De pronto, le surgió el deseo de crear una nueva vida y buscó a Malinalli para hacerlo.
Cuando Malinalli se supo embarazada, se sintió plena, feliz. Sabía que en su vientre latía el corazón de un ser que iba a unir dos mundos. La sangre de moros y cristianos, con aquella de los indios, con esa raza pura, sin mezcla.
Durante su embarazo, cuando aún no sabía si daría a luz a un niño o a una niña, se dedicó a tejer mantas de malinalli en telar de cintura. Malinalli trenzaba a malinalli. La «hierba trenzada» preparaba la urdimbre de su tejido, trenzando la hierba.
Ella iba a arropar a su hijo con todo su ser. Lo iba a cubrir como la cáscara que cubría la semilla para revertir el proceso que en su vientre se estaba dando. Malinalli sabía que así como toda planta cumplía el ciclo de la siembra, nacimiento, florecimiento y muerte, siempre yendo de la oscuridad hacia la luz, en su interior estaba germinando una semilla que saldría a la luz. La semilla de una planta, para poder germinar, tiene que despojarse de la piel que la cubre. Se preguntó si por eso los sacerdotes que sacrificaban a los prisioneros los desollaban y luego se ponían la piel. La semilla pierde todo para ganarlo todo. Pierde la cáscara para convertirse en una planta que lo es todo: tierra, agua, sol, viento. Pero cuando su hijo saliera del vientre, ella quería seguirlo arropando y por eso fabricaba las mantas de malinalli.
Cuando el niño nació, Cortés celebró durante tres días. Era su primer hijo varón. Ya tenía en quien perpetuar su nombre, a quién heredar. Pero un pensamiento oscuro empañó su felicidad: había tenido su hijo fuera del matrimonio y, además, lo había tenido con una esclava. Su hijo no sería bien visto en la Corte de España. Su hijo era un mestizo. Para complicar las cosas aún más, llegó a México su esposa, Catalina Xuárez, quien desde el primer día se empeñó en arruinar lo que le restaba de satisfacción a Cortés.
Catalina no había podido darle hijos y estaba terriblemente celosa de Malinalli y su hijo. Cortés, tratando de agradarla, organizó una fiesta de bienvenida. Durante la misma, Catalina persiguió todo el tiempo a Cortés, pero no para gozar de su compañía, sino para seguir discutiendo. El disgusto entre ambos subió tanto de tono que los invitados prefirieron retirarse temprano. Cortés y Catalina siguieron discutiendo en su habitación.
Al día siguiente, mientras Malinalli amamantaba a su hijo, fue informada por una de las sirvientas de que Catalina había amanecido muerta. La había encontrado una mujer de la servidumbre en la cama, vestida con la misma ropa que llevaba en la fiesta. Presentaba moretones en el cuello, tenía el collar de perlas reventado y la cama estaba orinada. El rumor de un posible asesinato corría por todas partes.
A Malinalli una de las cosas que más le impacto fue el hecho de que el collar estuviera roto. Alguien había desconectado a Catalina del collar de la creación.
La noche estrellada infinita observaba a Cortés y Malinalli. Estaban alrededor de una hoguera, rodeados de soldados que comían en silencio. En el campo había varias fogatas encendidas que se reflejaban en las estrellas. Malinalli observaba a Cortés, quien miraba de un lado a otro: ahora al cielo, ahora al fuego, ahora a la tierra. Desde que días atrás lo había observado limpiar su armadura y afilar la espada, supo que un viento de obsidiana la amenazaba. Ella sabía perfectamente cómo era el padre de su hijo. Su sangre se había recreado en sus entrañas. Pensó que siempre lo había conocido, le era tan familiar, tan cercano, que lo aceptaba como parte de su destino, como si él hubiera nacido para penetrar su vientre, como si él hubiera nacido para escuchar su lengua, como si él hubiera nacido para herir su corazón. Al observar la mirada inquieta de Cortés, le fue fácil descubrir en ella una insatisfacción permanente, una decepción constante, como si lo único que pudiera darle satisfacción y placer fuese la acción de conquistar. No los logros obtenidos. No las victorias. No el infinito poder que ya poseía.
«Este hombre es insaciable», se dijo a sí misma. «Parece que lo único que lo despierta a la vida es la muerte. Lo único que lo hace gozar es la sangre. El deseo de destruir, de romper, de rasgar, de transformar.»
Sintió lástima por él y por primera vez tuvo compasión de este hombre obsesivo y terrible. Sintió pena de que no pudiera estar en paz. Iban en camino a las Hibueras, en plan de conquista, y Malinalli temió que si lo lograba, su deseo de conquista crecería y su mente volvería a enloquecer deseando más y más. Pudo imaginar que no tendría descanso jamás.
«¡Qué castigo más espantoso!», concluyó, «porque este hombre es el padre de mi hijo».
En su recorrido hacia las Hibueras, pasaron por el lugar en donde Malinalli había nacido.
Pisar nuevamente el suelo donde había jugado tantas veces con su abuela, donde había sabido del amor incondicional que le profesaba, era una experiencia extraña. Todo aparecía ante su vista disminuido, empequeñecido. Lo que en su recuerdo de infancia era enorme, ahí estaba, pero ahora lo miraba en su justa dimensión.
Muchas veces había pensado en aquel retorno, pero nunca lo hizo. Fue hasta entonces, en compañía de Cortés, que recorrería los pasos andados. Metros antes de llegar, ya el corazón de Malinalli estaba inquieto, encendido de latidos. La sangre se le agolpaba en los ojos y su mirada mostraba la inocencia de una niña y el odio inacabable de alguien que por años guardó un dolor, que por años mantuvo en el fondo del corazón una angustia dormida, una tristeza olvidada, que despertaban precipitadas a medida que Malinalli se acercaba al lugar en el que había sido abandonada por su madre.
Todo el dolor de su infancia aparecía de golpe en todos los poros de su cuerpo. «El destino es exacto y lo que está escrito en las estrellas se cumple» fueron las palabras que Malinalli recordó en el instante mismo que vio de nuevo a su madre. Ahí estaba frente a ella ese fantasma que había aparecido frecuentemente en su memoria pero con diferente forma, con diferente aspecto. Ahí estaba la grandiosa imagen fuerte y poderosa de su madre, ahora agónica, marchita, acabada y triste, con una máscara de humildad. A su lado estaba su hermano. Se vio en el espejo de su mirada y reconoció de inmediato la sensibilidad y el mundo interior de un hombre que se le presentaba como aparece algo largamente anhelado. Él era tan igual a ella, tan parecido a su rostro, a sus latidos, a su respiración. Era como si se viera vuelta hombre. El, al mirarla, inmediatamente le sonrió. El corazón de Malinalli latía a una velocidad ensordecedora. Sus ojos estaban a punto de llorar. Su emoción era la misma que había sentido la primera vez que se había enamorado, la primera vez que había amado. Le daban ganas de besarlo, de abrazarlo, de acariciarlo. Sin embargo, pudo controlarse y simplemente contestó a su saludo con otra sonrisa. Este universo de percepciones, de diálogos silenciosos, de miradas y de gestos, fue roto por la voz de la madre de Malinalli.
– Hija, ¡qué gusto me da verte! -dijo, al mismo tiempo que extendía su mano para tocarla, para acariciarle el rostro. Malinalli, evitando el contacto, le respondió:
– Yo no soy tu hija ni te considero mi madre. Ni una caricia ni una palabra amorosa ni un gesto de bondad ni un mundo de protección me brindaste el día que con una crueldad tan exacta y puntual me regalaste. El día que decidiste que fuera esclava y me quitaste la libertad del corazón y la imaginación del pensamiento.
La madre de Malinalli no pudo más y sus ojos derramaron grandes cantidades de lágrimas. Sus labios secos pronunciaron palabras cuyo sonido podría conmover a las piedras, a los corazones más duros.
– Hija mía, Malinalli, por toda la extensión de los mares, por el poder de las estrellas, por la lluvia que todo lo limpia y lo renueva, perdóname. Fui guiada por el deseo, cegada por la vida, atraída hacia lo que respiraba. No podía seguir casada con la muerte. Tu padre murió, estaba inerte, no salía palabra de su lengua, no había brillo en sus ojos. No podía permanecer atada a su inmovilidad, yo era una joven mujer que quería vivir, quería sentir. Perdóname, ignoré lo que tu corazón de niña podía sufrir. Pensé que siendo tan pequeña no tendrías recuerdo de mí, que no sabrías que yo te regalaba y supuse que tu abuela te haría fuerte, que te abriría los ojos, que le daría mirada a tu corazón y a tu pensamiento. Renuncié a ti para ser yo. Perdóname.
Malinalli, conmovida, con el corazón trastocado, estuvo a punto de abrazarla y de curar sus heridas pero se contuvo. Su rencor, el dolor por el abandono, era mucho más fuerte que la súplica de su madre y, conteniendo sus emociones y haciendo alarde de crueldad, le contestó con una frialdad más filosa que el hielo:
– No tengo nada que perdonarte. No puedo perdonar lo que hizo que mi destino fuera mejor que el tuyo. Tú me regalaste pero la fortuna me regaló el poder y la riqueza. Soy mujer del hombre más principal, soy mujer del hombre del nuevo mundo. Tú te quedaste en lo viejo, en el polvo, en lo que ya no existe. Yo, en cambio, soy la nueva ciudad, la nueva creencia, la nueva cultura; yo inventé el mundo en el que ahora estás parada. No te preocupes. Tú no existes en mis códices, hace mucho que te borré.
La madre suplicó de nuevo:
– Es poco castigo el que me otorgas. Acepto que mi abandono fue más violento que tus palabras, pero, por el momento en que tú y yo fuimos una sola vida, por el momento en el que dentro de mi vientre respirabas, por el momento en que mis ojos eran tus ojos y mis manos tu tacto, me atrevo a suplicarte que tengas piedad de nosotros, que no haya violencia para nuestros cuerpos, que nos perdones la vida, que nos regales la vida, señora del Nuevo Mundo.
– Tu miedo me sorprende. Veo que ignoras que morir no es terminar, es continuar, es evolucionar. ¡Mírame! Sobreviví a la muerte que decidiste para mí. Y quiero decirte que no me abandonaste, fuiste tú la que se abandonó a sí misma. Fuiste tú la que se inventó todos los castigos que ahora sufres. Fuiste tú la que hizo la cárcel en la que ahora vives, pero sosiégate, apacíguate, todo rencor ha sido expulsado de mí en el momento en que te volví a ver. No tengo deseo de dañarte. Puedes estar en paz. No te lastimaré, ni a ti, ni a mi hermano. Olvidaré todo y dejaré mi resentimiento tirado para siempre en la nada.
Con furia y con belleza, Malinalli arrancó los ojos de la mirada de su madre y los volvió de nuevo a los de su hermano: su rostro se endulzó y sus ojos, llenos de ternura, volvieron a besar el rostro del hermano perdido. Con amabilidad volvió a sonreírle y luego siguió de largo.