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SEGUNDA PARTE. SANTIAGO O LAS MÁQUINAS QUE CANTAN

I

santiago se mató esa noche. El balazo le abrió el cráneo en cuatro, como un gran huevo, y la explosión le saltó un ojo. La idea, aproximadamente, es ésta: un huevo a medio empollar, porque es necesario imaginarse un huevo con cierta consistencia interna, partido en cuatro. El pollito, formado a medias y con ese aire de ambigüedad gelatinosa que adoptan las criaturas de Dios antes de llegar al mundo, entre la putrefacción y la vida, vendría a ser, derramándose pesadamente por las grietas, la masa encefálica del jujeño. Yo no lo vi, puesto que a esa hora, Graciela, deambulaba buscándote entre los cantos y la tormenta, en el Cerro de las Rosas; pero igual me acuerdo. Sólo tengo alguna dificultad para pensar el ojo. El ojo de Santiago, aparte, con el iris de un verde tenue, ligeramente traslúcido; solo sobre la mesa o quizá aún más lejos, caído en el suelo. Intacto. Mi error consiste, supongo, en que no puedo imaginarme a Santiago desde ningún ángulo del cuarto, como no sea de allí, desde el ojo.

El resto de la imagen: el cuerpo todavía sentado, los objetos de la habitación, la posición de la cabeza, el empapelado de luces, el brazo derecho del jujeño balanceándose al costado de la silla, sobre todo el balanceo isócrono de su brazo, y los dedos, aún enganchados al guardamonte de la Ballester Molina, dos dedos: todo esto sigue siendo tan nítido para mí como la última imagen que me queda de él. La de la galería en construcción, ese anochecer.

"En esa galería, ya terminada, todavía hoy están las máquinas que cantan", dice mi cuaderno Leviatán. Escribí esas palabras hace años, en el hotel donde se mató Santiago. Hoy las corrijo en un bar de Buenos Aires, lejos de todo aquello y de las primeras páginas de este libro. He vuelto más de una vez a Córdoba, tratando de encontrar no sólo a quienes vivieron esta historia sino al que hace años regresó para escribirla. Ni yo ni ellos ni la ciudad estábamos allí. Escribo ahora en cualquier parte. He descubierto, acaso demasiado tarde, que la ciudad y vos, Esteban Espósito y la muerte de Santiago irán conmigo adonde yo vaya sin necesidad de que los busque. Es extraño ver pasar el tiempo no sólo sobre la vida sino sobre lo que se escribe. A medida que los años me acercan al final de este libro, los años me alejan de la historia que cuenta, y mientras más me alejo de ella, más cerca me siento de comprender quiénes éramos. Tal vez un día lo termine; tal vez ese día sepa realmente cómo eras o por qué, antes de matarse, Santiago entró en la galería en construcción. En esa galería, ya terminada, estaban todavía, hasta hace unos años, las Máquinas que Cantan. Él me habló de ellas, al mediodía. Las Máquinas que Cantan, ese nombre les dio. Son aparatos tragamonedas. En la parte superior, detrás de un vidrio, contra un decorado de palmeras, plátanos y cocoteros, se ve una orquesta de animales de paño, preferentemente patos y monos. "Uno echa una moneda", me explicó Santiago, "y los tipitos empiezan a tocar y a zarandearse como locos". Y sacudía la cabeza al decírmelo, riendo, como quien piensa: lo que no inventan. Son feas, naturalmente, pintadas de colores chillones. El inagotable mal gusto de nuestro tiempo ha querido que tengan una vaga semejanza con los aparatos de televisión. Sin embargo, la última cosa que hizo Santiago, antes de matarse, fue recorrer la galería de punta a punta y poner una moneda en cada máquina. Lo vi cuando volvíamos del Observatorio, ese anochecer. Vos habías dicho: "El poeta, tu amigo", y señalaste hacia el lejano extremo de la galería. Pensé decir que no, que aquel hombre que entraba no era Santiago; pero después te fuiste y me quedé solo, envuelto en ese crepúsculo y en mitad de la calle, y pensé que sí. Únicamente a él, al jujeño, podía ocurrírsele una idea semejante: la de meterse en una galería en construcción sin advertir que del otro lado no había salida. Lo vi regresar sobre sus pasos y alejarse de mí, seguido de una creciente musiquita, múltiple, estrafalaria. Y aunque más tarde, en el hotel, cruzamos unas palabras a través de la puerta entornada de su pieza y volví a verlo un instante, digo que aquél es mi último recuerdo de Santiago porque me resulta imposible no vincular ese acto, al anochecer, con el otro, a la madrugada. A tal punto que sin aquella música su muerte se me hace pobre, casi inútil, inconclusa.

"Cantan, te digo", y se reía. Cómo que cantan, pregunté, contagiado yo también por su risa: ¿los animales cantan? "No, las máquinas. Toda la máquina: es como si la máquina entera cantase." Y yo dije: Toca música, querés decir; hay un disco que toca música, adentro. Todo era tan absurdo que a los dos se nos sacudía el cuerpo de tanto reírnos y Santiago tenía la vena de la frente como si fuera a estallarle, aunque cuando hablé me miró de un modo extraño, sin dejar de reír, pero con un gesto casi patético y tan poco adecuado a la situación que aun hoy sólo encuentro esa palabra (extraño) para describirlo. Dijo: "Bueno, supongo que sí, que ésa ha de ser la explicación, chango". Y se me atragantó un sorbo de mate y casi lo dejo escapar por la nariz, mientras el jujeño soltaba una carcajada limpísima, idéntica a la de esa mañana repitiendo que sí, que ésa y no otra era la sensata explicación de todo. Esto fue al mediodía, Graciela: antes que él contara la muerte de su padre y me mostrase la fotografía de bordes ondulados, antes que yo, al tocar los anillos, recordara haber roto un año antes mi compromiso matrimonial con una muchacha de nombre Beatriz y recordara otras muchas cosas vinculadas a Esteban Espósito. No tantas, es cierto, como para entender qué hacían esos anillos en este saco, ni por qué me obligaban a pensar en la Plaza Irlanda, pero suficientes como para despreocuparme del jujeño y de sus palabras, y (aunque lo hubiera presentido) también de todo lo que me obsesiona, que no he visto, pero que no puedo dejar de ver ahora, desde el ojo.

El balanceo del brazo, por ejemplo. El brazo, con la pistola, una Ballester Molina reglamentaria, balanceándose colgada de la mano derecha. El dedo índice y el dedo del corazón calzados dentro del arco del guardamonte, sobre el disparador, como si el jujeño hubiera gatillado rabiosamente, con los dos dedos. Porque lo primero que veo desde el sitio que dije es la mano, afilada y morena, y su movimiento pendular; detrás, la pierna derecha rodeando con firmeza la pata de la silla. Para que el cuerpo ofrezca resistencia y aguante el sacudón. La otra pierna hacia adelante, más descansada y blanda. Cómo hizo el ojo para caer al costado del cuerpo, y no hacia el frente (lo que me hubiera impedido ver la cabeza del jujeño, a causa de la mesa) lo ignoro, pero el hecho es que el señor Ripul, cuando abrió la puerta esa madrugada, lo primero que vio fue el ojo. Gritaba que estuvo a punto de pisarlo. Esto me han dicho, al menos, aunque también me han dicho que, mucho tiempo más tarde, el hotelero, al abrir esta puerta, aún juraba sentir "como si lo estuviera mirando", pero no desde el suelo, sino desde encima de la mesa. Ignoro por qué prefiero la primera versión, pese a que me obliga a imaginar el ojo saltando hacia adelante, como un tapón de sidra, chocando con algún objeto y rodando, por fin, hacia el sitio desde el que puedo ver la mano, la pierna, y con un gran esfuerzo, arriba, doblada sobre el brazo izquierdo, ocultando piadosamente lo más horrible de ese estrago (el vacío, sobre el pómulo) la cabeza del jujeño, partida en la forma que ya he dicho.

Un sacapuntas, sobre la mesa. Es dorado y tiene la forma de una diminuta copa de trofeo; la palabra victory aparece calada en la base. No me cuesta mucho imaginar que también a Santiago le gustaban estas chucherías. Sobre la pared, clavado con una chinche en el borde de una repisa, un detalle de El Jardín de las Delicias, recortado de una revista barata. También me acuerdo de nuestro último diálogo, a través de su puerta. Eran las diez de la noche y yo salía para el Cerro de las Rosas.

El jujeño estaba cebando mate.

– Llegate, entra -me dijo-. Bébete otras jodidas yerbas.

– No puedo -contesté-. Me esperan en el Cerro. Lo alcancé a ver, a través de la puerta entornada, mirando la noche por la ventana.

– Lloverán bigornias -murmuró; después levantó la voz-. Van a llover bigornias de punta.

II

Un galope o un desmoronamiento. Y el estallido de la palabra expósito como un mazazo admonitorio aplicado contra una campana neumática sumergida a incalculable profundidad y soportando, conmigo de pasajero, la presión fantástica de millones de atmósferas. Me devolvió a la superficie de las cosas, a Córdoba, a vos, como si me arrancara desde el fondo de un mar. Quedé sentado en la cama. Alguien o algo acababa de abandonar el cuarto y yo tenía la espalda empapada. No había dormido; sin embargo, cuando oí el tumulto y escuché mi nombre fue como despertar. Salté de la cama pensando: Tengo que verla. El saco, sobre la silla, volvía a ser un objeto inofensivo y familiar, o acaso lo del saco fue a la mañana. Y el origen del escándalo, afuera, se redujo a unos ruidos de fratachos, a unas picas, a una sonora máquina de mezclar cemento. Moraleja, pensé. ¿Cuál? Lo pensé un momento después, en la vereda, cuando el albañil me dijo que su cigarrillo era negro. No hay como ver un obrero, en ciertas circunstancias. Tan saludable que me pareció panfletario. Con gorra y todo. Debe descender de vascos: colorado, sonriente y enorme como un bebé de dos pisos; da la impresión de haber hecho una revolución social para él solo. En una mano traía un cigarrillo, en la otra, un balde de mezcla. Iba por la realidad con su balde de mezcla como un nene con la budinerita de la hermana. Yo le había pedido fuego. Tenía mi encendedor en el bolsillo, pero yo le pedí fuego, no pude evitarlo, supongo que se trataba de algo parecido a mi frase sobre la metafísica y la hepatitis, esa mañana con Santiago. Pero estaba visto que hoy me había metido en el mundo por una puerta equivocada, porque él, antes de poner en contacto su cigarrillo con el mío, creyó necesario advertirme simplemente: "Es negro". Crucé la calle con mi propio cigarrillo negro apagado, vi un bar, fui derecho al mostrador y pedí el teléfono. Yo tenía que hablar inmediatamente con vos. Cuando levanté el auricular me di cuenta de que no sabía a qué número llamarte. El barman me miraba. ¿Y ahora? Algo había que hacer con ese teléfono. No todo estaba perdido: yo conocía, por lo menos, el número de mi hotel. Marqué y oí del otro lado un susurro algodonoso. El señor Ripul. Como si un gusano de seda se comunicara conmigo a través de las paredes de su capullo.

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