Pero, a la vez, me sentía solo. Aunque tenía nuevos amigos (alguno, incluso, lo sigue siendo) y aunque de cuando en cuando veía también a los viejos, cada vez me sentía más solo, pese a que físicamente no lo estuviera casi en ningún momento. Ni siquiera en mi casa, donde continuamente tenía instalado a algún amigo de ocasión o a mi acompañante sentimental en aquel momento.
No hablo de esa soledad de quien se encuentra solo en mitad de la muchedumbre. Hablo de la soledad que implica, además de eso, el extrañamiento, esto es, la sensación de que nada de lo que te rodea tiene realmente que ver contigo. Cosa que sólo te pasa cuando eres centro de algo o cuando menos protagonista. Y yo lo era en aquella época. Como antes lo habían sido otros pintores y como después de mí lo serán sin duda otros, yo era protagonista de aquello que tanto me perturbaba, hasta el punto de que a veces envidiaba a mis amigos por seguir viviendo como yo antes.
Pero ¿cómo explicarles eso a quienes deseaban estar en mi situación? ¿Cómo explicarles a tus amigos, los de verdad, los de siempre, y aun a tu propia familia, que presumía de ti (ahora, que ya eras famoso), que, en el fondo de tu alma, tú les envidiabas a ellos por seguir viviendo como siempre? Y, sobre todo, ¿cómo explicarles a los demás, a los coleccionistas y compradores, a los amigos y a los enemigos, pero sobre todo a aquellos que vivían directa o indirectamente de ti, que estabas harto de todo aquello y que lo que tú querías era regresar al limbo, ahora que, según todos, habías alcanzado el cielo?
El cielo.
Cuántas veces, en el tiempo del que hablo, lo miré desde mi balcón recordando los días en que lo hacía, a solas o junto a Suso, intentando descifrar qué había tras él.
Pero ahora lo veía de manera muy distinta a la de entonces. Ahora no lo veía como aquel lienzo que un gran pintor invisible dibujaba cada día y cada noche para mí, sino como una frontera entre el mundo de los sueños y el real. Esos dos mundos que yo pretendí juntar en un tiempo, aunque pronto me di cuenta de que era imposible hacerlo.
Me empecé a dar cuenta de ello cuando comencé a pintarlo. Me refiero al cielo, claro, cuya perfección buscaba, pero con el que nunca me había atrevido hasta aquella época. En todo el tiempo anterior, aparecía poco en mis cuadros y, cuando aparecía, era una impresión borrosa; una especie de dudosa transparencia que no interfería apenas en la composición pictórica. Ahora, en cambio, su presencia era más fuerte. Tanto casi como la de los objetos. En realidad era el espejo de éstos, cuyas formas y colores lo influían aunque no llegaran a reflejarse del todo en él.
¿Por qué aparecía ahora, de pronto, en un primer plano? ¿Por qué de repente algo que hasta entonces no existía o existía solamente como algo secundario y adjetivo comenzaba a cobrar tanta importancia que a mí mismo me llamaba la atención? Porque, de la misma forma en que los tentáculos habían dejado su sitio a las bayas silvestres y a las frutas en el centro de mis composiciones, las perspectivas interminables y las habitaciones muertas que dominaron aquéllas durante años dejaban su sitio ahora a unos cielos cuya condición de espejos les hacía todavía más presentes y objetivos. Porque eran cielos muy dibujados. Eran cielos coloristas y muy físicos y, por lo tanto, nada adjetivos, a pesar de su condición. Al contrario, dominaban toda la escena, que envolvían a la vez que reflejaban, como esos cielos de atardecer que parecen adueñarse de la tierra en las tardes del verano madrileño.
Como me ha sucedido siempre, cuando reparé en el hecho fue cuando éste era ya más que evidente. Cuando advertí la importancia de las transformaciones que aquellos cielos introducían en la composición y en la idea de mi pintura fue cuando comencé a pensar en ellas y en las razones de su imposición. Porque, como me había pasado años atrás con las hojas o con los frutos y con las perspectivas, aquellos cielos se me imponían más que pintarlos yo voluntariamente. Yo lo que decidía era la composición central de la obra, esto es, la más visible, pero, al final, resulta que lo adjetivo, lo que en principio tenía que ser secundario, se convertía, sin que yo lo pretendiera, en el corazón del cuadro.
Confieso ahora que, cuando eso me sucedía, aunque me hizo pensar en ello, no me importó tanto como después. Quiero decir que en aquella época yo estaba tan centrado -o descentrado- en otras cosas que, si bien me daba cuenta de aquellas transformaciones, no les prestaba tanta atención como ahora les presto. Seguramente es que las circunstancias no me permitían hacer otra cosa entonces. Seguramente es que, en aquella época, todo era tan confuso en torno a mí que no podía pensar ni pintar con calma. Por eso, aunque veía los cambios que en mi pintura se producían últimamente, yo no podía influir en ellos porque no tenía tiempo siquiera de analizarlos.
Y lo mismo me pasaba con mi vida. Por más que mi pretensión fuera la de seguir igual, por más que me resistiera a cambiar de hábitos y costumbres, por más que yo rechazara convertirme en el hombre que no era, mi vida había cambiado más de lo que yo creía. Y no me refiero tanto a sus aspectos más anecdóticos, tales como mis costumbres o a mi forma de vestir y de actuar, como a mi relación con mi propia obra.
Porque, por vez primera en mi vida, comencé a dudar del sentido de ésta. Quiero decir que comencé a dudar del sentido que mi obra tenía para mí, al ver el grado de obligación que de repente se establecía en mi relación con ella.
Era normal que me sucediera. Durante toda mi vida, la pintura había sido para mí, además de una pasión, una pulsión gratuita (la de la búsqueda total de la belleza), y ahora se había convertido en algo útil y obligatorio o, cuando menos, inducido y forzado desde fuera. Por vez primera en mi vida, descontadas las escasas ocasiones en las que alguien me había encargado un cuadro, sabía que detrás de mí había gente esperando a que acabara cada uno de mis cuadros y dibujos; unos para venderlos, otros para comprarlos y otros para analizarlos como si fueran piezas de un gran rompecabezas que yo iba entregando poco a poco y de una en una. Y eso que, por una parte, me confortaba y me daba ánimos (por primera vez también, sabía que no tendría que esperar a que la gente pudiera ver lo que hacía), por otra me hacía dudar de si no estaría cayendo justo en lo que más odiaba: en la profesionalización de la que tanto había huido.
Comencé a pensarlo una noche en la que, sin poder dormir (como de costumbre en aquella época, había bebido mucho), me levanté y me fui al salón, donde me esperaba el cuadro que pintaba desde hacía varios días con sus noches. Era un cuadro muy sencillo; una composición que mostraba, como todas las que hacía en aquel tiempo, un bodegón irreal en el que varias frutas y frutos, granadas principalmente, se alineaban en un plano que quería ser una mesa, pero que, de momento al menos, no era más que un leve apunte. Alrededor, un papel les servía de envoltorio y de soporte y, al fondo, el cielo, muy dibujado, tenía los mismos colores y brillos que las granadas: granate fuerte por dentro y ocre terroso por fuera. Me quedé mirándolo un rato y de repente empecé a pensar en cuál sería la razón que me había llevado a pintar aquello. Es decir: por qué tenía que pintarlo, cuando perfectamente podía no hacerlo y el cuadro no llegar a serlo nunca, como sucede con esos niños que nunca llegan a nacer porque nadie los desea hasta ese punto.
Ahí estaba la pregunta: ¿realmente necesitaba yo aquella obra? ¿De verdad quería pintarla o se trataba más de la simple inercia de un ejercicio pictórico que se había convertido para mí ya en un oficio o, peor aún que esto, de la obligación que yo me imponía de entregar cada poco al mercado una obra nueva, no tanto porque necesitara hacerla como porque éste me la pedía?
Durante toda la noche, me quedé pensando en ello. Mientras fumaba en silencio sentado en un butacón, miraba y miraba el cuadro intentando descubrir cuál sería la razón que me había llevado a hacerlo. Pero no se la encontré. Por más que pensaba en ello, no pude hallar el motivo que me llevó a pintar aquel cuadro y que durante varios días me hacía volver a él, como no fuera la simple inercia. No la necesidad de pintarlo.
Al margen de todo ello, el cuadro no estaba mal. Al revés, participaba de aquel misterio sutil que mi pintura había adquirido y, técnicamente al menos, estaba muy bien resuelto; las perspectivas se deshacían sin romper el equilibrio ni el misterio contra el cielo, las granadas se apoyaban en la mesa como si de verdad pesaran y el conjunto proyectaba una impresión de serenidad que contagiaba a toda la obra. Entonces…, ¿por qué no terminaba de gustarme? O, mejor: ¿por qué me preocupaba no conocer la razón que me había llevado a pintarla, si, al fin y al cabo, era la misma de siempre?
Esto era lo peor. Que, si aquel cuadro no tenía razón de ser, sí no era más que un fruto del capricho personal o del azar, o, peor aún que eso, de la obligación que yo me imponía de pintar cada poco un nuevo cuadro, lo mismo podría pensar de todos los que había hecho en aquellos años. Todos eran parecidos, todos participaban del mismo estilo y la misma idea y todos, en fin, tenían la misma atmósfera misteriosa que los críticos tanto alababan y que a mí, en cambio, me planteaba cada vez mayores dudas y sospechas. Aunque, por supuesto, no se lo confesara a nadie. Ni siquiera a Suso, que, a esas alturas, debía de estar tan desconcertado como todos los demás por mis continuos cambios de estilo.
Me levanté y me asomé al balcón. Era una noche de primavera. Hacía frío todavía, pero el aire ya tenía ese aroma inconfundible que le presta la primera flor del año. La calle estaba desierta (eran las cinco de la madrugada), pero, en la plaza, entre los cipreses, se veía la silueta de mi amigo el vagabundo, que, como yo desde hacía ya rato, fumaba a solas en su banco. Tras él, las líneas de la ciudad (las de los edificios de la Gran Vía, pero también los de Recoletos, entre las que destacaba, hacia la Cibeles, el de la Caja Postal de Ahorros, en cuya gigantesca hucha de neón caía continuamente una moneda) dibujaban el perfil de un cielo oscuro, pero lleno de destellos y de brillos. Eran las luces de la ciudad, que dormía ajena a ellas y a la mirada de quienes, como el vagabundo y yo (o como el conductor del coche que ahora cruzaba la esquina), permanecíamos insomnes y despiertos entre tanto. ¿Qué nos unía a los tres? ¿Qué me unía a mí al vagabundo y al conductor de ese coche que ahora cruzaba la esquina, seguramente de vuelta a casa después de una noche en blanco? Y, sobre todo, ¿qué nos unía a los tres con aquella gente que dormía en torno a nosotros ajena a nuestras miradas?