Hoy prefiero recordar una historia que él me contó. La historia trata de un viaje a un país africano, creo que era Mali, no soy capaz de precisarlo. En cualquier caso Rey Rosa llega en avión, a la capital, una ciudad caótica y cerca de la costa. Tras pasar unos cuantos días allí se traslada en autobús hacia un pueblo del interior. En ese punto acaba la carretera o bien, es una posibilidad, la carretera se vuelve incierta, como una pista en el desierto que cualquier golpe de viento deshace.
Decir que Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.
El pueblo está junto a un río y Rey Rosa toma una barca que navega río arriba interminablemente. Finalmente arriba a una aldea, y tras caminar y preguntar a la gente, llega a una casa, una casa de ladrillos de una sola habitación, que es el lugar al que se dirigía. La casa, que pertenece a un pintor mallorquín que probablemente es uno de los grandes pintores contemporáneos, está vacía. En algún lugar hay un arcón y dentro de ese arcón, a salvo de las termitas, se halla la biblioteca del pintor. Esa noche Rey Rosa lee hasta tarde, iluminado por una vela, pues allí, es obvio decirlo, no hay luz eléctrica. Después se cubre con una manta y se echa a dormir.
Durante algunos días permanece en la aldea, que apenas si tiene las suficientes cabañas como para merecer ese nombre. Compra comida a los lugareños, bebe té a orillas del río, da largos paseos hasta el borde del desierto. Un día termina de leer el libro que ha cogido del ya legendario arcón y entonces lo devuelve a su lugar, cierra la casa y se marcha. Cualquier otro hubiera emprendido de inmediato el camino de regreso. Rey Rosa, sin embargo, sale de la aldea, como se suele decir, por la parte de atrás, no por la parte del río, y se dirige a unas montañas. He olvidado el nombre de éstas. Sólo sé que al atardecer adquieren un tono azulado que pasa, paulatinamente, del azul pastel al azul metálico. La oscuridad, por descontado, lo sorprende caminando por el desierto, y aquella noche duerme entre alimañas. Al día siguiente reemprende el camino. Y así, hasta llegar a las montañas, que encierran pequeños valles estériles, en donde el mar de arena va desgastando las rocas. Aún pasa allí una noche más. Luego regresa a la aldea, al río, al pueblo, al autobús, a la capital y al avión que lo lleva hasta París, en donde por ese entonces vivía.
Cuando me contó la historia le dije que un viaje así me mataría. Rodrigo Rey Rosa, que cree en la vida como sólo creen los niños y los que han sentido la presencia de la muerte, me respondió que no era para tanto.
Unas pocas palabras para Enrique Lihn
Lunes 30 de septiembre de 2002
En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos.
Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines [2] en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
Todos los temas con Fresán
Lunes 7 de octubre de 2002
Con Rodrigo Fresán me une una amistad que se cimenta no sólo en la simpatía (que por mi parte está llena de cariño) sino también en nuestras inacabables conversaciones, que a menudo se convierten en discusiones sobre los temas más peregrinos, algo que no siempre podemos hacer en Barcelona, pues yo vivo en la Costa Brava, ni en la Costa Brava, más concretamente en la sala de mi casa de Blanes, pues él vive en Barcelona, y pese a que ambos viajamos bastante, él más que yo, ninguno de los dos tiene automóvil ni sabe conducir, y el tiempo nos está volviendo sedentarios.
En líneas generales se podría decir que hablamos de muchas cosas. Intentaré enumerarlas sin orden jerárquico. 1) Del infierno latinoamericano que se concentra, sobre todo los fines de semana, en algunos Kentucky Fried Chicken y Mc Donald’s. 2) De las andanzas del fotógrafo de Buenos Aires Alfredo Garófano, amigo de infancia de Rodrigo, y ahora amigo mío y de cualquier persona con un mínimo de sensibilidad. 3) De las malas traducciones. 4) De los asesinos en serie y de los asesinos de masas. 5) Del ocio proyectivo como antídoto del verso proyectivo. 6) De la cantidad ingente de escritores que deberían jubilarse tras escribir el primer libro o el segundo o el tercero o el cuarto o el quinto. 7) De la superioridad de la obra de Basquiat ante la de Haring, o viceversa. 8) De la obra de Borges y de la obra de Bioy. 9) De la conveniencia de retirarse a un rancho en México, cerca de un volcán, para terminar escribiendo La trilogía del Zopilote. 10) De los rizos espacio-temporales. 11) De algunas desconocidas majestuosas que se te acercan en un bar y te dicen al oído que tienen el sida (o no). 12) De Gombrowicz y de lo que éste entendía por inmadurez. 13) De Philip K. Dick, a quien ambos admiramos sin reservas. 14) De la posibilidad de una guerra entre Chile y Argentina y de sus posibles e imposibles consecuencias. 15) De la vida de Proust y de la vida de Stendhal. 16) De lo que hacen algunos profesores en Estados Unidos. 17) De la actividad sexual de los monitos tití y de las hormigas y de los grandes cetáceos. 18) De los colegas a los que hay que evitar como si fueran bombas lapa. 19) De Ignacio Echevarría, a quien ambos queremos y admiramos. 20) De algunos escritores mexicanos que a mí me gustan y que a él no le gustan, así como de algunos escritores argentinos que a mí me gustan y a él no le gustan. 21) De los modales de los barceloneses. 22) De David Lynch y del palabrerío de David Foster Wallace. 23) De Chabon y Palahniuk, que a él le agradan y a mí no. 24) De Wittgenstein y de su habilidad como fontanero y carpintero. 25) De algunas cenas crepusculares, que en realidad, para sorpresa del comensal, se convierten en piezas teatrales en cinco actos. 26) De los concursos basura de la tele. 27) Del fin del mundo. 28) Del cine de Kubrick, que yo, ante el desmedido entusiasmo de Fresán, empiezo a detestar. 29) De la guerra increíble entre el planeta de los seres-novela y el planeta de los entes-cuento. 30) De la posibilidad de que cuando la novela despierte de su sueño de hierro, el cuento siga allí.
Por supuesto, estos treinta apartados no agotan, ni mucho menos, nuestros temas de conversación. Sólo un par de cosas que añadir. Me río mucho cuando hablo con Fresán. Raras veces hablamos de la muerte.
Recuerdos de Los Ángeles
Lunes 14 de octubre de 2002
Hace unos meses venía en avión desde Madrid a Barcelona y me tocó sentarme junto a un joven chileno. El joven resultó ser de Los Ángeles, Bío-Bío, el sitio donde más tiempo viví en Chile. Él iba a El Cairo, en viaje de negocios, vaya Dios a saber lo que vendía, y la conversación fue breve y más bien discreta. Dijo que Los Ángeles había crecido mucho pero que seguía siendo un pueblo, mencionó dos o tres fábricas, habló de un fundo que producía no sé qué cosa. Era un joven discreto y profundamente ignorante, pero que sabía viajar en primera.
Cuando el avión despegó le cambié el asiento a una mujer que quería estar junto a sus hijos y me fui a sentar al lado de un fotógrafo que no paraba de sudar. El fotógrafo tenía pinta de pakistaní, por lo que pensé que tal vez al cabo de un rato iba a sacar un cútex y secuestrar el avión. Puestos a morir, me dije, prefiero hacerlo mordiéndole los tobillos a un pakistaní que sentado junto a un chileno de Los Ángeles. Después me puse a recordar mi infancia y parte de mi adolescencia en aquella ciudad o pueblo.