Sin darnos cuenta nos hemos ido quedando solos, el televisor todavía encendido retumba más en el salón casi desierto, una mujer de bata y cofia blancas lleva del brazo a un anciano que arrastra las zapatillas de goma sobre las baldosas y tiene un continuo temblor en el mentón y en las manos, su cara no me resulta desconocida, pero me niego a saber quién es, a recordar cómo fue y dónde lo he visto otras veces. Suena un timbre como los que señalaban el final de las clases en el instituto, la cena, dice Julián con asco y resignación, sopa de sobre, jamón york a la plancha y croquetas congeladas, me pide que lo disculpe, aquí ha perdido la costumbre de hablar y se le va el santo al cielo, aquí no hay más que muertos que todavía respiran, y la mitad de ellos ni andan, hace ademán de levantarse, le tiendo una mano y la rechaza, se pone en pie con un simulacro difícil de energía, es más alto que yo, pero camina de una manera extraña, con el torso ligeramente inclinado y las rodillas demasiado abiertas, me pregunta por mi trabajo, ha oído que tengo una colocación muy buena en el extranjero y que hablo más lenguas que un ministro, en la puerta del comedor, de donde viene un vaho hediondo, como el de los cuarteles, me aprieta muy fuerte la mano al despedirse de mí y me da recuerdos para mi abuelo Manuel, dile que de parte de Julián el taxista, el de los coches, le explico que probablemente no se acordará y ladea la cabeza, seguro que sí, tú díselo y verás como por lo menos se sonríe, con la de aventuras que corrimos juntos por las tabernas de flamencos. Me da la espalda, se cierran tras él las puertas batientes, con marcos blancos y cristal esmerilado, vuelven a abrirse y lo veo avanzar en medio de un pasillo, muy alto, con su nuca ancha y pelada, con los brazos colgando separados del cuerpo y las piernas abiertas, más frágiles que el torso. Entre el humo de la sopa me miran viejas caras alineadas, de una ruinosa fealdad, suena en los altavoces una moderna canción litúrgica acompañada de guitarras, hay en los muros de los corredores, sobre los azulejos sanitarios, pósters de amaneceres con frases poéticas y de cristos melenudos y afables, paso junto a un banco donde una mujer sumida en la decrepitud aferra con sus dedos artríticos las cuentas de un rosario, quiero salir cuanto antes de aquí, no seguir percibiendo este olor ni escuchando de lejos esas voces y esas canciones blandas con guitarras, el sonido de los cubiertos sobre los platos de duralex, el roce de pasos lentísimos y solitarios en las baldosas, miro el reloj, son las nueve de la noche, las tres de la tarde en Nueva York, aún faltan intolerablemente varias horas para que tú subas al avión y una eternidad para que llegues a Madrid y tomes el autobús hacia Mágina.
Salgo a la calle y agradezco el frío, el ruido y las voces de los bares, las caras jóvenes, las luces de los escaparates, me doy cuenta de que camino más aprisa de lo que tengo por costumbre, estoy todavía escapándome del asilo, miro a mi alrededor y nada de lo que allí he dejado parece existir, esos hombres y mujeres no son de este mundo, sobreviven ocultos como leprosos, como refugiados en un país indiferente y extranjero, arrojados de la ciudad que hace dos generaciones fue suya, incapaces ahora de reconocerla si pudieran salir, de cruzar a la velocidad necesaria un paso de peatones, aliados de antemano a los muertos, mucho más semejantes a ellos que a los vivos. Yo oigo sus voces, pero no quiero que me atrapen, ahora advierto el peligro de aventurarse demasiado en la memoria o en las mentiras de otros, incluso en las de uno mismo. Cuando éramos niños nos aseguraban que si llegábamos a oír cantar a la Tía Tragantía la noche de San Juan estábamos perdidos, porque nos llevaría embrujados tras ella. De pronto no quiero escuchar otra voz que la tuya y no tener más patria que tú ni más pasado que los últimos meses. Veo en un escaparate un vestido negro y ajustado a los muslos de plástico de un maniquí que tiene puesta una peluca roja y me excita imaginarte con él una noche tibia y futura de mayo. Te nombro, pienso en tu nombre igual que intento acordarme de tu cara, lo repito en voz alta, Nadia, Nadia Allison, Nadia Galaz, y al decir sus sílabas casi paladeo el gusto de tu boca, de tus labios mojados, de tu lengua lamiéndome la cara cuando me ciego tendido sobre ti y ya no sé quién soy, ni quién eres tú, en ese momento en que perdemos la singularidad de nuestros rasgos y nombres y hasta la gravitación de nuestras vidas sobre la conciencia y no somos más que una hembra y un varón furiosamente apareados que sudan y aprietan los dientes y chocan entre sí, ajenos a las dilaciones y rodeos de la ternura y a los sonidos del lenguaje humano, primitivos, voraces, con besos que apetecen convertirse en mordiscos y caricias detenidas en el límite del arañazo, con las pupilas idas y las facciones trastornadas, emitiendo gruñidos y quejas, huyendo la mirada del otro o mirándonos con una intensidad en la que tal vez haya una dosis de espanto, creyendo morir, lentamente revividos unos minutos más tarde, recobrando poco a poco el aliento y el uso de las palabras, la facultad de sonreír con una apaciguada sensación de conjura y algo de vergüenza, porque hemos ido más lejos de lo que nos parecía posible y dejado atrás en el desvarío de ese trance todas las justificaciones, las moralidades y las prudentes reservas del amor y nos da miedo y orgullo habernos ofrecido e inmolado, bebido y lamido el uno al otro en una especie de sacrificio humano. Te reirías de mí si me vieras ahora, si bajaras la mirada hacia la cremallera de mi pantalón, como cuando estábamos en un restaurante y te habías descalzado para acariciarme con el pie y yo te pedía que no te levantaras aún, que ni siquiera me rozaras la mano, qué bochorno, en Mágina, yo solo, por la calle Nueva, mirando vestidos de mujer en los escaparates que ya anuncian a finales de enero la moda del verano, esa enigmática y prometedora estación que tú y yo no hemos conocido juntos, acordándome de ti, menos mal que los faldones del chaquetón ocultan el descaro, a don Mercurio le pasaría lo mismo en su juventud cuando entrara en la Casa de las Torres, aunque a él lo protegería la levita, o la capa, me imagino contándotelo todo, te lo iba contando mientras escuchaba a Julián, te veía a mi lado, orgulloso de ti, muy atenta, acodada en la mesa, apartándote el pelo que se te viene a la cara, próxima y real, a seis mil kilómetros de distancia, bajando mañana noche, tomada de mi brazo, por la plaza del General Orduña, perezosa, cansada, impaciente por volver a la habitación, y yo observando con vanidad secreta las miradas que se detienen en ti mientras sigo contándote lo que Julián me ha contado, lo que le contó a él don Mercurio hace medio siglo, las cosas que me contó mi madre de mi bisabuelo Pedro: tantas voces, a lo largo de tantos años, y casi ninguna dijo la verdad, pero tal vez en eso se parecen a las nuestras e importa más lo que callaron, no los deseos ni los sueños, sino el puro azar de los actos olvidados o secretos que perduran en las ramificaciones de sus consecuencias. Oigo mis pasos en la calle del Pozo, el toque de silencio en el cuartel, las campanadas de las once, veo la luz en la esquina de la plaza de San Lorenzo, ya vas camino del aeropuerto, el taxi corre hacia el norte junto a la orilla del East River, tal vez se queda parado en un atasco, pero eso a ti no te inquieta, si fuera yo me mordería las uñas, nada más que de pensarlo me pongo nervioso, tú miras con calma por la ventanilla, te pintas los labios, lees un periódico o hablas con el taxista, tan convencida de que vas a venir que ni se te ocurre la posibilidad de perder el vuelo, tan serena que muy probablemente apurarás el último minuto deambulando sin prisa por la tienda libre de impuestos y serás la última pasajera que suba al avión, sonriendo siempre a un paso del desastre que no llega a ocurrir, como un personaje distraído y miope de los dibujos animados que se inclina admirativamente sobre una mariposa justo a tiempo de eludir por milímetros la trayectoria de una bala. En el comedor de mi casa mi madre hace punto mirando una película en la televisión y mi abuelo Manuel se ha dormido o finge que duerme al calor del brasero y sueña un recuerdo de su juventud que habrá olvidado cuando abra por un instante sus ojos y no sepa dónde está. En un avión medio vacío que sobrevuela de noche el océano Atlántico a diez mil metros de altura una mujer de pelo rojizo y ojos adormilados y castaños reclina la cabeza en el borde curvado de la ventanilla por la que no ve nada más que oscuridad y calcula cuántas horas le faltan para llegar a Madrid. Julián el de los coches respira tendido boca arriba en una cama del asilo, oye ronquidos brutales, llantos agudos y seniles, jadeos quejumbrosos de enfermos o de moribundos, piensa en el hombre joven que lo visitó esta noche, se acuerda del modo en que resonaban los cascos de los caballos y las ruedas del coche de don Mercurio en los callejones de Mágina y en la fachada de la Casa de las Torres. Tras la ventana ancha y enrejada de una tienda que hace esquina a la calle Real la luz de una farola se refleja muy débilmente en las pupilas de una estatua de cera. En un museo de Nueva York los bedeles van apagando cansinamente los focos y dejan en penumbra un cuadro de Rembrandt en el que apenas puede verse ya la silueta de un caballo blanco a galope y la cara pálida del jinete que lleva un gorro tártaro. En Mágina, en la plaza del General Orduña, cuya estatua fusilada de bronce se inclina ligeramente hacia el sur, sigue encendida la luz eléctrica en uno de los balcones de la comisaría, suenan pesadamente las campanadas del reloj y alguien que no logra dormir no acierta a contarlas. En un apartamento de Bruselas donde vibra ruidosamente el motor de un frigorífico vacío la claridad sucia del alba ilumina una lata de cerveza consumida hasta la mitad y un periódico abierto que tiene fecha de hace más de un mes. En el interior de un baúl arrinconado contra la pared de un dormitorio de Manhattan hay guardados varios miles de fotografías en blanco y negro y una Biblia traducida al español en el siglo XVI por un clérigo fugitivo y hereje, editada en Madrid en 1869, encuadernada en cuero negro, carcomida en los márgenes. A dos metros bajo el césped helado de un cementerio de New Jersey yace rígido y pudriéndose el cuerpo del comandante Galaz, y en otro extremo del mundo, en los ficheros de una oficina de Nairobi, están archivadas las fotografías y las huellas digitales de un colombiano de treinta y cuatro años que se llamaba Donald Fernández y fue enterrado hace meses en una fosa común. Para soportar la última noche de la espera, la noche doble de los amantes solitarios, alguien ingiere dos pastillas de valium y un vaso de agua y cierra los ojos, oye igual que en su infancia ruidos de carcoma, cantos lejanos de gallos y ladridos de perros, cree dormirse escuchando el motor de un avión. Un piso más abajo una mujer de sesenta y un años se desvela junto al marido que ronca y considera un deber y un gesto de lealtad que no se le mitigue el dolor por la muerte de su madre.