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– Y qué más -me oí decir.

– Cómo qué más. Te parece poco un elefante.

Porque de este lado del puente de piedra vos habías estado hablando de un elefante o un león, ya no recuerdo, pero sé que era poderoso y feroz y vivía en el lavadero o en la leñera de tu casa, aunque sólo por la noche. Había venido de África (¿cómo?) caminando, cómo iba a ser, los elefantes no vuelan, y si vos querías, él (¿quién?), el león, o de qué estábamos hablando, yo no debía ser tan papamoscas y debía poner mucha atención en las cosas que me contabas, él era capaz de realizar actos prodigiosos, o inesperados y malignos, como casarse con Ana Laura (¿Ana Laura?), naturalmente, pero eso cuando eras chica porque un día habías crecido y los actos prodigiosos y malignos ya fueron de otra naturaleza y la leñera era un pabellón de caza, aunque los encuentros seguían siendo siempre por la noche, y su poder sobre vos era inmenso (¿qué te pedía que hicieras?), nada, ninguna mujer hace nada si no quiere o porque alguien se lo pida (¿y él?), el león también hacía las cosas sin que nadie se las pidiese, a un ser tan sobrenatural no se le pueden andar exigiendo demostraciones, pero tal vez yo era de veras un poco ganso y no comprendía que lo extraordinario de tener un amor secreto y extraordinario era justamente eso, que una podría pedirle todo, si quisiera.

– ¿Un amor secreto?

– Un elefante.

El camioncito se había alejado hacia el poniente por una calle ondulada y sinuosa. De vez en cuando volvía a verse, un poco más diminuto, en algún recodo o en una loma. De un momento a otro iba a regresar; mientras tanto, oír sólo el rumor de los truenos y de los animales que ingresaban en la noche, era como una tregua. Te pedí que me hablaras de tu adolescencia.

– Nada notable. Ni luciérnagas en un frasco ni flores secas en los libros. Ya te hablé anoche de todo eso.

– Anoche me hablaste de Monelle, no de vos. Y de caminatas a la orilla del mar, descalza.

– Yo nunca te hablé del mar. Pero también hubo un mar. Yo tenía cinco o seis años y fuimos a pasar el verano a la casa de tía Angelina. La casa daba a la bahía. Había un faro y un parque de arrayanes. El jardinero se llamaba Lucas. Sí, ya sé que estás pensando que cinco o seis años no es la adolescencia y que nunca se han visto arrayanes cerca del mar, pero a mí me gustaban esa casa y ese faro. La última vez que los vi tenía catorce años. Lo demolieron todo.

– Quién es Patricio.

Un pájaro chilló largamente, detrás de los últimos sauces. Me pediste un cigarrillo. Te lo di.

– Patricio es el tío Patricio -dijiste con voz opaca-. Y no tiene nada que ver con el mar.

– Sos ambigua. Tu elefante era mucho más real que esto.

– Mi león. -Ahora te reías. -Soy ambigua y terriblemente misteriosa y no me canso de decir mentiras. Desde chica me recuerdo inventando las mentiras más fantásticas.

– Yo también; pero no es eso. Vos hablas envolviendo los hechos. Ciertos hechos.

– Como cuáles.

– Eso es justamente lo que me gustaría saber. Allá lejos me pareció ver otra vez el camioncito. Volvía. Un campanario llamó a la oración de la tarde.

– Al principio siempre es ambiguo -estabas diciendo. Y yo pensé al principio de qué, de qué cosa que ocurre siempre. -Lo desconocido está rodeado de misterio y por eso es hermoso. Patricio tiene razón. Conocer a la gente es como matarla.

En la tarde se abrió como un túnel, uno de esos huecos donde realmente ocurren las cosas. Sentí que te volvías lejana, como alguien a quien se ha conocido hace mucho tiempo y cuyos rasgos apenas pueden ser reconstruidos por la memoria o la imaginación, pero no sólo así, no sólo lejana en esa dirección que llamamos tiempo y que al fin de cuentas es siempre contigua y alcanzable por el recuerdo, sino, pensé, lejana de un modo casi absoluto, casi físico, como cuando de chico invertía las lentes de un prismático y los objetos eran lanzados prodigiosamente a regiones remotísimas, o como cuando despertaba en plena noche, también durante la infancia, con el cuerpo envuelto por la fiebre, viendo que mi padre y mi madre seguían sentados al borde de la cama, pero tan distantes, tan inalcanzables, y oía el sonido de sus voces huecas sin comprender las palabras.

Te besé. Pasó un momento antes de que cerraras los ojos. Sentí otra vez el pavor de tu cuerpo y el rechazo instintivo de tu boca. Después, como se siente crecer una Ola, sentí que te abandonabas a mis manos con desesperación y desafío. Te aparté.

– ¿Por qué? -dijiste-. Eso, lo que acabas de hacer. ¡Por qué me apartaste? -Tenías los ojos muy abiertos, como si volvieras de caminar por una casa a oscuras. -No, no me lo digas… Oíme, por favor… No me hagas nada malo. -Hablabas con la vehemencia desamparada de una loca. -Nunca me hagas nada malo, ni dejes que te lastime.

Me di vuelta, apoyándome en el parapeto, para mirar el agua.

– No sé de qué estás hablando -dije sin mentir.

El atardecer se había quedado como en suspenso, las campanas y los truenos lejanos y los pequeños animales del crepúsculo parecieron enmudecer al mismo tiempo: un momento más y por fin sería de noche. Me pareció que volvías a nombrar a Mariano. Yo sólo oía el altoparlante y su música, sólo veía la piedra lapidaria de los amantes de mármol: ella de espaldas, blanca y titánica y con el culo al aire; él de frente, colosal, con su hojita de parra sostenida por la nada. Los brazos alzados de la pareja edénica cruzan sus manos en lo alto, porque evidentemente se aman. Me gusta imaginarte, Beatriz, piensa Esteban Espósito a setecientos kilómetros de la lápida, aunque ninguno de los dos haya vuelto me gusta imaginarte caminando sobre la grava de la plaza con tu sonrisa un poco irónica y cansada de los últimos tiempos, una sonrisa vagamente divertida y de algún modo victoriosa, mientras, de este lado del puente, yo meto la mano en el bolsillo y saco los anillos y me quedo mirándolos unos segundos en la palma de la mano.

Plop, plop.

Le has pasado un dedo por la rodilla al amante titánico de la Eva culona. Como dejar un mensaje invisible en un código secreto escrito para nadie.

Plop.

XIX

Otra vez la espadaña de las Teresas, el Monserrat, las putas frente al Seminario Mayor y el volcán en erupción, el corazón de Nápoles en el centro de Córdoba. Señalaste el cielo y yo dije que sí, la tormenta, pero resultó que me estabas señalando una estrella, la única que podía verse en todo el cielo, ínfima entre los nubarrones. Caminábamos hacia el centro de la ciudad y ya había anochecido. Dijiste que esa estrella debía tener un nombre. O un número, dije yo. Vos dijiste que si podía verse entre tanto nubarrón tenía que ser una estrella importante, una estrella con nombre. Algo hermoso como Aldebarán o Ave del Paraíso. Yo dije que Ave del Paraíso es una constelación, no una estrella, y que debía de estar más bien a nuestra espalda, invisible no sólo a causa de los nubarrones sino de unos cuantos edificios, demasiado modernos para mi gusto, y que para ver Aldebarán este mes ibas a tener que viajar a Europa. "Tal vez vuelva a hacerlo", dijiste en voz baja, y yo me pregunté qué me pasaba y en qué momento del trayecto entre el puente y esta calle había comenzado a detestarte. Un humor malsano, aparentemente sin causa pero tejido de innumerables babas sombrías, me rodeaba el cuerpo como una tenue malla eléctrica. El sueño, tal vez, o la irresolución de la hora, su ambigüedad entre el crepúsculo sin color y la noche que no llegaba nunca. Cuando se desencadenara la tormenta, pensé mientras cruzábamos una galería comercial, mi cabeza iba a hacer pararrayos. Demasiado vidrio, pensé. Eso es lo que pasa. Hay demasiado vidrio en Córdoba. Tanta fragilidad junto a la solidez de esas piedras es una combinación maligna. Una metáfora casi demasiado obvia. Lo pensé y me oí riendo por lo bajo, pero desagradablemente, con una risita seca y sin alegría. Vos, sin mirarme, murmuraste que también estabas contenta, que yo te hacía bien. Salimos. Enfrente otra galería, a medio construir. Dos tablones cruz condenaban la boca de salida. próximamente: trattoria el calamar. Una disonancia como para helarle la sangre a Patrick Geddes. Otro de esos adefesios que, como un morbo subcutáneo, se enquistan dentro de la ciudad en galerías que la recorren como venas y amenazan barrenarla hasta que se venga al suelo, mientras la van plagando secretamente con su infección de alfajores, calzones, televisores, ollas a presión, perfumes y grasientas jaleas de rejuvenecimiento para hembras espantosas que, huyendo de las calles por esos túneles de ratas, desembocan por fin en una iglesia y van a oír misa ante un altar de cedro paraguayo bajo una bóveda labrada que encegueció a un tallista hace trescientos años. Lo dije y me miraste con curiosidad. Y dije que uno de estos días iba a aparecer un bidet en el pulpito de San Roque o en el sagrario de la Capilla Doméstica, un bidet floreado, y los chicos serían bautizados en palanganas de plástico. Y que no alcanzaba a comprender por qué curiosa razón los cordobeses (ustedes, dije) se enorgullecían de tener en porcentaje más galerías comerciales que Buenos Aires. Cuál era el mérito, por favor. Vos me mirabas en silencio con La misma expresión de la noche anterior, en la Cañada, o de esa misma mañana cuando dijiste que tenías hambre. Yo agregué que este dato, el de las galerías y el vidrio, sumado al de la contienda entre rosarinos y cordobeses por ser la segunda ciudad del país, explicaba muchas más cosas de la Argentina y del famoso ser nacional que todo lo hablado en la Universidad hacía unas horas. Lo mismo que los cartelitos del teatro Arlequín, anoche. La segunda ciudad de la República, qué quiere decir eso. Yo no veía cómo nadie normal puede disputar el segundo puesto de algo. La segunda ciudad. Viene a ser, en esencia, enorgullecerse de no haber llegado primero. Te miré. No cambiaste de expresión. Dijiste algo inverosímil; dijiste: "Si querés molestarme, estás aviado." Y te reías. Creo que perdí el mal humor pensando en la palabra aviado y en que eras una actriz genial o realmente no entendías en absoluto a qué venía todo esto de ser o no el primero, el único, suponiendo que yo mismo lo supiera. Su inocencia es legítima, pensé. Su inocencia es legítima como su alegría, o finge con tanta convicción que casi da lo mismo. Misterio o matiz que pensaba develar esa misma noche en la quinta, a menos que fueras realmente una actriz genial. De cualquier modo en ese momento perdí el malhumor y, en la galería de enfrente, me pareció ver a Santiago.

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