(Los jueces reían, aunque ahora me encontraba rodeado de una niebla espesa y sólo oía las risas, como alejándose, y no podía ver a los jueces.)
Este árbol es ancho como un hombre, y cuanto más lo examino y admiro sus detalles, tanto más humano me parece; quiero decir que lo siento como un ser que está vivo y que siente y que piensa. Hay una columna de hormigas negras que sube y otra que baja por la rugosa superficie del tronco.
Pienso que la corteza parece la piel de un animal; siento que si le arranco un trozo, uno de estos trozos con forma de islas irregulares, por debajo brotará la sangre como si le arrancara la costra a una herida que cicatriza. Sé que no podría hacerlo, que no podría arrancarla; y ahora me sube por la espalda una curiosa sensación de miedo, porque me parece que sería muy fácil establecer una comunicación con el árbol; que podría saber qué piensa y conversar con él. No sé por qué esto me asusta, y sacudo la cabeza y muevo ligeramente el cuerpo para ahuyentar mis propias ideas. Continué mi paseo.
(Del lugar donde me encontraba podía salir sólo a través de una escalera de caracol, descendente; bajo con mucho cuidado los escalones pues no puedo ver nada más que un tramo muy breve, y temo caer; a los costados no había nada, o al menos no podía ver ni tocar nada; mi descenso es muy lento.)
Llegué a un lugar donde los árboles raleaban y había un claro circular con una fuente en el centro. Abundaban los matorrales. El cielo se mostraba cada vez más oscuro; y a pesar de que no serían más de las tres, o a lo sumo las tres y media de la tarde, parecía como que estuviese anocheciendo. Noté asimismo un calor creciente y húmedo. Me inquietó la idea de que una tormenta -que al parecer habría de desatarse pronto- me impidiese emprender vuelo esa noche.
La fuente era muy pequeña, con una base formada por baldosas también pequeñas, cada una de las cuales tenía un dibujo hermoso y antiguo, en distintos colores; la base tendía a la forma circular, aunque sólo era una aproximación, ya que las baldosas eran rectas. Los dibujos me parecen todos ingenuos y figurativos, flores, rostros de mujeres, paisajes marinos, escenas de trabajos campestres.
Uno de ellos sin embargo, perdido entre los demás, representa a un ser alado, un hombre volando entre nubes, que se me parecía notablemente. Al menos se parecía a la imagen que conservaba de mí en la memoria, y pensé que quizás ahora presentara un aspecto completamente distinto; recordé el baño de inmersión durante el cual había perdido el pelo y adquirido una piel distinta, y la descripción de Sonia, de mi frente y mis ojos. De todos modos aquella figura representaba a mi vieja imagen, con largos cabellos negros que me caían sobre los hombros, cejas espesas y una frente amplia y recta.
Del centro de la base -llena de agua sucia y musgosa, y en donde me pareció ver pasar fugazmente algún pececillo rojo- surgía una figura de mármol, blanca, algo así como una virgen en actitud mística, la mirada perdida en el cielo, pero con múltiples brazos en distintas posiciones; y al girar alrededor de la fuente advertí que era una figura circular que mostraba al espectador siempre el frente de la supuesta virgen, y no estaba bien delimitado dónde terminaba una de las caras y comenzaba la otra; desde ciertas perspectivas podían verse tres o cuatro ojos, dos narices, varias bocas; y por momentos resultaba muy confusa, costaba mucho reconocer un rostro. Me extrañó que esa primera visión hubiese sido tan nítida; luego no pude volver a conseguirla, descubría siempre algún elemento que introducía la confusión: una oreja de más, otro ojo.
(Había llegado al final de la escalera, la bruma se ha esfumado, y me encuentro ante una puerta abierta; da a una calle conocida, aunque no puedo recordar su nombre. Anduve unos metros y desde la bocacalle, hacia mi derecha, pude ver el cuerpo blanco de un ser alado tendido en la calle, entre un montón de plumas; tenía forma humana; y vi cómo las plumas seguían cayendo sobre él, desde el cielo, lenta e interminablemente.)
Noto que una mujer desconocida camina a mi lado.
– Puedo dejarte en la Place Flammarion; no es muy lejos -dice, como respondiendo a una pregunta que yo le hubiese formulado; entonces supe que se llamaba Sonia y la recordé como a alguien familiar, recordaba todas sus características aunque no podía saber cuándo la había visto antes.
En la calle no había mucha gente, pero algunos bares estaban concurridos; y luego vi en las calles perpendiculares grupitos que se amontonaban en ciertas vidrieras.
– ¿Qué hacen? -pregunté.
– Ven televisión -respondió Sonia.
– ¿Fútbol?
– No -responde-. La guerra.
Nos aproximamos a una de esas vidrieras. A pesar de la gente apiñada puedo ver la pantalla del televisor, ubicado a cierta altura; se ve un ejército a caballo, seguido a lo lejos por tanques. Una breve toma, casi en primer plano, muestra fugazmente a Hitler, sable en mano, dirigiendo la tropa, sobre un caballo blanco.
Abandoné la fuente y seguí andando, hasta llegar a una escalinata muy ancha, de escalones pequeños, y muy larga, que me produjo vértigo. Parecía el acceso principal de la plaza. Bajé los escalones con cuidado, apoyando la mano en una construcción de material que bordeaba la escalinata sobre el costado derecho, y llegué a la calle. En el asfalto se veían vías, y junto a la esquina un poste que supuse indicaría la parada. No vi a nadie a quien preguntar por la dirección que me había dado Sonia, pero de todos modos me recosté a la pared, próximo a la esquina, suponiendo que ya pasaría alguien a quien preguntar, o bien podría tomar el tranvía y consultar al guarda: tenía, de cualquier manera, ganas de viajar en tranvía; me provocaba lejanas rememoranzas, que ubiqué vagamente en los años infantiles: un sonido de campanas, un movimiento traqueteante muy distinto al del ferrocarril, un chirriar de frenos.
Esperé largo rato sin que aparecieran tranvías ni peatones, ni taxímetros ni, siquiera, otra clase de vehículos. Advierto en mi yo del sueño una ansiedad creciente por aproximarse a mí; viene por la rué Ste. Madelaine, moviéndose torpemente, como desconcertado. Ya Sonia no se encuentra a su lado. A pesar de la ansiedad, avanza con mucha lentitud, con los brazos flojos a los costados, y tiene la vista perdida en algún punto por encima del horizonte.
Sentí que se estaba haciendo tarde, y que realmente no podría estar tranquilo si no llevaba el mensaje a ese tal Anatole. Me producía culpa no hacerlo. Y aunque Sonia no había hablado de ningún plazo, por más que era evidente que tendría que ser mucho antes de las nueve, hora en que presumiblemente Anatole debía concurrir a ese teatro, como no tenía mayor idea de la distancia que me separaba de su casa ni de cómo llegar, sentía que debía hacerlo en seguida, aunque todavía fuese temprano. ¿Las cuatro, las cinco? La verdad es que había perdido toda noción de la hora.
Se me ocurre que puedo terminar con esta dualidad que ya me incomoda demasiado, buscando una coincidencia con el yo del sueño; trato de aprovechar la circunstancia de que él, ahora, está haciendo un recorrido idéntico al que yo realizara hacia la plaza, y pienso que puedo intentar comunicarme con él y atraerlo.
Cerré los ojos, para concentrarme exclusivamente en las escenas del sueño. Lo veo recorrer la plaza, siempre con su aire desorientado, vagar entre los árboles y por el claro con la fuente, y pienso en él cada vez con mayor simpatía. Al parecer, esta corriente de simpatía logra alcanzarlo y descubre a un hombre que baja la escalinata de la plaza, este hombre es una imagen de mí mismo -de nosotros mismos- que he logrado crear en el sueño.
(Voy siguiendo a ese hombre que siempre se mantiene a la misma distancia, delante de mí, no importa la velocidad con que yo camine. Baja los escalones, con mucho cuidado porque la escalinata es empinada, pero a pesar de su lentitud no logro alcanzarlo. Por fin llega abajo, y cruza la calle. En la esquina se detiene, y se recuesta contra la pared. Ahora, al acercarme, puedo verlo de frente: es alguien exactamente igual a mí. Debo acercarme siempre lentamente, porque cuanto más me acerco más sé de él, como si fuera absorbiendo toda su memoria, incorporando todo su pasado. Por fin logro ser él mismo, ocupar su mismo lugar contra la pared y saber que, para él, yo había sido simplemente el actor de sus sueños. Ahora, somos una sola persona.)
Desapareció el sueño y todo fue distinto. Viví algunos instantes muy intensos. Abro los ojos, y es como si viera las mismas imágenes desde dos puntos de vista; el hecho de que los dos puntos de vista sean idénticos no impide que surja un matiz nuevo, algo esencialmente distinto en esta visión. Nada ha cambiado objetivamente a mi alrededor, pero siento que hasta este momento nunca había visto las cosas tal como son; tampoco puedo hablar de una mayor comprensión de la realidad, sino, tal vez, de un mayor grado de aceptación, o de una aceptación total. Los edificios lejanos, los árboles, las vías de tranvía, todo forma ahora algo coherente y creíble.
Durante unos segundos hubo un pequeño desfasaje, y las cosas se vieron como un negativo puesto sobre un positivo, en relieve, ligeramente corridas; y tuve la certeza de lo precario de mi estado. En efecto: lentamente se fue desvaneciendo esta percepción y me encontré con mi visión habitual, mucho más pobre. Me pregunto si este yo consciente que ahora se encuentra aquí en la esquina es el del sueño o el de la vigilia; y es una pregunta que no puedo contestar. Lo único cierto es que ahora vivo una sola acción, única. No tengo ya el sombrero ni los lentes que me había dado Sonia; conservo el saco. Hago un esfuerzo y trato de volver a espiar hacia el otro actor de mis acciones, fuese uno u otro, y no hallé nada: nada más que el mundo exterior corriente que me rodea.
Eché a andar por una calle perpendicular a la plaza, que no es la misma rué Ste. Madelaine por la cual había accedido a ella, ya que las vueltas dadas en la plaza me habían cambiado totalmente la dirección. Es un barrio distinto, residencial, muy tranquilo surcado de callecitas cortas y curvas. Las casas eran más bien altas, construidas sobre montículos de césped, y por lo general tenían dos o tres pisos y rejas o amplios portones a la entrada. El recorrido se fue haciendo complejo; de pronto la calle terminaba en una escalera retorcida que llevaba a otra calle, muy alta, donde las casas se apilaban como al azar o parecían construidas con cubos infantiles; y otras escaleras y otras calles, abajo, curvas o en zig-zag. Después de mucho andar desemboqué en un gran bulevar; allí reconocí el París de las postales, y me encontré de pronto frente al Louvre -sorpresivamente custodiado por una docena de soldados con ametralladoras, que me quitaron toda idea de intentar recorrerlo-, y más allá el Arco de Triunfo, y, torciendo hacia la izquierda, el Sena. Y junto al Sena el centro comercial, las tiendas, los teatros, las librerías, los clubs nocturnos, todo el París tradicional que hasta ese momento no había visto; me produjo una excitación especial encontrarme allí, me pareció que recién llegaba del largo viaje, que recién me encontraba donde quería encontrarme, que todo lo anterior nada tenía que ver con París ni con los motivos del viaje.