Para Dick todo arte es política. No olvidar eso. Dick es posiblemente uno de los autores más plagiados del siglo XX. Para Fresán, "La flecha del tiempo", de Martin Amis, es un plagio descarado de "El mundo contra reloj". Yo prefiero creer que Amis rinde con esta novela un tributo a Dick o a algún antecesor del mismo Dick (no olvidemos que su padre, el poeta Kingsley Amis, también cultivó la ciencia ficción y fue un gran lector de este género).
Dick es el escritor norteamericano de estos últimos años (junto a Burroughs) que más ha influido en poetas, novelistas y ensayistas no norteamericanos. Dick es bueno incluso cuando es malo y me pregunto, aunque ya sé la respuesta, de qué escritor latinoamericano se podría decir lo mismo. Dick expresa el dolor de forma tan contundente como Carson McCullers. Sin embargo "Sivainvi" es más inquietante que cualquier novela de McCullers. Dick parece, en determinadas ocasiones, el rey de los mendigos, y en otras el millonario oculto y misterioso, y con esto quizá nos quiso decir que ambos papeles son en realidad uno solo. Dick escribió "Dr. Bloodmoney", que es una obra maestra, y revolucionó la nueva narrativa norteamericana, en 1962, con "El hombre en el castillo", pero también escribió novelas que nada tienen que ver con la ciencia ficción, como las "Confesiones de un artista de mierda", escrita en 1959 y publicada en 1975, lo que demuestra bien a las claras el afecto que la industria editorial norteamericana le profesaba.
Hay tres imágenes del Dick real que siempre llevaré conmigo, junto a sus innumerables libros. Primera imagen: Dick y todos sus matrimonios, ese gasto incesante en divorcios californianos. Segunda imagen: Dick y algunos miembros del Black Panther que lo visitan en su casa, con un automóvil del FBI detenido en la acera de enfrente. Tercera imagen: Dick y su hijo enfermo y las voces que escucha dentro de su cerebro y que le aconsejan volver otra vez al médico, sugerirle otro tipo de enfermedad, muy rara, más grave, cosa que Dick hace, y los médicos se dan cuenta de su error, y operan de urgencia y salvan la vida al niño.
El libro que sobrevive
Miércoles 30 de mayo de 2001
Aunque parezca un ejercicio de memoria, no lo es.
El primer libro que me regaló la primera muchacha de la que me enamoré y con la que viví fue uno de Mircea Eliade. Aún no sé qué quiso decirme con ese regalo. Otro, menos tonto, se hubiera dado cuenta de inmediato de que aquella relación no iba a ser demasiado duradera y hubiera tomado las medidas oportunas para no sufrir en exceso.
No recuerdo el primer libro que me regaló mi madre. Sí recuerdo, vagamente, un grueso volumen de historia, ilustrado, casi un cómic, aunque más en la línea del Príncipe Valiente que en la de Superman, sobre la guerra del Pacífico, es decir la guerra entre Chile y la alianza peruano-boliviana. Si la memoria no me falla, el personaje del libro, bastante confuso, una suerte de "Guerra y Paz" del subdesarrollo, era un voluntario alistado en el Séptimo de Línea. Durante toda mi vida le estaré agradecido a mi madre de que me regalara ese libro y no "Papelucho".
Tampoco recuerdo, por otra parte, que mi padre me haya regalado ningún libro, aunque en cierta ocasión pasamos por una librería y, a pedido mío, me compró una revista con un largo artículo sobre los poetas eléctricos franceses. Todos estos libros, incluida la revista, junto con muchos más libros, se perdieron durante mis viajes y traslados, o los presté y no los volví a ver, o los vendí o regalé.
Hay un libro, sin embargo, del que recuerdo no sólo cuándo y dónde lo compré, sino también la hora en que lo compré, quién me esperaba afuera de la librería, qué hice aquella noche, la felicidad (completamente irracional) que sentí al tenerlo en mis manos. Fue el primer libro que compré en Europa y aún lo tengo en mi biblioteca. Se trata de la "Obra poética" de Borges, editada por Alianza/Emecé en el año 1972 y que desde hace bastantes años dejó de circular. Lo compré en Madrid en 1977 y, aunque no desconocía la obra poética de Borges, esa misma noche comencé a leerlo, hasta las ocho de la mañana, como si la lectura de esos versos fuera la única lectura posible para mí, la única lectura que me podía distanciar efectivamente de una vida hasta entonces desmesurada, y la única lectura que me podía hacer reflexionar, porque en la naturaleza de la poesía borgeana hay inteligencia y también valentía y desesperanza, es decir lo único que incita a la reflexión y que mantiene viva a una poesía.
Bloom sostiene que el continuador por excelencia de la poesía de Whitman es Pablo Neruda. A juicio de Bloom, sin embargo, el esfuerzo de Neruda por mantener el flujo vivo del árbol whitmaniano acaba en un fracaso. Creo que Bloom está errado, como en tantas otras cosas, así como en tantas otras es probablemente el mejor ensayista literario de nuestro continente. Es cierto que todos los poetas americanos, para bien o para mal, tarde o temprano tienen que enfrentarse a Whitman. Neruda lo hace, siempre, como el hijo obediente. Vallejo lo hace como el hijo desobediente o como el hijo pródigo. Borges, y aquí radica su originalidad y su pulso que jamás tiembla, lo hace como un sobrino, ni siquiera muy cercano, un sobrino cuya curiosidad oscila entre la frialdad del entomólogo y el resignado ardor del amante. Nada más lejos de él que la búsqueda del asombro o la admiración. Nadie más indiferente que él ante las amplias masas en marcha de América, aunque en alguna parte de su obra dejó escrito que las cosas que le ocurren a un hombre le ocurren a todos.
Su poesía, sin embargo, es la más whitmaniana de todas: por sus versos circulan los temas de Whitman, sin excepción, y también sus reflejos y contrapartidas, el reverso y el anverso de la historia, la cara y la cruz de esa amalgama que es América y cuyo éxito o fracaso aún está por decidir. Y nada de esto lo agota, que no es poco admirable.
Empecé con mi primer amor y con Mircea Eliade. Ella vive aún en mi memoria; el rumano hace mucho que se instaló en el purgatorio de los crímenes no resueltos. Termino con Borges y con mi agradecimiento y mi asombro, aunque sin olvidar aquellos versos de "Casi juicio final", un poema del que Borges abominó: "He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre".
Meridiano de sangre
Miércoles 6 de junio de 2001
"Meridiano de sangre" es una novela del Oeste, una novela de vaqueros de un escritor que aparentemente está especializado en escribir novelas de ese tipo. Muchos listillos pensaron que a Cormac McCarthy no lo iban a traducir nunca al español y lo saquearon impunemente, amparados en la ignorancia y en una forma bastante sui generis de entender la intertextualidad.
Pero "Meridiano de sangre" no es sólo una novela del Oeste -su acción transcurre a mediados del siglo XIX- sino también una novela sobre la vida y la muerte, delirante, hiperviolenta, con varios discursos subterráneos (la naturaleza como principal enemigo del hombre, la absoluta imposibilidad de redención, la vida como movimiento inercial), que narra, por una parte, la incursión terminal de un grupo de norteamericanos en tierras de Chihuahua y luego, tras atravesar la Sierra Madre, en tierras del vecino estado de Sonora, y cuya misión, bien retribuida por los gobiernos de ambos estados, es la de exterminar y cortar cabelleras de indios, a quienes resulta muy difícil de cazar, además de oneroso en tiempo y vidas, por lo que terminan masacrando pueblos mexicanos, en donde las cabelleras, a final de cuentas, son muy parecidas, por no decir iguales.
Por otra parte "Meridiano de sangre" es una novela que narra el paisaje, el paisaje de Texas y de Chihuahua y de Sonora, como si fuera la otra cara de la moneda de un texto bucólico: el paisaje narrado, el paisaje que asume el rol protagónico se alza imponente, verdaderamente un nuevo mundo, silencioso y paradigmático y atroz, en donde todo cabe menos los seres humanos. Se diría que el paisaje de "Meridiano de sangre" es un paisaje sadiano, un paisaje sediento e indiferente regido por unas extrañas leyes que tienen que ver con el dolor y con la anestesia, que es como a menudo se manifiesta el tiempo.
Los otros dos personajes de la novela, el juez Holden y el Muchacho, son antagónicos, aunque ambos pertenecen a la misma banda: el juez es un hombre ilustrado y un asesino de niños, un músico y un pederasta, un naturalista y un pistolero, un hombre que ansía saberlo todo y destruirlo todo. El Muchacho, por el contrario, es un sobreviviente, es feroz pero es un ser humano, es decir es una víctima.
Según el prestigioso Harold Bloom, esta es una de las mejores novelas norteamericanas del siglo XX. Cormac McCarthy nació en 1933 y su vida no ha estado exenta de aventura y riesgo. La primera edición de "Blood meridian" es de 1985. La que aquí comentamos es la edición de Debate, 2001, traducida por Luis Murillo Fort.
Trovadores
Miércoles 13 de junio de 2001
¿Qué nos dicen los trovadores hoy? ¿En dónde radica su gracia, su excelencia? No lo sé. Recuerdo que empecé a leerlos influido por Pound y, sobre todo, tras los estudios deslumbrantes de Martín de Riquer. A partir de ese momento, poco a poco fui atesorando libros y antologías en donde aparecían los nombres de Arnaut Daniel, Marcabrú, Bertrán de Born, Peire Vidal, Giraut de Bornelh.
La mayoría fueron, por gajes del oficio, viajeros y trotamundos. Los hubo que sólo recorrieron una o dos provincias, pero también hubo algunos que cruzaron Europa, que ejercieron el oficio de soldados, que naufragaron en el Mediterráneo, que visitaron tierras islámicas.
Carlos Alvar hace una distinción entre trovadores, trouvères y minnesinger. En realidad la distinción básicamente se funda en fronteras geográficas. Los trovadores eran, en su mayoría, de la Francia meridional, occitanos, aunque también hubo catalanes. Los trouvères son de la Francia del norte. Los minnesinger, alemanes. El tiempo, que ha sido incapaz de borrar sus nombres y algunas de sus obras, finalmente borrará también estas diferencias nacionales.
Cuando yo era joven, en México DF, por juego, nos dividíamos a nosotros mismos en cultivadores del trobar leu y del trobar clus. El trobar leu era, por supuesto, el cantar claro, sencillo, inteligible para todos. El trobar clus, por el contrario, era el cantar oscuro, cerrado, formalmente complicado. Pese a su riqueza conceptual, sin embargo, el trobar clus en no pocas ocasiones podía ser más violento y más brutal que el trobar leu (que generalmente era delicado), como si dijéramos Góngora escrito por un presidiario, o, más acertadamente, como si en el trobar clus se prefigurara la estrella negra de Villon.