– Me gustaría saber si el abuelo hizo el amor esa noche -dijo Verónica.
Yo no sé lo que hizo, pero lo imagino despierto. Si llegara Ramírez, piensa, mirando la cara de la mujer dormida. No sabe que hace diez días la cabeza de Ramírez era paseada en la punta de una picota por las calles de Santa Fe.
Antes de despuntar el sol, con la luna colorada todavía encima de los cerros, mandó formar a sus hombres en una línea larga que abarcaba casi toda la base de la A invertida. Luego, en medio de un silencio en el que sólo parece oírse la respiración de Dios, comienza a galopar de una punta a la otra ante esos tres mil paisanos inmóviles sobre sus caballos como jinetes de piedra, y así va y viene durante un rato muy largo, arengándolos al galope con palabras que apenas se entienden porque en realidad casi no son palabras, ni hace falta que lo sean, son gritos, insultos fragmentos de algo que cada cual articula y completa con los latidos de su sangre.
– Después les cuento lo que falta -dirá esa noche Lalo.
"Hay algo en él, en Santiago", habías dicho, "algo, no sé, que le aparece a ráfagas, como a pesar de él mismo; hace un momento, por ejemplo, cuando habló y habló, fue tan hermoso." Yo no recuerdo cuáles pudieron ser las palabras del jujeño, pero recuerdo las tuyas al filo del atardecer. Volvíamos de los altos del Observatorio en dirección al coche de Lalo. Me parece ver un laberinto de calles que subían y bajaban, me parece ver árboles que tenían hojas color cobre. Sí, es cierto, había dicho yo, y no pude callarme el agregar con inconcebible mezquindad: Pero más que nada tiene la virtud de pasar inadvertido, de diluirse entre las cosas. El diminuto profesor Urba, caminando un poco adelante entre la señorita Etelvina y Verónica, interrumpió una frase en la que intervenían los astros y la numerología en el trazado original de la ciudad y, dándose vuelta, me miró con sarcasmo. Vos estabas demasiado ausente como para reparar en la intención de mis palabras y contestaste que sí, que eso también era verdad. "Lo raro es que él y vos se parecen", dijiste, "no físicamente ni tampoco en el carácter, es algo más…" ¿Profundo?, dije yo mientras arrancaba molesto una ramita de un cantero y me la llevaba a la boca. "Misterioso", dijiste con una sonrisa, y señalaste al jujeño, quien, alzando con distracción el brazo, cortó al pasar una hoja dorada y, después de mirarla un segundo la dejó caer. Bastían venía en otro grupo, un poco más atrás. Ahora me doy vuelta y está masticando un malvón, pensé. Después, cuando llegamos al automóvil, comprendí, por la cara inquieta de Lalo, que en ese coche iba a faltar espacio para alguien. El ómnibus de la universidad no se veía por ninguna parte. Y por esa oscura ley de las compensaciones que gobierna ciertos actos, casuales en apariencia pero que en el fondo no son sino modos de saldar en secreto una deuda secreta, dije que vos y yo volveríamos a pie, que me dolía la cabeza y que tenía necesidad de caminar. El doctor Urba volvió a sonreír. Dijo: Entonces aprovechemos, compadre Santiago, ahora que cabemos todos. Nadie pareció notar nada. El jujeño contestó algo sobre un almacén y despacho de bebidas que había por ahí cerca y que debía visitar con alguna urgencia. Verónica estaba recordándole a alguien llamado Guerri que esa noche era la fiesta en el Cerro y ahora te pedía que llamaras a no sé quién. Vos dijiste que estabas sin teléfono desde hacía diez días, y, antes de que yo pudiera pensar en nada, Verónica, mirándome con alegre malignidad, preguntó cómo íbamos a hacer esa noche para avisar que te quedabas a dormir en la quinta. Frase ambigua que podía ser interpretada de mil maneras: una de las cuales era que vos ibas a hacer en tu casa la parodia de la niña que vuelve a alguna hora pero vuelve, y que esto de llamar desde la quinta tenía quizá algo de vieja ceremonia. O tal vez todo era inocente, un juego del que yo desconocía las reglas. No tuve tiempo de averiguarlo. Una pareja estuvo a punto de llevarnos por delante y fue como si la tarde se detuviera y se abriese un paréntesis en el tiempo. El profesor Urba, Verónica y la señorita Cavarozzi subieron al coche de Lalo. La señorita Cavarozzi, golpeando el vidrio con sus uñas, como si fuera un pianito, se despidió del aire.
La chica y el muchacho seguían allí. Absolutos y solares.
– Ya vuelvo -dijiste vos y cruzaste la calle en dirección al grupo de Bastían. Santiago apareció a mi lado.
– Queríamos hacerle una pregunta-dijo el muchacho.
– A quién -dijo Santiago.
– A cualquiera de los dos-dijo la chica-. Pero sobre todo a usted.
Lo dijo con tanta naturalidad que me sentí impalpable. Era el tipo de adolescente que solemos amar con locura en el colegio secundario. El muchacho, con alguna peca y algo rojizo, tenía tal aspecto de ser su hermano que no podía ser más que su novio. Llevaba un libro de Gramsci bajo el brazo. La presentó a ella y se presentó.
– Sobrino -dijo.
– De quien -me oí decir.
Hubo una pausa formidable. El muchacho se vio en la obligación de aclarar que no, que sobrino no era su parentesco con alguien sino su apellido, y yo, de no sentirme tan preocupado en averiguar de qué quería olvidarme, habría soltado una carcajada. Porque la pregunta no la había hecho yo, sino el jujeño.
– Perdón -dijo Santiago. Habló con absoluta seriedad. -Ando distraído.
– Hemos leído cosas tuyas -dijo el muchacho.
La realidad se iba ordenando. El muchacho hablaba con Santiago y quería ser amable. Sin embargo, por su esfuerzo en aparentar indiferencia supe que lo que hubiera leído lo había entusiasmado, el jujeño, en cambio, le resultaba una molestia. De no estar la chica, este encuentro habría sido una calamidad. Miraba al jujeño sin poder disimular nada de lo que sentía. Ojos de nieta perversa. De noche, ella sacaba de un cofrecito la ajada fotografía de su apuesto abuelo y pensaba cosas chanchas.
– Mira -dijo el muchacho-. Te voy a ser franco -Titubeó. Hablaba con pequeños movimientos de cabeza y un poco agachado, los brazos recogidos junto al cuerpo. Una especie de boxeador de las ideas. -A mí me molestaría un poco que vos creyeras…
– Lo que pasa -lo interrumpió tranquilamente la rubiecita- es que no estamos de acuerdo con lo que usted dijo anoche en el Paraninfo.
¿La noche anterior? ¿En el Paraninfo? Yo no recordaba en absoluto que Santiago hubiera hablado de algo la noche anterior. Claro que la realidad no suele ser como yo la percibo. Con un gran esfuerzo pensé en el Paraninfo. Recordé un relámpago amarillo. Recordé, pero como si hubieran pasado siglos, la mirada de Inés y, de pronto, la belleza taciturna de tu rostro sobre un puro fondo de niebla. Miré a Santiago; a juzgar por su expresión, tampoco recordaba mucho.
– Me parece bien que no estén de acuerdo. Lo que no veo es para qué me lo dicen.
– ¿Cómo para qué? -dijo el muchacho-. Para cambiar ideas.
Sí, para qué, repitió Santiago y parecía no hablar con nadie. Qué necesidad tenían de cambiar ideas, y justamente con él. De pronto se rio.
– ¿Cambiar ideas? -dijo-. Yo ya no tengo ningún interés en cambiar ideas. Estoy muy cómodo con las mías. No, no -dijo de inmediato-, es una broma, lo que pasa es que casi no recuerdo nada de lo que dije anoche. Si es que dije algo. Y además tengo sed. E nfrente hay un bar -dije yo.
– Ya lo sé -dijo Santiago. El muchacho tiró hacia afuera un papelito que asomaba entre las páginas de Gramsci.
– Usted dijo que el literato…
– Nunca dije eso. -Santiago se pasó con cansancio la mano por la frente. Yo sentí que estaba comenzando a suceder algo que por algún motivo me excedía, algo malsano y en cierto modo injusto. -Nunca en mi vida empleé la palabra literato. Si dije algo, dije el poeta. O el artista. O el hombre. Y dije que se justifica por lo que hace, sólo que ni él sabe lo que hace. Y seguramente hablé de la belleza, a nosotros nos gusta mucho hablar de la belleza. Y de la felicidad. Y dije que todo lo demás son chauchas.
– Por no acordarse, y salvo lo de las chauchas, se acuerda bastante bien -dijo la chica.
Lo dijo sonriendo pero parecía inquieta. Entonces, con sequedad, Santiago contestó que no. No se trataba de que lo recordara. Pasa que siempre lo repito, dijo. No hace falta recordar algo para repetirlo; hay que haberlo creído. Después ni siquiera hace falta creerlo. Vamos a ver. Qué era al fin de cuentas lo que había dicho anoche. ¿Que el sentido de la belleza es su forma? ¿O algo parecido? ¿O algo peor? La chica lo miraba un poco alarmada.
– No -respondió el muchacho-. Es decir, no exactamente.
De cualquier modo, a Santiago ya no le importaba qué había dicho anoche. Lo único que le importaba era lo que estaba diciendo ahora. Y ahora estaba diciendo que sí, que el verdadero sentido de la belleza está en su forma. Y que, por favor, no lo interrumpiéramos. Hamlet, por ejemplo, ¿ustedes creen que escrito de otro modo o mal escrito, sería Hamlet? Sería otra cosa o sería un bodrio. ¿O imaginábamos que pensar "ser o no ser" es una idea tan formidable ahora o hace cuatro siglos? Él mismo, que era un payaso ¿creíamos que él no sabía que "ser o no ser" es el único dilema de la condición humana, el dilema que mata? Por supuesto que lo sabía. Y Bastían también lo sabe, y lo sabe el doctor Cantilo. Y vos, chango, ¿lo sabes?, dijo de golpe mirándome con una frialdad que no me gusta recordar; pero dé inmediato sonrió como si no lo hubiera dicho y agregó que ése era el pequeño inconveniente formal: que cada uno lo sabía de otra forma. La gente busca verdades, y hace bien. Hace bien pero las busca mal. Los versos, la pintura, la música no pueden darle más que destellos, ecos, resplandores de algo superior, y hasta superior a la verdad, si gustan, pero que no tiene nada que ver con la verdad. Nos pedía perdón por lo que iba a decir, pero el arte verdadero nunca se preocupó por la verdad. Las falsas verdades del arte son su verdad. La Divina Comedia , y yo que me la paso nombrándola, hace setecientos años que está de pie, lo más oronda, mientras que a su alrededor se derrumbó toda la concepción del mundo que le dio origen y hasta materialmente se derrumbó el mundo, con sus catedrales y sus coliseos y sus acueductos, con su idea de Dios y sus esferas ptolemaicas, con su moral cotidiana y sus grandes principios éticos, con sus virtudes teologales y caseras. Todo al carajo. Pero ahí está ella, encuadernada en rústica, más intacta que las montañas y más sonora que el agua. Y por qué, vamos a ver. ¿O imaginábamos que lo que Dante dijo del cielo y del infierno es la cartografía de los rutas de ultratumba, suponiendo que Dante creyera, de verdad creyera, la milésima parte de los disparates que contaba? Y aun las verdades en las que sí creía ¿no son todas falsas? ¿Qué tiene que ver el armatoste a cuerda de Tolomeo con el universo de Copérnico, al que tampoco le queda nada de real, para qué vamos a engañárnoslo con el del sonriente doctor Einstein, que dicho sea al pasar ya ha comenzado a agujerearse por los cuatro costados? ¿Y el amor? Mi padre, ni Dante creía en la idea del amor de Dante. Dante era un degenerado, un corruptor o un violador en potencia que estaba obsesionado con las niñas florentinas de nueve años, y que, para evitarse problemas con el cura, armó ese guiso entre la menor de las Portinari, la virgen María y el color verde. Pero por qué esa Comedia sigue ahí, y hasta ascendió a Divina, íbamos a tener que disculparlo otra vez, pero era sólo por los versos. Que son como si dijéramos la formita de la Forma, dijo Santiago dibujando una gran F en el aire y agregó que yo también me callara. Vos también calláte, chango, que desde hoy te veo cara de interrumpir y yo ni he empezado a hablar, eso es lo malo que tiene ser silencioso. Uno abre la boca y ya no puede parar nunca. Lo que iba a decir, nos dijo, era elemental, pero había que tener en cuenta que ésta era una conversación, que estábamos en la calle y que el atardecer se había detenido para escucharlo pero que eso no podía durar toda la vida. Iba a decirnos que La Divina Comedia , como todo el mundo sabe, tiene tres cánticos de treinta y tres cantos de a tres versos. El Infierno tiene un vestíbulo y nueve círculos; el Purgatorio, dos antesalas y siete cornisas a más de un jardín terrestre; el Paraíso, nueve cielos concéntricos y un Empíreo, donde nuestro viajero puede, por fin, alcanzar la contemplación de la Rosa Mística. Tres es la Trinidad, la cantidad de miembros del silogismo aristotélico y la tercera parte de nueve que, fuera de otros símbolos ya descubiertos por los sabios que se han ocupado antes que yo del tema, es la edad de Beatriz en el momento en el que Dante la ve por primera vez. Y como un día me lo explicó don Jacobo, dijo Santiago, como se lo había explicado don Jacobo Fiksler antes de que lo recluyeran en el manicomio de Ingeniero Cabred donde aún sigue encerrado por cosas como ésta, diez, o sea la suma de nueve más uno, o sea los lugares visitados en cada cántico, diez, es el número perfecto. La suma de los cantos, más la parte aquella de la selva oscura Che non lasció giammai persona viva da diez veces diez. Todo esto se aprende en primero inferior, pero lo que yo les pregunto, dijo Santiago, lo que yo me pregunto a mí mismo desde que dejé de escribir, es lo siguiente: si la verdad del arte no es su belleza, y si la belleza no es una cuestión de proporciones y de forma, de armados y combinatorias, por favor, ¿qué es? No, no me lo contesten porque yo sé perfectamente qué es. Y no porque lo haya dicho anoche y ahora me acuerde. Otra que acordarme, lo que hago es tratar de olvidármelo. Pero lo repito, y lo repito, y lo repito. Lo repito, murmuró por cuarta vez y yo tuve miedo de que ya no pudiera parar. Vivimos repitiéndonos, dijo. Como locos trepando una escalera redonda. Como esas ratas que corren dentro de una rueda. Y el verdadero problema, dijo Santiago y se interrumpió. Para qué necesitábamos conocer nosotros cuál era el verdadero problema.