Llevaba dos noches sin dormir. Cerró los ojos, se cobijó de cara a la pared, las rodillas en el vientre, los puños cerrados sobre el pecho, el oído atento a los ruidos de la calle, que le llegaban desde esa tranquila lejanía de las primeras tardes del verano, negándose a llorar, cruelmente obstinada en la inmovilidad y en la espera, minuto a minuto, aplastada por la lentitud gratuita y enrarecida del tiempo que sólo impone el insomnio con la misma eficacia que el dolor. Supo que iba quedándose dormida como habría notado gradualmente los efectos paralizadores de un veneno o de la inyección de un anestésico. Despertó en la oscuridad, distinguiendo poco a poco las rayas de luz eléctrica que filtraba la persiana. Era de noche y ya estaban encendidas las farolas de la calle. «Te levantarás despacio», recordó, «poco antes de que den las diez». Tenía mal cuerpo y le pesaba tanto la cabeza como si antes de dormirse hubiera bebido y fumado mucho. El olor de las colillas en el cenicero le dio náuseas. Encendió la luz inhóspita del techo, se quedó un rato sentada en la cama, conteniendo el mareo, los codos en las rodillas y la cara en las manos, moviendo de un lado a otro la cabeza, como si se meciera a sí misma, mirando las baldosas y sus pies descalzos entre la celosía de los dedos cruzados. Ponerse en pie, calzarse, oprimir el botón del ascensor y bajar a la calle era una secuencia de gestos imposibles. Entonces sonó el timbre de la puerta y ella apartó las manos de la cara con un acceso indeseado de temor y alegría que desbarataba todos los propósitos de su dignidad. Pero no era él, no podía serlo, él no llamaría al timbre de su propia casa. Decidió esperar: sin duda alguien llamaba por error. Cualquiera que fuese volvía a tocar el timbre, ahora muchas veces seguidas, con impaciencia o ira, golpeaba también la puerta con los puños. Salió descalza al pasillo escuchando el roce de sus pies en las baldosas y los breves crujidos de sus articulaciones. Ahora los golpes hacían temblar la madera de la puerta y no eran sólo golpes de puños, sino de algo más duro y terminante, un pesado objeto de metal. Levantó la tapa de la mirilla y no vio nada: una voz que murmuraba muy bajo le pareció durante una fracción de segundo la voz de él diciendo su nombre. La luz del corredor se apagó. Cuando volvió a encenderse apareció en la mirilla una cara diminuta y convexa, con ojos abultados y bigotes larguísimos, con una boca que se abrió desmesuradamente al gritar. «Abran», escuchó, y los golpes redoblaron en la puerta, «policía». Retrocedió en la oscuridad hasta que su espalda encontró la pared, tenía de pronto unas ganas furiosas de orinar y todo su cuerpo temblaba inconteniblemente, las manos, el mentón, las rodillas, se fue encogiendo contra la pared como si el terror la disminuyera de tamaño y los golpes vibraban en su nuca igual que en el tabique donde la apoyaba, y cuando la puerta se abrió violentamente después de un ruido de arañazos en la cerradura y la luz del corredor irrumpió en el vestíbulo los policías la encontraron acuclillada en un rincón, mirándolos con los ojos muy brillantes y abiertos entre el pelo en desorden que le tapaba la cara.
Se nos ha olvidado cómo eran aquellos cabrones de sociales, dice Manuel, o hemos preferido no acordarnos: eran jóvenes, eficaces, brutales, de una chulería calculada y grosera, tan estridente como el color de sus camisas y el tamaño de sus corbatas y de las pistolas que esgrimían. Mientras uno de ellos, el que parecía mayor y más cruel, registraba las habitaciones derribando a patadas las pilas de libros y pisando los papeles y los discos tirados en el suelo, el otro, más delgado, tal vez más joven, con el pelo castaño y las patillas un poco más cortas, la condujo a ella al sofá apretándole dolorosamente un brazo y sin dejar de mirarla guardó la pistola en la sobaquera y le preguntó por él. «Si te portas bien no vamos a hacerte nada. Mi compañero es un poco bruto, así que será mejor que procures no irritarlo. No tenemos nada contra ti, por ahora. Así que será mejor que nos digas donde está tu amigo. Estás nerviosa, a que sí. ¿Quieres un cigarrillo?» Se lo estaba encendiendo cuando el otro salió del dormitorio. Los botones del chaleco parecían a punto de reventarle sobre el torso hinchado por la ira. Adelantó una mano en la que llevaba todavía la pistola, cogida por el cañón: todo su cuerpo se encogió en el sofá al sentir que iba a ser golpeada con la culata y casi percibir el sabor de la sangre en su boca. Pero no pueden hacerme nada, pensaba, yo no soy española: era como decirse «estoy soñando» en medio de una pesadilla y no lograr sin embargo que se desvaneciera el peligro. Los dedos blancos y crueles como los de un cirujano se cerraron en torno a su barbilla, hundiéndose en la piel, oprimiéndole las mandíbulas: la hizo levantar la cara y mirarlo tan de cerca que le rozaban los labios los pelos negros del bigote. La saliva le olía a tabaco rubio, y la piel a colonia. Le hablaba como escupiéndole, ella nunca había oído en español palabras tan obscenas, le daban tanto miedo como la boca húmeda del policía y el metal reluciente de la pistola. El pulgar y el índice de la mano que había levantado su cara ahora le mantenían torcidos los labios, y el hombre hablaba mirándola a los ojos, haciendo preguntas sucias que celebraba con una carcajada, eligiendo insultos que ella no había oído hasta entonces, amenazas precisas como una cuchillada. «No era nadie el tipo. Encima de rojo corruptor de menores. Y ahora se larga y si te he visto no me acuerdo, así que tú, además de puta, tonta.» «Venga, hombre, déjala ya, ni que fueras su padre.» El otro policía la ayudó a levantarse y le puso un nuevo cigarrillo en los labios. Se acomodó junto a ella en el asiento posterior del coche donde la llevaron a la comisaría. No pensaba en José Manuel, sino en su padre, con un sentimiento feroz de culpabilidad y lejanía lo imaginaba esperándola en la casa de la colonia del Carmen, acostado, sin poderse dormir, contando, igual que ella, las campanadas del reloj de la torre. No la llevaron a una celda, como había supuesto, a un lugar pequeño y lóbrego con un jergón y un ventanuco enrejado. La hicieron pasar a una oficina común, con una mesa y un archivador metálico y una silla de madera donde le ordenaron sentarse, en medio de la habitación, bajo una lámpara de luz muy blanca. En la pared había un retrato de Franco y un calendario con una fotografía en color de la Virgen del Gavellar, patrona de Mágina. La dejaron sola mucho tiempo, y cuando volvió a abrirse la puerta, a su espalda, el policía que entró fue el de las patillas más largas y el bigote más espeso, ahora con la corbata floja y en mangas de camisa. Usaba tirantes y no se había quitado la sobaquera, pero ya no llevaba la pistola. Se quedó de pie, junto a ella, apoyando un codo en el respaldo de la silla, repitiéndole metódicamente los mismos insultos y amenazas, ahora en voz baja, casi al oído, como si le hiciera una confidencia, una babosa proposición. Con el mismo gesto de la vez anterior, que sin duda usaba habitualmente con los detenidos, le oprimió la barbilla con el pulgar y el índice torciéndole el labio inferior y la obligó a levantar la cara hacia él. La voz fue de nuevo sonora y brutal: «Serás todo lo americana que quieras, pero como no cantes ahora mismo tú no te vas de aquí sin una manta de hostias.» Le soltó la cara y ella sostuvo su mirada. El terror se había ido convirtiendo en una especie de resignación o sorda indiferencia. Entonces se abrió la puerta y sin entrar en el despacho el otro policía le hizo una señal a su compañero. «El viejo ha venido», le oyó decir, «quiere que se la lleves ahora mismo». «¿El viejo? ¿A estas horas? No me jodas, hombre, dile que se vaya a dormir, que la tengo en el bote.» «No veas como se ha puesto, si parece otro. Me he hecho el loco y me ha amenazado con una sanción.»
De mala gana el policía más corpulento la tomó por la muñeca y la hizo cruzar un pasillo con puertas de cristales cerradas y subir una escalera. En un despacho con muebles envejecidos y oscuros un hombre de sesenta y tantos años, de pelo crespo y gris, con la cara cuadrada y el labio inferior grueso y caído, la invitó a sentarse frente a él y le dijo secamente al policía que los dejara solos. «Pero, jefe, si estaba al caer, si la hemos cogido como quien dice in fraganti. El subcomisario Florencio Pérez tuvo por fin un rasgo de carácter y dio un puñetazo rotundo encima de la mesa: «Usted se calla y obedece y si quiere hablar me pide antes permiso. Y ahora hágame el favor de salir.» Ni un gallo en la voz, ni el más leve temblor en el labio. El policía se encogió ostensiblemente de hombros e hizo un gesto de desdén, pero cuando iba a salir sus ojos se encontraron con los del subcomisario y no se atrevió a cerrar de un portazo. «No se preocupe, hija mía, no le va a pasar nada. Son jóvenes y los pierde la imprudencia, pero lo que es a mí, con mis años, no les tolero que me falten al respeto. Puede irse ahora mismo a su casa. Es muy tarde, así que imagino que su padre estará preocupado por usted.» Se levantó y era más bajo de lo que parecía cuando estaba sentado. Con una galantería rancia y algo desmedrada le cedió el paso en la puerta y la tomó delicadamente del brazo mientras bajaban al vestíbulo. Al pasar junto al despacho de los inspectores irguió los hombros y alzó la barbilla. Hacía fresco en la plaza del General Orduña, y resonaban en ella el agua de la fuente que hay al pie de la estatua y las voces de los taxistas que conversaban frente al edificio de la comisaría. El subcomisario Florencio Pérez, llevando aún a Nadia del brazo, se acercó a uno de ellos, alto y nudoso, con los hombros muy anchos y una cabeza grande y pelada: «Julián, me va a hacer usted el favor de llevar a esta señorita a su casa. En la colonia del Carmen, ella le indicará el número.» Le abrió él mismo la puerta trasera, se inclinó un poco al dejarla pasar y ella pensó que iba a besarle la mano. «Señorita, disculpe por todo, y preséntele mis respetos a su padre.» Ni una duda, ni una palabra en falso, ni una concesión. «¿Lo conoce usted?», dijo Nadia, ya subida en el taxi. «Nos conocimos hace mucho tiempo. Pero seguramente él no se acordará de mí.» El taxi negro y grande arrancó y el subcomisario Pérez lo siguió mirando hasta que desapareció tras la esquina de la calle Mesones. A la luz del vestíbulo de la comisaría lió con el pulso firme un cigarrillo, sin perder ni una hebra, pasó golosamente la punta de la lengua por el filo engomado y echó a andar fumando camino de su casa, a pasos cortos, con las manos atrás, con la cabeza alta y el humo saliéndole a chorros por la nariz, calculando el embuste que iba a decirle a su mujer cuando se tendiera junto a ella en la cama y las palabras con que al día siguiente se lo contaría todo a su amigo Chamorro.