También existe el mecenas con vínculos sanguíneos. Suele ser hermano o hermana del artista o poeta en cuestión y la relación que se establece entre ambos es como la del pájaro y el peñasco. En ese ámbito a la necesidad desesperada se la conoce con el nombre de amor. La derrota en todos los frentes está asegurada.
Luego viene el mecenas invisible. Su apadrinado jamás lo tuteará. De hecho, en algunos casos, jamás lo verá. El mecenas invisible es capaz de violar a un escritor sin que éste se dé cuenta. El mecenas invisible no es, como podría pensarse, un ser discreto y prudente. Más bien al contrario: suele ser un patán astuto.
De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales.
Después tenemos a la abuelita melancólica. Que no es, por supuesto, abuela, ni siquiera tía abuela, de sus apadrinados, y cuya imagen se corresponde en parte a aquellas viejas damas rusas amantes de las letras que durante una época pulularon por París, Venecia y Ginebra. Las abuelitas visten impecablemente bien. Hablan de Proust como si lo hubieran conocido. A veces evocan veladas a la luz de las velas en palacios de los que uno no ha oído hablar jamás. Tienen (por ignorancia) en alta estima a los autores que han sido traducidos a más de tres lenguas y su colección de diccionarios y enciclopedias suele ser admirable. Están en peligro de extinción.
No están en peligro de extinción, por el contrario, los agregados culturales que en las noches de luna llena se creen mecenas. De más está decir, puesto que todo el mundo lo sospecha, que los agregados culturales tienen mucho más de agregados que de culturales. Durante sus breves reinados sus amigos medran lo que pueden, que generalmente es poco, pero que para ellos es mucho, es todo.
Tampoco están en peligro de extinción los profesores latinoamericanos en universidades norteamericanas. Su concepción del mecenas se sustenta en la fuerza bruta y en una cobardía sin fin. La mayoría son de izquierda. Asistir a una cena con ellos y con sus favoritos es como ver, en un diorama siniestro, al jefe de un clan cavernícola comiéndose una pierna mientras sus acólitos asienten o ríen. El mecenas profesor en Illinois o Iowa o Carolina del Sur se parece a Stalin y allí radica su más curiosa originalidad.
Después viene una masa amorfa de mecenas de distinto pelaje y de distinta desgracia. Están las vírgenes neuróticas, el hombre de las gauchadas, el que lo hace por spleen, las casadas insatisfechas, los funcionarios suicidas, el poeta que de pronto descubrió que carecía de talento, el que cree que nadie lo entiende, el borracho que recita a Salustio, el gordito al que le gustaría ser flaco, el resentido que quiere levantar un nuevo canon, el neoestructuralista que no entiende ni la mitad de lo que dice, el sacerdote que pena por el infierno, la señora que vela por las buenas costumbres, el empresario que escribe sonetos.
Detrás de esta muchedumbre, sin embargo, se esconde el único, el verdadero mecenas. Si uno tiene la suficiente paciencia como para llegar hasta allí, tal vez lo pueda ver. Y si lo ve probablemente acabe defraudado. No es el diablo. No es el estado. No es un niño mágico. Es el vacío.
Jim
Lunes 9 de septiembre de 2002
Tuve, como todo el mundo, un amigo que se llamaba Jim. Nunca vi a un norteamericano más triste. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que tenía que durar más de medio año, pero al cabo de dos meses volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. En Centroamérica lo asaltaron varias veces. Lo que resultaba extraordinario para alguien que había sido marine y antiguo combatiente en Vietnam. Su mujer era una poeta chicana que amenazaba, cada cierto tiempo, con abandonarlo.
Una vez lo vi contemplando a los tragafuegos de las calles del DF. Lo vi de espaldas y no lo saludé, pero evidentemente era Jim. El pelo mal cortado, la camisa blanca y sucia, la espalda cargada como si aún sintiera el peso de la mochila y del miedo. El cuello rojo, un cuello que evocaba, de alguna manera, un linchamiento en el campo, un campo en blanco y negro, sin anuncios ni luces de estaciones de gasolina, un campo tal como es o como debería ser el campo: baldíos sin solución de continuidad, habitaciones de ladrillo o blindadas de donde hemos escapado y que esperan nuestro regreso.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí.
Jim tenía las manos en los bolsillos. El tragafuegos agitaba su antorcha y se reía de forma feroz. Su rostro, ennegrecido, decía que podía tener treintaicinco años o quince. No llevaba camisa y una cicatriz vertical le subía desde el ombligo hasta el pecho. Cada cierto tiempo se llenaba la boca de liquido inflamable y escupía una larga culebra de fuego. La gente lo miraba y luego seguía su camino, menos Jim, que permanecía en el borde de la acera, inmóvil, como si esperara algo más del tragafuegos, una décima señal después de haber descifrado las nueve de rigor, o como si en el rostro tiznado hubiera descubierto el rostro de un antiguo amigo o de alguien que había matado.
Durante un buen rato lo estuve mirando. Yo entonces tenía dieciocho o diecinueve años y creía que era inmortal. Si hubiera sabido que no lo era, habría dado media vuelta y me hubiera alejado de allí. Tal vez me cansé de mirar la espalda de Jim y los visajes del tragafuegos. Lo cierto es que me acerqué y lo llamé. Jim pareció no oírme. Cuando por fin se giró observé que tenía la cara mojada de sudor. Parecía afiebrado y le costó reconocerme: me saludó con un movimiento de cabeza y luego siguió mirando al tragafuegos. Cuando me puse a su lado me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente también tenía fiebre. Asimismo descubrí, con menos asombro con el que ahora lo escribo, que el tragafuegos estaba trabajando exclusivamente para él. Las llamaradas, en ocasiones, iban a morir a menos de un metro de donde estábamos.
¿Qué quieres, le dije, que te asen en la calle? Una broma tonta, dicha sin pensar, pero de golpe me di cuenta de que eso, precisamente, esperaba Jim. “Chingado, hechizado/ chingado, hechizado”, era el estribillo, creo recordar, de una canción de moda aquel año en algunos hoyos funkis. Chingado y hechizado parecía Jim. Vámonos de aquí, le dije. También le pregunté si estaba drogado, si se sentía mal. Dijo que no con la cabeza. El tragafuegos nos miró. Luego, con los carrillos hinchados, como Eolo, el dios del viento, se acercó a nosotros. Supe, en una fracción de segundo, que no era precisamente viento lo que nos iba a caer encima. Vámonos, dije, y de un golpe lo despegué del funesto borde de la acera.
Nos perdimos calle abajo, en dirección a Reforma, y a las pocas calles nos separamos. Jim no abrió la boca en todo el tiempo. Nunca más lo volví a ver.
El suicidio de Gabriel Ferrater
Lunes 16 de septiembre de 2002
Son incontables los suicidios literarios y algunos conservan aún hoy el resplandor original, el aura de leyenda, el estallido o la implosión que tanto asustó a sus contemporáneos, a aquellos que vivieron el suicidio de cerca, pues el suicida era un amigo o el maestro o un colega al que sólo en ese momento prestaron atención.
Hay suicidios que son obras maestras del humor negro, como el del surrealista Jacques Rigaut o el del precursor del surrealismo Jacques Vaché. Hay suicidios que ponen en jaque nuestra noción de cultura, como el de Walter Benjamin, y otros, como el de Hemingway, que más bien parecen trámites de aduana, encuentros largamente diferidos en aeropuertos.
Para el poeta catalán, vivir más allá de los cincuenta años era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
El suicidio de Gabriel Ferrater, uno de los mejores poetas catalanes de la segunda mitad del siglo XX, se encuadra en la categoría de los suicidios cerebrales o concienzudamente premeditados, sin que ello quiera decir, en modo alguno, que Ferrater se pasara la vida acariciando su propio suicidio, de la misma forma que otros poetas acarician su hipertrofiado ego. Al contrario, parece ser que a los veintitantos años, más cerca de los treinta que de los veinte, Ferrater decidió suicidarse y eligió el año 1972, un año, visto así, tan vulgar como cualquier otro, con la única salvedad de que aquel año él cumpliría cincuenta, una cifra y una edad redonda. Vivir más allá de los cincuenta años, consideró, era, más que una pérdida de tiempo, una claudicación a los bochornos de la edad.
Después ya no pensó más en ello, aunque es probable que en alguna juerga lo comentara con aquellos poetas jóvenes que tanto lo querían, como Barral y Gil de Biedma. Mientras llegaba aquella fecha fatídica, pero aún lejanísima, se dedicó en cuerpo y alma a leer, a traducir (Kafka, Chomsky), a follar, a beber, a viajar, a visitar museos, a atravesar en moto Barcelona, de arriba a abajo, con litros de whisky en la sangre, a cultivar la amistad, a enamorarse de mujeres extrañísimas.
Las fotos que tenemos de él nos muestran a un tipo en general bien parecido, a veces con un aire de actor de cine, el pelo blanco, gafas negras, suéter de cuello alto, las facciones duras e inteligentes, los labios con una ligera -y más que suficiente- inclinación sardónica, unos labios que debieron ser temidos en su época. Libros de poemas escribió pocos. Si la memoria no me engaña, tres. Todos irrepetibles.
En cualquier caso Ferrater vivió su vida -y escribió sus poemas- como un romano. Cuando por fin llegó el año 1972 y a los cincuenta años de su vida, en San Cugat del Vallés, un pueblito cercano a Barcelona, cumplió su destino y se suicidó. A nadie le pareció anormal.
Rodrigo Rey Rosa en Mali, creo
Lunes 23 de septiembre de 2002
Tal vez sería conveniente hablar de los últimos libros de Rey Rosa, el libro sobre la India y su última novela, una joya de escasas páginas, que arroja una mirada distinta sobre la novela negra, género en el que todos se atreven y del que muy pocos salen bien librados. Decir que Rodrigo Rey Rosa es el escritor más riguroso de mi generación y al mismo tiempo el más transparente, el que mejor teje sus historias y el más luminoso de todos, no es decir nada nuevo.