La chica parecía preocupada; desde hacía un rato tenía levemente fruncidas las cejas y evitaba mirarlo. El muchacho seguía ordenando papelitos, o simulaba hacerlo. Yo oí pasos. Muchos, cruzando la calle hacia nosotros.
Cuando el muchacho volvió a hablar tuve la impresión de que ella iba a pedirle que se callara.
– Pero entonces -dijo el muchacho-, usted reduce todo a una cuestión estética.
Habló con suavidad y, por alguna razón, ya no lo tuteaba. Los que cruzaban, Bastián entre ellos, se unieron a nuestro grupo. Vos ya estabas a mi lado. Y en ese momento me di cuenta de que desde hacía un rato muy largo estabas ahí. Tan silenciosa como la chica rubia, tan joven, pensé. Todos tan monstruosamente jóvenes menos Santiago.
– Qué sentido tiene -dije entonces-, qué sentido tiene seguir hablando de esto. -Y me asusté de oír mi propia voz. No sólo la voz, el tono, y hasta las palabras y la misma fatiga del jujeño. Fue como despertar, de pronto, en una cornisa. Como haber estado en equilibrio sobre una cuerda floja sin saberlo y oír de golpe el estallido del circo, abajo, los pataleos y los gritos. -De todos modos, contéstale -dije.
– No estaba escuchando -dijo Santiago-. Perdón.
– Que vos reducís todo a una cuestión estética -dijo irónicamente Bastían.
Santiago lo miró un momento, como si no comprendiera de qué se había puesto a hablar todo el mundo. Y, sin previo aviso, se rio. Una carcajada que voló por el aire de la tarde como un pájaro de plata, ésa fue exactamente la impresión que tuve.
– Pero no -dijo el jujeño-. Yo no. Ellos, y esto hay que oírlo con mayúscula. Ellos. Desde las cuevas de Altamira hasta el Guernica, cuando se ponen serios, son Ellos los que reducen todo a una cuestión estética.
– Vos me vas a perdonar -dijo Bastián con el evidente propósito de intervenir. Había extendido la mano. Yo se la estreché cordialmente.
– Sí, sí, anda nomás -dije mientras le daba amistosas palmaditas de despedida en el brazo-. Nos vemos esta noche, ¿no?
Bastían me miró sin modificar su sonrisa.
– Nos vemos esta noche -dijo.
Y de pronto vos y yo estamos solos en esa calle y vos estás diciendo que hay algo en él, en Santiago, algo que aparece a ráfagas y como a su pesar. Los dos muchachos han desaparecido. Oigo la voz del profesor Urba que habla del trazado original de Córdoba, del plano imposible de setenta manzanas dibujado por Suárez de Figueroa en 1577 Pongan atención, dice, mirándome de reojo. Casi todas las manzanas de ese dibujo están parceladas. Sólo once no han sido divididas en absoluto: la de la Plaza Mayor, que representa el Sol, y otras diez, diseminadas en distintos lugares del plano de manera que forman, alrededor de la plaza, una elipse donde cada manzana completa corresponde a un orbe del sistema solar de tal modo que la Tierra con su luna, Marte, Venus y el resto de los planetas ocupan el exacto lugar que les corresponde en el cielo. Verbi gratia, Mercurio viene a caer en actual manzana del Convento de la Compañía, y Plutón, el último, en la última manzana del oeste, sobre la calle Juijuí. Lalo nos hace señas con la mano desde su auto. El astrólogo agrega que, sin embargo, ese damero misterioso no sólo habla del espacio celeste, sino también, y quizá sobre todo, del tiempo. No se me distraigan. Casi todas las manzanas de la ciudad original están parceladas en cuatro partes. Sólo tres lotes fueron divididos en tres parcelas; están dibujados en lo alto del plano y parecen rotar al borde de un cuadrilátero de doce manzanas de perímetro que simboliza los doce meses del año. El primer mes, enero, es naturalmente la Plaza Mayor y, contando en el sentido de las agujas del reloj -alegóricamente, en el sentido del tiempo- marzo, agosto y diciembre coinciden justamente con esas tres manzanas. Marzo, agosto, diciembre: el Tiempo Absoluto de los antiguos. Por no abundar, el total de parcelas de la ciudad suma doscientos veinte. ¿O sea? El número de millones de años que tarda el Sol en girar alrededor de la galaxia, dice suspirando el profesor Urba, lo que no sería nada si el mapita, además, no estuviera misteriosamente orientado al revés, con el norte hacia abajo y con el imperioso dibujo de un monolito como una flecha que en la Plaza Mayor, apuntando a lo alto, señala el sur. Orientación rara en un mapa, pero mucho más rara e inquietante en el plano de una ciudad que trazó un europeo, por más vasco que fuera, junto al astrólogo caminan Verónica y la señorita Cavarozzi. Santiago, solo, va un poco más adelante. ¡El sur!, repite el doctor Urba, el exacto lugar del cielo donde a medianoche, en tiempos de la fundación, debió estar la constelación del Can Mayor, el símbolo más estremecedor de toda la antigüedad porque allí reina la más brillante estrella de la esfera celeste, Sirio, el punto cardinal de la ruta de iniciación que cruzaba Europa, puerto místico de los peregrinos de Compostela, en fin, la dirección secreta de la ciudad secreta que soñaron el enamorado Jerónimo y su arquitecto vasco. El astrólogo deja de hablar. Lalo sigue haciéndonos señas con la mano. Veo la cúpula del Observatorio y un laberinto de calles que suben y que bajan. Como si la tarde hubiera pegado una vuelta sobre sí misma y algo estuviese por ocurrir de otra manera. Corto una hojita de un cantero y la dejo caer. Santiago, más adelante, está mirando una ramita dorada y, después de titubear un segundo, se acerca a Verónica y se la da. Ella lo mira fijamente. Bastián se agacha a recoger algo, un trébol, tal vez. Hasta la gente como Bastián hace estas cosas…
Y esto, por fin, es el puente..
Me mirabas, divertida.
– ¿Yo? Juana.
– ¿Juana la mujer de Tarzán? -pregunté.
– Pero no -dijiste-. Juana de Arco.
Esto, por lo tanto, es el puente, el viejo puente de piedra. Era la primera vez que lo veía, y sin embargo lo supe con naturalidad. Nadie me había hablado antes de él, ni, hasta ese mismo momento, había imaginado que en algún suburbio de la ciudad existiese un puente de piedra, pero verlo entre los árboles me pareció natural, una fatalidad o una predestinación. El futuro ya estaba construido desde entonces con su recuerdo: una ruina contra el crepúsculo y tu silueta larga, Graciela, tus brazos lentos y tu pelo apenas moviéndose en la dorada ceniza de esa hora como si te alejaras de mí caminando bajo el agua. Estás de espaldas. Me he detenido y te he dejado caminar para poder mirarte: para acordarme algún día de tu cuerpo en este sitio. Porque un recuerdo se prefigura, se construye con cuidado, se trabaja como un tapiz minucioso hecho de un material muy liviana y transitorio. Y la trama de este puente es tu espalda y tu pelo de ahogada, el sonido de tu voz entre el rumor del agua y los sonidos de la tarde, el color de aquel humo, esta sensación de frío en la palma de mi mano apoyada en la piedra. Un tapiz que tiene la fugacidad de la arena y que se deforma y se borra al primer contacto. "Porque los recuerdos son de la misma materia que los sueños", estás diciendo allá adelante, como si contestaras a mis pensamientos. "Pero de un color más claro." También puede ser que estés más o menos loca dije yo. Te diste vuelta y te acercaste sacudiendo a uñó y otro lado la cabeza hasta que tu pelo me golpeó la cara El viento trajo una ráfaga de música; un fox-trot. Me pregunté si vos también lo oirías. Y pensé que eso tan difícil de describir que es el recuerdo se parece a la música, no sólo a ciertas melodías melancólicas y sencillas que nos evocan historias o lugares reales y hasta inexistentes (no sólo a El boulevard de la Desilusión, pensé), sino a la naturaleza misma de la música, a esa condición inaprensible y fluyente de la música que la condena a ir desapareciendo a medida que transcurre, de modo que aquello que llamamos música siempre es algo que aún no ha ocurrido o que ya dejó de escucharse para toda la eternidad. Un disco rayado hasta lo imposible: la melodía devastada de El boulevard de la Desilusión, una noche, en Buenos Aires. Música que entonces me recordó bailes de un pueblo, y ahora, en la tarde que agonizaba sobre el puente, los árboles de la calle Neuquén y nuestras sombras, la de ella y la mía, Graciela, no la tuya, y más allá los focos de la Plaza Irlanda. "Desde hoy esa música es nuestra música, y esta calle y estos árboles son nuestro primer recuerdo." Dos muchachos besándose y corriendo de la mano hacia la plaza. "Y esos dos somos nosotros", dijo ella después. La mole cegadora de un sobrerrelieve de mármol se alzó de la tierra como si fuera una lápida.
Antes de que me lo preguntaras dije que no me pasaba nada. Vi un camioncito con un altoparlante en el techo.
– Por qué no se encuentran -habías dicho-. Por qué no se juntan y se van a vivir a una isla, los seres como ellos. -Y yo advertí demasiado tarde que hablabas de algo que hubiera sido interesante escuchar. Un nombre que sonaba como Mariano quedó diseminado en el aire, y, mucho antes, la palabra destrucción. -Hacen que uno se sienta, no sé, culpable. Parece que estuvieran reclamando del mundo cosas extraordinarias. -Te apoyaste en el parapeto, mirando el agua. -Vos has visto, por ejemplo, cómo te mira Inés.
Dije que no.
En el límite de las casas, del otro lado del puente, un camioncito lejano y fragoroso anunciaba la cartelera de los cines y un baile o un remate. También anunciaba otra cosa, algo inminente que iba a ocurrir, sin mí, en un Buenos Aires tan remoto como si perteneciera a otro mundo o a otra vida. El altoparlante gritó una fecha. Eso es hoy, pensé. Volvió a oírse la música y sentí que en alguna parte del atardecer se desataba una marejada violenta, algo para lo cual la palabra tristeza no alcanza pero que era justamente eso, una tristeza pura y absoluta, sin aleación de ninguna otra cosa, sin dolor, sin culpa, sin arrepentimiento, sin nada que no fuera una tristeza de muerte. Entonces se trataba de esto, pensé. Estoy en Córdoba y debería estar allá. O algo peor, estoy en Córdoba como podría estar allá.
– Por qué te reís -preguntaste.
Dije que no estaba nada seguro de estar riéndome y vos aclaraste que no era exactamente reír, no a carcajadas, sino más bien una sonrisa.
– Sí -dije yo-. Otros le llaman amor a la Naturaleza. Este puente, el atardecer. Mira qué árboles, mira el trabajo que se toma aquel pajarito para controlar su territorio. Ya corrió a tres. Oí el escándalo que arma ese camión. Sin contar la tormenta que se viene. Uno podría ahorcarse de la alegría.
Metí la mano en el bolsillo interior del saco y palpé los anillos, junto al pasaje de regreso a Buenos Aires. Tres anillos. El mío y los otros dos. "Guárdalos, tenelos vos si querés." Habían pasado siete años, estábamos junto al relieve descomunal de los amantes y la música de fondo había cambiado. Entre los árboles giraba una calesita como un astro gimiente a punto de extinguirse. La música, si no recuerdo mal, era En un bosque de la China. O tal vez Por cuatro días locos. Por cuatro días locos que vamos a vivir, por cuatro días locos te tenés que divertir. La música de fondo del mundo real no siempre se ajusta al significado profundo de la vida. O a lo mejor sí, a lo mejor es sólo en la vida real donde se ajusta. "Aunque lo más probable", dijo ella junto al relieve, "es que los pierdas." Dentro de un año, dijo él. A esta misma hora; en este mismo lugar. Entonces ella le puso una mano sobre la boca y sonrió. "No vas a venir, Esteban", dijo dulcemente. "Ninguno de los dos va a venir."