Y entonces fue cuando de verdad empezó a necesitarlo con una devoradora urgencia física y tuvo lucidez para medir el arrebato en que vivía, un fervor acrecido al transmutarse en insatisfacción y luego en sufrimiento, una agobiante incapacidad de no pensar en él o de cumplir las costumbres y las obligaciones diarias, la limpieza de la casa, el orden de su habitación, la compra, la comida, la conversación cada vez más difícil con su padre, que se convertía dolorosamente para ella en una figura inerte cuando no en un posible acusador. Era ella quien llegaba ahora después de medianoche y quien no encendía la luz al cruzar el comedor camino de su dormitorio, y él quien permanecía despierto esperándola y no hacía preguntas a la mañana siguiente. Tendida en su cuarto, con el pestillo echado, alguna tarde en que José Manuel le había avisado por teléfono para que no fuera a verlo, oía a su padre hablar en voz baja con aquel fotógrafo gordo que ahora llevaba, en vez del impermeable azul marino y la gorra de plástico, un lastimoso traje de entretiempo, y desplazaba hacia ellos una parte de la impaciencia y la rabia que le había provocado la cancelación de la cita. Se imaginaba hablándole fríamente al otro, burlándose de su cobardía, provocándole un deseo que ya no iba a satisfacer, viendo en sus ojos la incapacidad masculina de aceptar el rechazo. Se complacía amargamente en recapitular las pruebas de su vanidad, su palabrería, el gusto con que se escuchaba a sí mismo cuando creía estar maravillándola a ella, sus manías verbales, praxis, en tanto en cuanto, imprescindible, el desasosiego y hasta el miedo que se apoderaban de él si ella emprendía en el amor alguna imperiosa iniciativa. Sonó el teléfono y se puso en pie tan rápidamente como la primera vez que él la llamó. Pero tampoco ahora se dio prisa en salir: se miró en el espejo, esperando que su padre golpeara la puerta, tardó un poco en contestar, como si hubiera estado dormida, en el comedor le sonrió a Ramiro Retratista y le dijo buenas tardes antes de ponerse al teléfono, y el fotógrafo hizo ademán de levantarse y se le cayó de las rodillas un libro muy grande que parecía una Biblia y una foto antigua de mujer. «…Y de ese modo descubrí que las palabras de aquella carta estaban sacadas del Cantar de los Cantares», le oyó contarle a su padre mientras ella aceptaba una cita para esa misma noche, no en el piso, sino en una taberna sórdida y proletaria de los Miradores, detrás de la iglesia del Salvador, un sitio con carteles de Carnicerito, cubas de vino bronco y anaqueles de botellas estriadas donde sonaban en una radio mugrienta confusos programas de flamenco que parecían estar siendo emitidos diez o quince años atrás: no había letrero en la puerta, pero la taberna tenía un nombre brutal, Nadia no logra acordarse, era el apodo del dueño, un apodo feroz, se pasa la lengua por los labios. Matamoros, dice, pero sabe que no, y es Manuel quien recuerda, Ahorcamonos, y los dos se echan a reír, él también fue allí algunas veces con sus amigos, cuando entre todos sólo reunían el dinero suficiente para una botella de vino blanco y malo, y les llamaba la atención ver entre los albañiles de cara enrojecida y los borrachos lívidos y de pelo aplastado a algunos barbudos con libros bajo el brazo que se sentaban con las cabezas muy juntas en las mesas del fondo, detrás de una cortina sucia.
Cuando la levantó, con una pegajosa sensación de repugnancia en los dedos, él aun no había llegado. La primera vez que estuvo allí, una noche de invierno en la que el viento batía los árboles oscuros de los miradores, le pareció un lugar opresivo, pero también caliente y abrigado, casi novelesco, con aquellas caras sombrías que la miraban fijamente y que le hicieron acordarse de los guerrilleros de boina calada, cejas peludas y piel cobriza y aceitosa que le ayudaban a Gary Cooper en Por quién doblan las campanas. Ahora la taberna le pareció nauseabunda y patética y se enojó con él por haberla elegido y luego consigo misma por hacerle caso. En la radio Juanito Valderrama cantaba El emigrante. Olía a humo de picadura y de Celtas, a ropa sudada y a madera empapada en vino agrio. Cómo la mirarían, piensa Manuel, cuando la vieran sola y extranjera y tan joven en aquel lugar donde no entraban mujeres, donde las caras y las voces y hasta el sonido de la radio y la luz de las bombillas desnudas tenían una turbiedad rancia, un anacronismo de miseria antigua que tal vez ella no podía notar tan crudamente como nosotros, y que a los tipos recién venidos de la universidad, desertores transitorios del Monterrey y de los bares sólo para socios de la calle Nueva que frecuentaban sus padres, les resultaba proletario y exótico. Entró sin mirar nada más que un instante hacia la barra, atemorizada y resuelta, y las pupilas beodas que la siguieron mientras cruzaba hacia el reservado tenían la misma consistencia pegajosa que la cortina y la madera de la mesa donde se sentó, apoyando la espalda en la cal húmeda de la pared, frente a la puerta, como si vigilara la llegada de un enemigo. Él vino tarde, disculpándose, con la chaqueta bajo el brazo, con la cartera negra en la mano, abultada de libros y de hojas de examen, ya habían empezado los finales y se pasaba noches en blanco corrigiendo, aunque él no creía en el sistema, lo encontraba rígido y sobre todo injusto, pero a ver quién cambiaba la rutina de los profesores, y la de los alumnos, desde luego, acostumbrados a copiar apuntes y a repetir de memoria nombres y fechas, el próximo lunes tenía examen con los del último curso y había decidido permitirles que consultaran libros y animarlos a que expresaran sus opiniones personales. Movía las manos frente a Nadia, con ademanes rápidos de prestidigitador, echado hacia adelante, los codos apoyados en la mesa, como si estuviera en un aula. Pero no paro de hablar, dijo, advirtiendo el silencio indiferente de ella, incómodo ante su mirada, que ahora lo traspasaba como una mano que se extiende para descubrir la inconsistencia de una sombra. Encendió un cigarrillo, dio una palmada, llamó al tabernero por su nombre, le sonrió cobardemente a ella al preguntarle qué iba a beber: nada. Él pidió media de vino del país. Se puso muy serio y por fin la miró abiertamente a los ojos. Saber de antemano lo que estaba a punto de escuchar no lo hizo menos doloroso para ella, pero sí más humillante, porque asistía a una representación mediocre, en la que no había ni una sola palabra que no hubiera sido repetida y gastada muchas veces, por ese mismo hombre y por otros, en cualquier idioma y en cualquier lugar, palabras de cobardía masculina, de sinceridad embustera y tortuosa, de compasión indeseada, de arrepentimiento y consuelo y futura lealtad a pesar de todo. Eso era lo que distinguía ella al escucharlo, no frases que se enlazaban entre sí sino palabras aisladas y viles, dañinas como agujas, suaves, venenosas, comunes, y tras ellas un desasimiento de la realidad y un dolor tan pesado como un bloque de plomo, que volvía casi trivial el motivo que lo provocaba y también al hombre ahora educado y extraño que movía las manos ante ella o hendía nerviosamente con la uña del dedo índice la superficie áspera de la mesa, hablándole con una entonación condolida y un poco paternal mientras al otro lado de la cortina se oían voces lentas de borrachos y coplas flamencas y en el exterior, a unos pasos de ella, duraba un anochecer estático de principios de verano y en el aire tibio y tenuemente azul, sobre los muros con escudos y la cúpula de bronce del Salvador, se cruzaban en vuelos fulminantes los vencejos. No quería seguir viendo aquella cara de justificación y penitencia, de mentira y de culpa, no quería oír las palabras que él seguía diciéndole, con la cabeza baja y la mirada huidiza, como si confesara, nunca más, recuerdo imborrable, deber, arrebato, sinceridad, coherencia, compañera, en tanto en cuanto, vida por delante. Descubría que ni la lucidez ni el desprecio mitigaban el dolor y que seguía siendo intolerable aunque lo ocultara el instinto de la dignidad. Salieron de la taberna y se negó a que él la llevara a su casa en el coche. Parados el uno frente al otro, como aquel día de diciembre en que ella aceptó guardarle la caja de cartón, él le acarició la cara con una especie de temerosa vehemencia en los dedos y le repitió el estribillo de una canción que habían escuchado juntos muchas veces: «On n'oublie rien de rien, on n'oublie rien du tout. » «Vete a la mierda», dijo Nadia, apartándose con un gesto ofendido y huraño que le devolvió por un instante el orgullo, y cuando lo miró otra vez vio una expresión de estupor o de lástima hacia sí mismo en sus ojos y en su boca, como si le suplicara, como si fuera él quien había sido abandonado, quien no podía soportar el dolor.
Nunca más volvió a verlo. Vio el ochocientos cincuenta con matrícula de Madrid pasar despacio a su lado y alejarse por la plaza de Santa María y siguió caminando con la mirada en las losas y los pulgares asidos al cinturón de sus vaqueros. Cruzó sin pausa ni fatiga la ciudad entera hasta la colonia del Carmen, sin ver nada ni pensar nada, diciendo en voz baja insultos en español y en inglés que surgían de sus labios con la misma fluidez sin voluntad con que avanzaban por delante de ella las punteras de sus zapatillas blancas, rítmicas, indiferentes, hipnóticas, llevándola por aceras y plazas adoquinadas que ella no veía, junto a escaparates iluminados y portales oscuros, entre un difuso rumor de figuras humanas y motores de coches, de canciones oídas al pasar en los bares, tras una niebla de carcajadas y voces. Se recuerda caminando siempre en la noche perfumada de junio, tendida en su dormitorio, la cara contra la almohada y los brazos colgando a los lados de la cama, saliendo al comedor para buscar cigarrillos cuando creía que su padre ya estaba dormido, odiándolo por su corrección anglosajona, por su apariencia de frialdad, mirándose al amanecer en el espejo, con las pupilas afiladas de insomnio y un cerco rojizo en los párpados, con una punzada en los riñones tan furiosa como un dolor de muelas, fea y pálida, muchos años mayor al cabo de una sola noche, revolviéndose, negando, decidida a no permitir la indignidad y a no dejar sin castigo la mentira: fue a la tarde siguiente cuando revivió, se acuerda de que era una tarde vacía y silenciosa de sábado y de que su padre no estaba, se dio un largo baño caliente, sumergió la mano bajo el agua y la fue subiendo por los muslos y cuando los apretó sobre ella hasta que le dolieron las ingles ya era la mano de él la que estaba tocándola. Se cepilló el pelo, se puso las bragas y el sujetador que él prefería y se maquilló pensativamente antes de vestirse, apenas una sombra en los ojos y un poco de carmín en los labios, eligió una falda y una blusa de colores vivos, unos tacones bajos. No quería seducirlo de nuevo, sino desafiarlo. Atravesaba en pocas horas varias edades de su vida futura, empujada por el vaticinio de una conciencia de sí misma que sólo poseería del todo diecisiete años después. No llevaba bolso: la llave del piso le hería la palma de la mano. Pulsó el timbre antes de abrir, y cuando empujó la puerta aún no había descartado la posibilidad de encontrarse con él. Sin encender la luz del pequeño vestíbulo lo llamó: por el modo en que sonaba su voz supo que no estaba y que seguramente no vendría. Recorrió el pasillo sin cuadros ni lámparas, el comedor, el dormitorio con las persianas echadas, con el tocadiscos en el suelo y un cenicero lleno de colillas sobre los libros apilados en la mesa de noche. En el cuarto de baño olió intensamente una toalla y un frasco destapado de loción de afeitar. Todo permanecía igual que la última vez, cinco o seis tardes antes, pero en la inmovilidad de las cosas ella notaba un cambio más definitivo porque era invisible. Sin que se modifique su apariencia exterior un lugar o un rostro pueden volverse desconocidos y hostiles. Iba por las habitaciones como anestesiada, con los ojos secos y el corazón sobresaltado cada vez que oía el ruido del ascensor o unos pasos, o el motor del frigorífico que se ponía en marcha en la cocina. Buscó en el armario la foto de la mujer de la melena corta y las gafas redondas, pero ya no estaba. La chaqueta de pana osciló levemente en su percha y ella buscó en los bolsillos y encontró un billete del Metro de Madrid, el capuchón de un bolígrafo y un paquete casi vacío de Ducados. Encendió uno y para aliviar el mareo se tendió en la cama, doblando bajo la nuca la almohada que olía fuertemente a él. Pensaba, repetía en voz baja: no siento nada, no estoy aquí, no he venido a esperarlo. Se quitó los zapatos y al flexionar las rodillas la falda amplia del vestido quedó recogida entre sus muslos. Lo veía aproximarse despeinado y desnudo, triunfal en su virilidad tan rápidamente recobrada, vanidoso, asombrado de ella, arrodillándose en la cama, ascendiendo, mientras en el tocadiscos sonaba a poco volumen una canción muy lenta y en un rincón ardía una vela que daba un brillo tembloroso de aceite al sudor de los cuerpos: ahora la cera derretida cubría el cuello de la botella y el disco de Jacques Brel tenía una leve capa de polvo, y un rastro ofensivo de sudor duraba en las sábanas que él no había cambiado.