En aquella ciudad o pueblo de Bío-Bío comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante y que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.
Para mi sorpresa, me di cuenta de que recordaba muchas cosas. Me acordaba, por ejemplo, de las paredes de mi casa, que eran de madera. Y de cómo se mojaban los tablones (y los listones) cuando caían esas lluvias interminables del sur. También recordaba a una enana que vivía unas cinco casas más allá. Una enana de origen alemán, profesora de algo en alguna escuela, que parecía la viva imagen del exilio, al menos la imagen decimonónica, la imagen póntica. Durante un tiempo pensé que esta mujer era, en realidad, una extraterrestre.
Y más recuerdos. Una chica llamada Loreto, otra llamada Verónica, las hermanas Saldivia, una cuyo nombre he olvidado pero a la que besé el último día que estuve allí. Los campeonatos de taca-taca. El rostro de mi amigo Fernando Fernández. Los ataques de asma de mi madre. Una tarde en que creí que me estaba volviendo loco. Otra tarde en que bebí sangre de cordero.
En Los Ángeles comprendí que la práctica de cualquier deporte era un acto aberrante, que entre O’Higgins y Guiraut de Bornelh yo me quedaba con Guiraut, que sin salir del umbral de mi casa podía conocer el mundo entero.
Por supuesto, hice más cosas que aún recuerdo: batí mi propio récord de masturbaciones, batí mi propio récord de páginas leídas en un día, batí mi propio récord de cimarras, batí mi propio récord de felices horas perdidas sin hacer absolutamente nada.
Fui feliz allí, pero menos mal que mis padres decidieron irse.
Autobiografías: Amis amp; Ellroy
Lunes 21 de octubre de 2002
Siempre me parecieron detestables las autobiografías. Qué perdida de tiempo la del narrador que intenta hacer pasar gato por liebre, cuando lo que un escritor de verdad debe hacer es atrapar dragones y disfrazarlos de liebres. Doy por descontado que en literatura un gato nunca es un gato, como dejó claro de una vez y para siempre Lewis Carroll.
Pocas son las autobiografías realmente memorables. En Latinoamérica, probablemente ninguna. En estos días ha salido el primer tomo de las memorias de García Márquez. Todavía no lo he leído, pero se me ponen los pelos de punta sólo de imaginar lo que allí ha escrito nuestro Premio Nobel. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, sacando fuerzas de donde ya quedan pocas fuerzas, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.
Todavía no he leído las memorias de García Márquez, pero se me ponen los pelos de punta al imaginar lo que allí ha escrito. Más aun cuando lo imagino luchando contra su enfermedad, y sólo para realizar un ejercicio de melancolía y de ombliguismo.
Hace un tiempo leí dos especies de autobiografías de dos de los mejores escritores de lengua inglesa vivos. “Experiencia”, de Martin Amis, y “Mis rincones oscuros”, de James Ellroy. Ambas libros tienen en común el haber sido escritos por escritores jóvenes, es decir por escritores a quienes no se les supone en el trance de hacer un balance de sus vidas, pues éstas, salvo imponderables, distan mucho de estar en su recta final. Hasta aquí llega el parecido y a partir de aquí los libros se separan para siempre.
Amis escribe una autobiografía brillante, pedante, blanda, la vida de un escritor hijo de escritor. Ellroy, a quien muchos desprecian por consideraciones tan imbéciles como que se trata de un escritor de género, escribe una autobiografía sesgada, unas memorias que surgen directamente de los límites del infierno. En realidad lo que hace Ellroy es investigar y recrear, sin ocultar nada, la vida de su madre, los últimos días de vida de su madre violada y asesinada en 1958 y cuyo asesino jamás fue descubierto.
Como el crimen parece ser el símbolo del siglo veinte, en las memorias de Amis también hay un asesino en serie, el infame Fred West, en cuyo jardín se encontraron los restos de ocho mujeres, entre ellas una prima de Amis desaparecida muchos años antes. Pero Amis, cuando se acerca al abismo, cierra los ojos, pues sabe, como buen universitario que ha leído a Nietzsche, que el abismo puede devolverle la mirada. Ellroy también lo sabe, aunque no haya leído a Nietzsche, y allí radica la principal diferencia entre ambos: él mantiene los ojos abiertos. De hecho, no sólo mantiene los ojos abiertos, Ellroy es capaz de bailar la conga mientras el abismo le devuelve la mirada.
El libro de Amis no es malo. Pero casi todos los libros anteriores de Amis son mejores. Quien busque en “Experiencia” al autor de “Dinero” o “Campos de Londres” o “La información” o “Tren nocturno” se llevará una decepción. El libro de Ellroy, por el contrario, es un libro ejemplar. La segunda o tercera parte, la que cuenta la infancia y adolescencia de Ellroy tras la muerte de su madre, es de lo mejor que se ha escrito en la literatura en cualquier lengua de los últimos treinta años.
El libro de Amis termina con niños. Termina con paz y amor. El libro de Ellroy termina con lágrimas y mierda. Termina con un hombre solo y erguido. Termina con sangre. Es decir, no termina nunca.
Ese extraño señor Alan Pauls
Lunes 28 de octubre de 2002
Lo primero que leí del señor Alan Pauls fue un cuento absolutamente original, “El caso Berciani”, publicado en la antología “Buenos Aires”, de Juan Forn, Anagrama, 1992.
En dicho libro, compuesto por textos de escritores tan relevantes como Piglia, Aira, Saccomanno o Fresán, el cuento del señor Pauls sobresalía por diversos motivos, el más notable de los cuales era una anomalía: había algo en “El caso Berciani” que sugería un rizo espacio-temporal, no sólo en el argumento, que por otra parte no iba de eso, es decir no era de ciencia-ficción ni nada parecido, sino en el encadenamiento de los hechos narrados, en la feroz entropía apenas entrevista, en la disposición de los párrafos y de las oraciones.
Durante mucho tiempo fui un lector fervoroso de este escritor del que sólo conocía un cuento. Sabía pocas cosas de él: había nacido en Buenos Aires en 1959, había publicado dos novelas que jamás pude encontrar, “El pudor del pornógrafo” y “El coloquio”, y un libro de ensayo sobre Manuel Puig. Así que durante mucho tiempo me tuve que conformar -y fue más que suficiente- con leer y releer “El caso Berciani”, que a estas alturas me parece, es evidente, un cuento perfecto, si es que existen monstruos perfectos, supuesto poco razonable.
Hasta que un día entré en contacto con el fabuloso señor Pauls. No sé si yo le escribí o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso. En esa carta me hablaba de un viaje en automóvil en compañía de su hija, una niña de edad similar a la de mi hijo, tal vez un poco menor. El viaje, según entendí tras releer su carta diez veces (vicio adquirido con “El caso Berciani”) había empezado en el centro de Buenos Aires para terminar en el extrarradio. La jovencita Pauls parecía una niña inteligentísima. Su padre, un conductor de coches experto. El mundo, inhóspito. Contesté su carta mandándole saludos a la niña, de mi parte y de parte de mi hijo. Tal vez aquí cometí una falta de delicadeza, pues el señor Pauls tardó un poco en contestarme, aduciendo no sé qué problemas con su computadora. Su hija se hizo la desentendida con respecto a los saludos de mi hijo.
Poco después leí dos cuentos o dos fragmentos de una saga hipocondriaca o médica, firmados por el señor Pauls, y que hasta donde sé permanecen inéditos. Ambos cuentos o fragmentos o lo que sea me parecieron perfectos, monstruos perfectos. Llegado a este punto, como comprenderá cualquier lector, lo único que deseaba era seguir leyéndolo.
De tal manera que le pedí a Rodrigo Fresán (quien, además de amigo del señor Pauls, durante un tiempo fue su vecino) que en su próximo viaje a la Argentina arramblara con todo lo que estuviera firmado por este autor.
Así leí “Wasabi”, su tercera y por ahora última novela, en donde narra el crecimiento y el a la postre imposible amaestramiento de un forúnculo, y su libro de ensayo sobre Borges, “El factor Borges”, un libro estupendo, como “Wasabi”, pero que desde el inicio plantea una serie de problemas borgeanos: el libro está firmado por Alan Pauls y Nicolás Helft, sin embargo en los créditos se aclara que el texto es de Alan Pauls y que las imágenes reproducidas con generosidad pertenecen a los Archivos de la Fundación San Telmo.
No sé si yo le escribí al fabuloso señor Pauls o fue él quien me escribió. Creo que fue él. Una carta cuya sequedad me dejó impresionado. Temblando, incluso.
¿Entonces por qué el libro aparece firmado por Nicolás Helft? ¿Y quién es Nicolás Helft? Según Fresán, Nicolás Helft es el propietario de algunas de las ilustraciones o de los facsímiles que aparecen en el libro. Yo no lo creo. Tampoco creo que sea un heterónimo creado por el señor Pauls, poco dado a excesos portugueses, sino más bien la sombra de una sombra, la sombra de un conde polaco, por ejemplo, o la sombra de cierta descorazonadora lucidez.
Recuerdo una carta que me escribió hace ya mucho tiempo el señor Alan Pauls. Me decía en ella que se había ido con su mujer -y presumiblemente con su niña- a una comuna hippie uruguaya. No a vivir, aclaraba, sino a pasar unos días. Durante esos días lo único que hizo, eso entendí tras leer su carta diez veces, fue terminar de leer una novela larga y contemplar una especie de duna que el viento cambiaba de sitio de forma más que perceptible. Pero lo raro fue que nadie se daba cuenta de ello. En fin, eso suele pasar, querido señor Pauls, pensé tras la lectura número diez. Es usted uno de los mejores escritores latinoamericanos vivos y somos muy pocos los que disfrutamos con ello y nos damos cuenta.
Javier Aspurúa en su propio funeral
Lunes 4 de noviembre de 2002
Supe, no hace mucho, de la muerte de Javier Aspurúa, por boca de un amigo de paso en Barcelona y por una carta que me trajo el correo electrónico. Los detalles de esta muerte, como suele pasar en estos casos, no son del todo claros. Aspurúa, calculo, debía de tener más de setenta años, estaba enfermo, según uno de mis informantes, sólo tenía un resfriado, según el otro, lo cierto es que una tarde, mientras paseaba su convalecencia por Quilpué o tal vez por Villa Alemana (en uno de esos dos pueblos vivía, ahora no consigo recordar en cuál), un vehículo lo atropelló y él dejó de respirar, es decir se murió.