mismo hay que proceder a que mañana no se revea este convenio que parece de Las Mil y Una Noche, e interpretar el sentir del mismo, como un patente deseo de ser nuestros, de que los anexemos.

– Pero eso no basta, señor Maker Thompson; habrá necesidad de ciudadanos, de vecinos notables, que vengan a Washington y se presenten a pedir la anexión.

– El señor senador convendrá conmigo que los que nos cedieron los ferrocarriles en esas condiciones miliuna-nochescas, serán los primeros en venir a Washington a solicitar el acta de anexión, orgullosos y honradísimos, casta sin clase que cree que formando parte de los Estados Unidos van a ser como nosotros, y tanto sueñan en que algún día sea así que educan a sus hijos para norteamericanos y repudian como inferior todo lo que les es privativo, abominan de lo nacional.

– En esas condiciones, no tengo inconveniente en volver al Departamento de Estado…

– Hay que dar la batalla -animó al senador el presidente de la Compañía, levantando el auricular del teléfono verde, para que el felino orangután blanco se comunicara con Washington.

– Les dejo -se puso de pie Maker Thompson-, porque yo también tengo que marcharme por unos días a Nueva Orleáns. Espero que todo saldrá bien, y que en la próxima reunión el señor senador nos dé noticias que nos hagan dignos sucesores de los anexionistas de gran estilo, Jackson, Polk, Mac-Kinley.

Geo Maker, como le llamaba Aurelia, llegó a Nueva Orleáns de incógnito y paseaba con ella por las calles de la ciudad como animal caído en una trampa, haciendo de papá por primera vez en su vida, impecables los zapatos lustrados por los limpiabotas de color que charolaban los cueros con su alegría al ir abetunando, untando, cepillando, musicalizando con el ir y venir de la badana en polea hasta dejarlos como espejos; el traje de hilo celeste rigurosamente limpio y el sombrero derrengado sobre un lado de la frente, para dejar por el otro suelto un mechón de pelo rubio algo cenizo.

Aurelia, recargada en su brazo, no lo veía de abuelo, como no lo vio de padre ni de pariente de nadie. Hombre. Hombre sin familia, hombre de mar, hombre de las plantaciones de banano, y actualmente el hombre del día, atento a los periódicos que bajaban cargados de acontecimientos y siempre de paso por el río del tiempo.

El estado de Aurelia exigía largos paseos a pie y Geo Maker la acompañaba de escaparate en escaparate, de esquina en esquina, «paceando», como dicen en el trópico. En las esquinas, el cielo mostraba sus joyerías sobre el cielo aterciopelado, nocturno, y la ciudad su gente de color vestida de colores chillones, negros regados, cuando había luna, como fríjoles en un mantel de fiesta.

– Geo Maker -dijo ella tirándole del brazo-, ven vamos a leer ese cartel, dice algo de la fiebre amarilla.

– ¡Mejores propuestas me han hecho!

– ¡Ven, vamos a leerlo, hay que saber qué dice!

– Lo mismo que decía el otro y el otro, o ¿crees tú que en cada cartel van a cambiar de texto?…

La separó suavemente del muro para que no se detuviera a leer aquel «heraldo» de muerte redactado en términos municipales. De sus letras empapadas en el luto de la peste se desprendía un vaho de alarma, al recordar el estío de 1867, cuando la fiebre amarilla diezmó la población.

Maker Thompson pasó muchas veces por Nueva Orleáns, pero nunca se detuvo, hasta ahora que acudía al llamado de su hija, desde una noche en que siendo muy joven, tras beber abundantes copas, al salir de la taberna lo arrastró, bajo una lluvia torrencial, el turbión de aguas que inundaba la ciudad. La correntada lo zarandeaba, entre los muebles de las casas que se iban llevando, como un mueble humano, pero empezó a tomar conciencia de que no se trataba de una pesadilla de borracho, sino de que en realidad eran transportado como un beodo que se lleva el whisky. Un golpe en la cabeza contra un balcón lo extrajo de la borrachera con ropa y todo, hecho una sopa de agua hedionda. Abrió los ojos y ante el peligro que corría optó por nadar a favor de la corriente hasta asirse de un árbol. La oscuridad apenas dejaba ver los bultos y no pudo saber quiénes eran las personas que se acomodaban junto a él, poco dueñas de sus movimientos, y un caballero, rígido, y decididamente borracho, a juzgar por los equilibrios que hacía en el agua, sin medir el riesgo que corría. «¡Caballero, si no se agarra está usted perdido… De esa rama que tiene cerca se puede usted agarrar!…», arengó Maker Thompson al rígido personaje. En ese momento, la correntada trajo a un nuevo sujeto, engarabato y silencioso, sin burbujas de respiración en el agua que fluía tibia, ya casi llegando a las techumbres. Algunos llegaban y se iban sin una palabra, sin un ay, sin un grito, sin el patalear de los que se ahogan. Uno le acercó el brazo y Geo Maker, al tomarlo para que no se lo llevara la corriente, tuvo la sensación de haber palpado a un náufrago.

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