Me inclino hacia Julián para no perder ni una palabra y no puedo graduar el orden de las preguntas que se me ocurren, ya no oigo las voces de los otros viejos a nuestros alrededor ni el estrépito de la televisión, estoy sentado frente a ese hombre como cuando escuchaba hablar a mi abuelo Manuel en la mesa camilla y no oía el péndulo ni las campanadas del reloj de pared ni veía nada más que su cara y las imágenes tan vívidas como fragmentos de sueños que me sugería su voz: pero por qué robó don Mercurio la momia, si es que fue él, qué hizo luego con ella, por qué se le ocurrió encargar una copia. Julián chasquea la lengua en el paladar de la dentadura postiza y se la pasa luego por los labios, frunce el duro mentón y roza con los dedos los cañones blancos de la barba, hay que ver, dice, que seas tú quien viene a preguntarme al cabo de tantos años. No fue don Mercurio, fui yo quien se la llevó de la Casa de las Torres, porque él me lo había ordenado, desde luego, les atamos unos trozos de fieltro a los cascos de los caballos, Verónica y Bartolomé, y bajamos en el coche por la calle del Pozo sin hacer ningún ruido, a las cuatro de la madrugada, don Mercurio me esperó dentro, con las cortinillas echadas, mientras yo saltaba por una tapia medio derribada y me colaba en la casa, levántela con mucho cuidado, Julián, me había dicho don Mercurio, con el sillón y todo, no vaya a deshacerse, y para alumbrarme por los sótanos cuando la trajera en brazos yo me había provisto de uno de esos gorros con candil que usan los mineros, pero no veas el susto que me llevé cuando iba a bajar los peldaños del sótano, vi una luz y oí a alguien que subía, me pegué a la pared, en el hueco de las escaleras, yo pensaba que sería la guardesa y que iba a perseguirme a gritos con su porra de vaquero, pero mira por dónde el que apareció en la trampilla fue Ramiro Retratista, andaba como borracho, pasó a mi lado y ni me vio, aunque me rozó los pies la luz de su linterna. Bueno, pues bajé al sótano y levanté la momia, con el sillón y todo, no pesaba más que un vilano, la saqué de allí alumbrándome con mi candil de minero y por poco se me cae cuando tuve que saltar otra vez la tapia, menos mal que yo estaba entonces muy ágil, la encajé dentro del coche al lado de don Mercurio, que parecía que se estuvieran hablando, y volvimos a casa sin que nadie nos viera. Don Mercurio, le dije, con la momia en brazos como una paralítica, dónde quiere usted que la ponga, pues por ahora en mi gabinete, Julián, y más adelante ya le buscaremos mejor acomodo. Quería disimular, porque le daba vergüenza, estas locuras a mis años, Julián, me decía, pero estaba muy raro, más viejo que nunca pero como con maneras de chiquillo, sería lo que él llamaba la demencia senil, le preparé un vaso de leche caliente, porque se había destemplado, encendí la lumbre y me dijo que tuviera mucho cuidado, no fuera a saltarle una chispa a la momia y ardiera en un minuto igual que la yesca, pobre don Mercurio, le eché una manta sobre las rodillas y seguía temblando de frío, me pidió su Biblia, él ya no tenía fuerzas ni para levantarla, miraba a la momia con los ojos húmedos, se limpiaba una gotita que le brillaba en la punta de la nariz, procure no juzgarme, Julián, eso me decía, pero yo quise mucho a esta mujer cuando los dos teníamos veintitantos años y hasta ayer por la mañana no supe qué había sido de ella. Figúrate la escena, al amanecer, a la luz de un quinqué y de la lumbre, un viejo de casi un siglo lloriqueando con una manta en las rodillas y leyendo unas cosas muy verdes en aquella Biblia, que no era como las nuestras, sino una Biblia protestante, y una mujer de carne momia que casi parecía estar viva y mirándonos a los dos cuando le daba en los ojos la claridad de la lumbre. ¿Que yo qué hice? Pues qué iba a hacer, lo que don Mercurio me mandaba, cerrar bien todos los postigos, limpiarle el polvo con un plumero a aquella señora, que se llamaba Águeda, por cierto, y procurar no mirarla a los ojos para que no me diera un escalofrío, oír a don Mercurio y atizar la lumbre y menear el brasero mientras él me hablaba, y si lo mismo que me dijo que me colara como un ladrón en la Casa de las Torres para robar un cadáver me llega a decir, Julián, tírese usted a un pozo, pues me habría tirado, no ves que era para mí un padre y un abuelo, mi consejero y mi maestro, todo junto, si me daba no sé qué oírle ese lloriqueo, tenía que parar de hablarme para sonarse los mocos y no fatigar demasiado el corazón, y yo le decía, venga, don Mercurio, vamos a dormir, que ya está clareando, pero él nada, Julián, déjeme seguir, déjeme acordarme de lo que me decía al oído esta mujer cuando el ultramontano de su marido se iba a visitar cortijos y santuarios y nos quedábamos solos en sus habitaciones, con la disculpa de que yo era el médico de la familia, ella en camisa, Julián, con las carnes más blancas y más suaves que yo he visto nunca, le caía el pelo por los hombros cuando se soltaba los tirabuzones, examíname, doctor, eso me decía mordiéndome la oreja, que me está quemando un mal muy grande, nos moríamos de gusto, Julián, nos escocía todo, y cuanto más nos dolía disfrutábamos más, yo iba por la calle y me temblaban las piernas, bebía leche y huevos crudos para fortalecerme el organismo, porque tenía miedo de quedarme tísico, y si pasábamos un día sin abrazarnos carnalmente al menos una vez nos entraban sudores y sufríamos insomnio, como los morfinómanos, llegaba de visita a la Casa de las Torres y nada más abrirse la puerta del salón donde ella y su marido estaban esperándome la olía con más finura de olfato que un perdiguero, entiéndame, Julián, no su jabón de tocador, ni el agua de rosas ni los polvos de arroz que se ponía en la cara, sino el flujo que le mojaba los muslos en cuanto me veía.
Qué cosas, dice Julián, mirando de soslayo hacia las mesas cercanas, con un poco de desdén por la vejez aceptada de los otros y la puerilidad de sus juegos, si la monja me oyera, pero no creas, que yo también me ponía colorado con lo que me contaba don Mercurio, tenía entonces unos treinta años pero sabía menos de mujeres de lo que sabe ahora cualquier chiquillo de catorce, a ver, con la vida tan negra que llevábamos, lo más que había hecho era ir a una casa de trato, ya me entiendes, de putas, así que esos delirios de los que me hablaba don Mercurio me sonaban a cosa de película, o de aquellas novelas verdes que alquilaban en los soportales de la plaza antes de la guerra, y me dio envidia, vaya si me dio, con ochenta años que tengo todavía no se me ha pasado, aquel viejo que. se podía desmadejar con un soplo había disfrutado mucho más en su juventud de lo que disfrutaría yo en toda la vida, y leía su Biblia y se acordaba, qué palabras, lástima que no tenga yo memoria para poder repetírtelas, me dijo que cuando no estaba el marido se las leía a ella, que sus tetas eran racimos y su ombligo una copa y su vientre un puñado de trigo, cosas así, cerraba el libro, se miraban y se volvían locos, eso me contó, una vez tuvieron que esconderse dentro de un armario y se las arreglaron para desahogarse sin que los criados ni el marido oyeran nada, pero al final los cogieron, no me preguntes cómo porque don Mercurio no me lo quiso contar, lo que sí me dijo es que por entonces ya sabía que ella estaba preñada, a él por poco lo degüellan, tuvo que poner agua por medio y acabó en Filipinas y después en Cuba, cuando la guerra de entonces, curó de la malaria a no sé cuántos miles de soldados, y se vino a España con ellos en el último vapor que salió de La Habana, le faltó tiempo para volver a Mágina, recién desembarcado en Cádiz, y cuando llegó a la plaza de San Lorenzo con el corazón en un puño, ya puedes figurártelo, vio la Casa de las Torres sin más ocupantes que una guardesa, la madre de la que tú conociste, y nadie supo darle razón de adónde habían ido los señores, ni se acordaban ya de ellos después de tantos años. Preguntó en todas partes, viajó por no sé cuántos sanatorios de España, porque alguien le había dicho que la señora estaba débil de los pulmones y que su marido se la llevó de Mágina para que el clima no la perjudicara, incluso escribió en francés y en alemán a los mejores sanatorios de Suiza, y lo único que pudo averiguar, por mediación de una partera vieja que tenía medio perdida la memoria, fue que su amante había dado a luz un hijo, y que nada más nacer lo echaron a la inclusa. Mire lo que ha sido mi vida, Julián, me decía aquella noche, con aquella manera de hablar tan adornada que tenía, primero una página del Cantar de los Cantares y luego una miserable novela por entregas…
¿Que si encontró al hijo? Digo si lo encontró, como don Mercurio se empeñara en algo no había nada ni nadie que se le pusiera por delante, pero a mí no quiso decirme quién era, sólo que vivía en Mágina y que se había negado a conocer a su padre, las rarezas de entonces. Yo le seguía preguntando, pero él me cortó en seco, moviendo así la mano, como si espantara una mosca, me pidió que me acercara, que me parece que lo estoy viendo, más amarillo que la momia, con su gorro de terciopelo, y me dijo, Julián, antes de morirme debo decirle algo, tuve un hijo en mi juventud y lo perdí, y no lo culpo porque no quisiera conocerme ni recibir de mí ningún beneficio, pero en la vejez encontré a otro, usted, así que a lo mejor he podido remediar una parte del daño que hice engendrando a alguien que estaba destinado a la humillación y a la pobreza. Eso me dijo, con las mismas palabras. La gente ya no habla así, ni en las películas antiguas que ponen en la televisión, y si es entonces, en mis tiempos, tampoco, yo no le entendía a don Mercurio la mitad de las cosas, y menos desde que robamos la momia y empezó a no salir ni para sus paseos higiénicos, había que estar siempre con los postigos cerrados, porque la luz del día la dañaba, y el aire libre, hasta el calor, de manera que don Mercurio no me permitía encender la lumbre ni ponerle brasero bajo las faldillas, el pobre tiritaba de frío envuelto en sus mantas, que daba pena verlo, cada día más consumido y más callado, hasta que se dio cuenta de que la momia, Águeda, empezaba a echarse poco a poco a perder, como las momias egipcias, se le agrietaba la cara, se le caían rizos de pelo, entonces fue cuando me hizo llamar al escultor, Utrera, lo esperaba igual que esperan a un médico en una casa donde hay alguien muy malo, y lo tuvo trabajando allí no sé cuántos días, hasta por la noche, no lo dejaba irse a dormir, y qué bien que la sacó aquel hombre, con todos sus detalles, como a esas vírgenes y santos que hacía para las iglesias, que parece que van a hablarle a uno, y todo a contra reloj, como dicen ahora en las noticias, porque a la pobre Águeda ya no había quien la conociera, te lo puedes figurar, don Mercurio ni entraba a mirarla, se le caía todo, se quedaba calva a pegotes, como esos que tienen cáncer, se le deshacía la nariz, una lástima, con el reparo que me daba al principio yo hasta había empezado a tomarle cariño, le rozaba el vestido con la mano y se me quedaba llena de una cosa como la ceniza que me sofocaba la garganta, igual que el polvo de la trilla. Don Mercurio volvió a entrar en el gabinete cuando Utrera ya había terminado su trabajo, y ya no se movió de allí, algunas noches ni me dejaba que lo llevara a acostarse, leía su Biblia con la lupa y me advertía siempre que añadiera mucha ceniza a las ascuas del brasero, para que el calor no dañara a la nueva Águeda, y no me preguntó qué había hecho con la antigua, con lo poco que quedaba de ella, me da escrúpulo acordarme, lo recogí todo con una escoba lo mejor que pude, lo guardé en un saco y prendí una hoguera en el corral, y hasta le recé un padrenuestro mientras subía el humo, más que nada por educación, porque ya entonces era yo tan ateo como don Mercurio…