La cosa parece bien simple; ahora sólo me falta saber cómo llegar a esa calle.
– Supongo que no tienes mucho dinero -dice Sonia, y abre la cartera. Saca unos cuantos billetes-. Toma un taxímetro, o si te las ingenias para llegar en tranvía tendrás más dinero para ti. Si vas en taxi no te bajes en esa misma cuadra; una o dos antes, o después.
– Bien -digo, y me llega por fin la conciencia (que lentamente había estado queriendo manifestarse de estar soñando otra vez) en forma involuntaria.
Andaba por el desierto, bajo un sol inmóvil, casi rojo; andaba en espiral, veía la espiral trazada por las huellas de mis pies y no podía explicarme por qué lo hacía. Sólo la arena y el sol, y yo y mis huellas; el desierto parecía extenderse al infinito. Pero yo no tenía calor, ni sed, ni estaba cansado; andaba, insensible, trazando la espiral de mis huellas con suma pulcritud, y vagamente quería salir del desierto, me sentía vagamente incómodo por no poder hacerlo.
Sonia, al parecer, no advierte en mí ningún cambio, y seguimos caminando por la callecita, hacia la plaza. Me doy cuenta que puedo mantener con ella una conversación normal, si tengo cuidado, y al mismo tiempo seguir las escenas del sueño, que me interesan vivamente.
– ¿Qué relación hay entre Angeline y el viejo Abal? -pregunto para hacerla hablar y que no me tome la sorpresa con alguna pregunta mientras espío hacia mi sueño.
(En el sueño, los rayos del sol caían sobre mi espalda como finas culebras rojas, que me bañaban, se deslizan por todo mi cuerpo y eran tragadas por la arena. Alcé la vista hacia el horizonte, buscando alguna referencia, y seguí trazando la espiral, que ahora abarca una superficie inmensa, y no logré ver otra cosa que arena, cielo y las huellas de mis pies. Las culebras seguían lloviendo inofensivamente sobre mi cuerpo.)
– No creo que haya ninguna relación especial -responde Sonia encogiéndose de hombros-. En un tiempo trataban de hacer creer que eran padre e hija, pero nadie los tomó en serio.
– ¿Ellos pertenecen a la Resistencia? -pregunto.
– ¿Desde cuándo te has vuelto tan curioso? -dice, mirándome sonriente, y sus ojos muestran la voluntadle no responderme.
Aunque mi yo del sueño no parece muy angustiado por su situación, a mí me crispa los nervios. Trato de enviarle señales de angustia para que salga de allí. De inmediato pareció recibirlas; se paró -y el centro de la espiral ya no está ante su vista, la espiral se había extendido ocupando todo un territorio desértico-, y miró vivamente en todas direcciones, como buscando el origen del llamado; luego siguió andando, pero vacilaba en el trazado de su dibujo, y se detenía de tanto en tanto a mirar, a escuchar.
Sonia necesitaba cigarrillos. Entramos en un bar. Hay algunos parroquianos dispuestos en semicírculo junto al mostrador; me llama la atención comprobar que no consumen nada. El patrón, subido en un banco, trata de hacer funcionar un pequeño aparato de televisión, ubicado en la estantería tras el mostrador. Después de unos instantes la pantalla se aclaró y pude ver algunos slides publicitarios, acompañados de la voz monótona de un locutor cansado.
– ¿Qué sucede? -pregunté a uno de los tipos-. ¿Fútbol?
– No -respondió secamente, sin apartar la vista del televisor-. La guerra.
En efecto: pronto se cortaron los avisos y aparecieron unas tomas, en principio confusas, que luego se hicieron más precisas: era un ejército, a caballo, que avanzaba, atravesando la campiña francesa próxima a la frontera, sin encontrar resistencia.
– ¿Qué espera De Gaulle para intervenir? -preguntaba, indignado, un parroquiano.
– Él sabe lo que hace -responde otro, sin énfasis.
– ¿Intervenir, De Gaulle? Si esta mañana declaró a favor de los alemanes… -comenta un tercero.
– ¡Bah! -el patrón alza los hombros, mientras le alcanza a Sonia los cigarrillos-. Nadie sabe nada, todos hablan, nadie sabe nada.
(En el sueño, siento una tremenda angustia que me va ganando y cuyo origen no puedo localizar; busco a mi alrededor, trato de escuchar alguna señal, porque estoy seguro de que la angustia se debe a un llamado exterior. No veo ni escucho nada, no encuentro nada ni nadie, y siento un vivo deseo de escapar del desierto. Me detuve, respirando con ansiedad y la transpiración me cubría la frente y empezaba a bañarme los ojos. Luego caí en la arena, con la certeza de que los árabes me perseguían, que se aproximaban blandiendo sables de ancha hoja reluciente, montados en camellos. Comencé a arrastrarme por la arena.)
Salimos al bar. Yo estoy muy deprimido. "¿Es que la guerra nunca ha de terminar?" -me pregunto, y siento una opresión en el pecho. Sonia me había dicho algo que no escuché.
– ¿Perdón?
– Que me repitas las instrucciones, otra vez -dice.
Las repetí, con desgano.
– Irás, ¿verdad? -preguntó recelosa.
– Iré -respondí, tratando de impresionarla con un tono de firmeza, aunque íntimamente dudaba de lo que habría de hacer-. A propósito -pregunté en seguida-. ¿Qué es lo que pasa esta noche en el Odeón?
Me miró de reojo. Supe que cualquier cosa que dijera iba a ser mentira o, por lo menos, no toda la verdad. Ella también sabía que yo lo sabía, pero igualmente respondió tratando de ser natural.
– Un espectáculo. Variedades, canciones. Esas cosas -dijo, y no quise insistir.
(En el sueño, oigo el galope de los camellos sobre el piso de madera, estaba arrastrándome sobre un parquet lustroso; levanto la cabeza, apoyándome en las manos, y veo que estoy en una enorme cancha de básquetbol; y el ruido no provenía de los camellos sino del rebote de la pelota de cuero contra el parquet. Confundido, me puse de pie, y advierto que el público que rodea la cancha cerrada me observa y hace ademanes de enojo para que salga de allí. Los jugadores me cercan el paso, me veo obligado a retroceder sin poder salir, mientras crece la indignación del público. Los jueces resuelven suspender el encuentro y me llaman ante ellos, sentados detrás de un enorme escritorio, sobre el cual hay papeles y una campanilla. Los jueces tenían pelucas rizadas y entalcadas y me miraban gravemente.)
Llegamos a la plaza. Subimos por una escalerita circular, de ladrillos rojos, que desemboca en una enorme explanada cubierta de césped y surcada por caminitos; más allá hay árboles, altos y de copas verdes. Seguimos uno de los caminitos y encontramos un banco de madera; allí, Sonia se detuvo.
– ¿Alguna duda sobre tu misión? -pregunta. Le respondo que no. Ella me da un beso breve en la mejilla y se aleja a paso rápido, en una dirección distinta a la que traíamos. Yo me siento en el banco y vuelvo a ponerme el sombrero y los lentes, que me estorban en la mano. Observé el entorno de la plaza y al mismo tiempo las imágenes del sueño.
La plaza es hermosa y está desierta. El pasto es de un verde muy brillante, y allí se respira un aire limpio y sutil, distinto al de las otras zonas de París.
Comienza a preocuparme que el sueño se prolongue excesivamente. Advierto que no me es posible hacer nada para que cese, y si bien puedo seguir perfectamente las acciones simultáneas quisiera verme libre de esta preocupación adicional; pienso que ya tengo suficiente con mis problemas de vigilia.
(El juicio es fatigoso e interminable; los jueces me hacían preguntas complejas, que yo no lograba entender por completo; por lo general me perdía al comienzo de una frase, y cuando trataba de retener el sentido de lo que había escuchado notaba que la frase seguía y yo no había prestado atención; y seguía, aún, y yo ya no procuraba entender, sino recordar el principio que se me había borrado. Así, cuando concluía la pregunta, yo no sabía qué contestar, y esto era evidentemente interpretado de manera desfavorable por los jueces, quienes se miraban significativamente, movían la cabeza, y la maldad brillaba en sus ojos; y ya estaba otro de ellos comenzando una nueva pregunta.)
En mi mente buscaban ordenarse los recuerdos y los pensamientos, las explicaciones y las fantasías. Había entornado los ojos y tenía la cabeza inclinada sobre el pecho. Entre todas las corrientes que fluían y se ubicaban había una que se destacaba especialmente, que las recorría todas sin encajar con ninguna: la idea de que había realizado un viaje en ferrocarril de trescientos siglos, de que en ese viaje había sucedido algo, tal vez conmigo mismo, que lo invalidaba; que el propósito que me había llevado a emprenderlo ahora yacía olvidado e inútil. Que mi presencia en París no tenía, ahora, ningún motivo.
– Sin embargo -dijo una voz que me sobresaltó; levanté la vista y me encontré ante un individuo alto y delgado, pulcramente vestido de blanco desde el sombrero hasta los zapatos, y portando un bastón de puño nacarado; la cara quedaba oculta en la proyección de las alas de su sombrero, aunque podía notar cómo resaltaba el blanco de sus ojos alargados-, sin embargo no me parece insensato emprender un viaje para darse cuenta de su inutilidad. Si usted cambia esa desesperación actual por una calmada desesperanza, habrá obtenido algo que muchos humanos anhelan.
El final me llegó desde cierta distancia, pues el hombre había echado a andar por la mitad de la frase y ahora lo veo alejarse, su blanca espalda tratando de perderse entre los árboles. Me pongo de pie y corro tras él.
(Creí entender que se me estaba juzgando no por haber interrumpido el partido de básquetbol, sino por haber presenciado la muerte de algo como un pájaro; los jueces hacían frecuentes referencias a este hecho oscuro que yo sabía de algún modo verdadero, aunque no pudiese recordarlo; me sentía cada vez más culpable y llegué a temer que en algún momento, en el pasado, hubiese llegado realmente a dar muerte a un ser volador; pero los jueces no me acusaban de ello, y ni siquiera parecía importarles demasiado el hecho en sí, sino que hacían hincapié en mi participación como testigo -cosa que creían mucho más grave y reprobable. Los interrumpí, porque ya no podía tolerar más la angustia y la culpa, y pedí que me condenaran a muerte de inmediato; ellos se miraron brevemente y comenzaron a reír, con maldad, y no dejaban de reír.)
Los árboles crecían muy próximos unos a otros; casi era un bosque. El hombre se me perdió de vista en seguida, con una velocidad increíble. No me di por vencido, y anduve entre los árboles, buscándolo.
Comencé a sentir una nueva forma de bienestar. Me dejé atrapar por la belleza de aquellos árboles; parecen pinos, aunque no estoy seguro de que lo sean. Las cortezas presentan maravillosos dibujos, como trazados muy laboriosamente por una mano incansable, y tienen un color muy atractivo, castaño casi violeta con infinidad de matices. Paso entre los árboles, observando o más bien dejándome penetrar por los dibujos y el color, y poco a poco me voy olvidando del hombre de blanco. No es que lo olvide realmente, sino que mi búsqueda va perdiendo fuerza e interés, porque me interesan más los árboles.