Por eso, y por otras causas, discutíamos cada poco (entre nosotros dos y con Suso), aunque en seguida nos reconciliáramos, y por eso nos fuimos distanciando nuevamente, aunque siguiéramos quedando de tarde en tarde en el Bogotá (a comer bajo aquel cuadro que a los tres nos tenía fascinados desde siempre: el de la vaca y el lago idílico) o en los sofás del Café Gijón, al lado del cerillero y entre los camareros que seguían, como siempre, llevando el café en bandeja a escritores y a pintores muy famosos, la mayoría de los cuales ya eran sombras de su propia decadencia.
– Miradlos: los triunfadores -decía Suso, con su carga de ácido habitual.
Se refería a un grupo concreto, el que se reunía en el velador del fondo y cuya media de edad sobrepasaba ya los setenta años, pero, a través de ellos, a todos los que a esa hora se hallaban en el café. La mayoría eran conocidos o lo habían sido en sus buenos tiempos.
– Eso es el éxito -decía Suso, con ironía, señalando sus caras de aburrimiento.
Mario y yo le escuchábamos sin decir nada. Los dos nos sabíamos señalados tácitamente por sus palabras, pero ni Mario ni yo nos dábamos por aludidos. ¿Qué teníamos que ver nosotros con aquellos dinosaurios que ocupaban las mesas del Gijón a aquella hora?
Pero, en el fondo, nos molestaba la comparación de Suso. A mí, al menos, me dolía, porque sabía que detrás de ella Suso lanzaba mensajes dirigidos a mi persona. De Mario, Suso ya no esperaba gran cosa, pues le consideraba irrecuperable, decía, desde hacía mucho.
Pero de mí seguía esperando, según parece, una reacción. Aunque nunca me lo dijo claramente, de mí esperaba, según parece, una reacción que me llevara a cambiar de rumbo y a volver a ser el de siempre.
Sin embargo, yo no había cambiado tanto. O, por lo menos, yo no era consciente de ello. Al revés, me parecía que el que más había cambiado de todos era justamente Suso, aunque él no se diera cuenta. Suso pensaba, como otros muchos, que, como seguía llevando la misma vida de siempre, seguía siendo el mismo de cuando llegó a Madrid.
Pero nada más lejos de la realidad. Como toda la gente de aquel tiempo, Suso había cambiado mucho, aunque él nunca lo reconocería. Y menos a mí o a Mario. Aunque no nos envidiaba como otros, Suso consideraba que nuestros éxitos, al margen de merecidos o inmerecidos, nos habían cambiado para peor. Por eso nunca podría reconocer que la transformación de la que nos acusaba era mayor en él que en nosotros mismos y eso a pesar de no haber publicado todavía nada. Aún peor: sin haber escrito nada, al menos que se supiera.
No es que lo compare ahora con aquellos personajes que conocí al llegar a Madrid, cuando todavía creía que todo el mundo sabía mucho más que yo de todo. Personajes como Tano, que presumía de ser amigo de todos los escritores famosos de aquella época, pese a que no conocía a ninguno, o como Agustín Jiménez, que dirigía una tertulia de actores en el Gijón sin haber estrenado una sola obra. Suso era un caso aparte. Suso sabía de lo que hablaba, aunque no lo avalara con su trabajo. Ni falta que le hacía, decía él. En eso, Suso se parecía al dueño de Toby, aquel perro de la plaza de la Villa de París que, según me contó el de Sam, que lo había sufrido, no había existido nunca, lo que no le impedía al dueño darles lecciones de perros a los demás, demostrando de ese modo que Madrid estaba llena de farsantes.
Pero, últimamente, Suso se había vuelto más cínico. Aun cuando conservaba el humor de siempre y aquella ironía suya característica, Suso se había vuelto más cínico y, por lo tanto, más corrosivo. Quizá era fruto de la edad. Quizá era el paso del tiempo, que le había ido amargando el carácter, como a tantos. El caso era que, con los años, Suso se había vuelto más cínico y más ácido a la vez.
Con Mario, por ejemplo, era implacable. Quizá, en el fondo, subyacía el hecho de que los dos se dedicaban al mismo oficio, en la teoría al menos, cosa que conmigo no sucedía. Fuese ése o no el motivo, el caso es que Suso y Mario siempre tuvieron una relación difícil. Relación que se complicó tras el éxito de éste, lo que me obligaba a mí a mediar continuamente entre ellos para que nuestra amistad siguiera siendo posible.
Pero nuestra relación ya no era la de antes. Por más que todos quisiéramos, por más que disimuláramos y aparentáramos lo contrario, la vida había dejado sus huellas y eso se manifestaba ahora continuamente y en mil detalles. Era lógico, por otra parte. Cada uno de nosotros había seguido un camino, cada uno tenía ya nuevos amigos y relaciones y cada uno era ya distinto a cuando nos conocimos por los setenta. Así que era imposible tener la misma amistad de entonces. Del mismo modo en el que lo era compartir nuestros deseos e ilusiones, porque éstos eran también distintos. No eran los mismos deseos los de Suso que los míos. Ni los míos eran los mismos, ni mucho menos, que los de Mario. Aunque éste así lo creyera, como me dijo aquel día en el bar del Círculo.
Así que lo único que nos unía a los tres eran ya nuestros recuerdos. Aquella vida en común que llevamos en un tiempo, pero que definitivamente formaba parte ya de nuestra memoria. De hecho, cuando quedábamos, la mayoría del tiempo lo pasábamos recordando anécdotas de entonces, como si fuéramos ya tres viejos hablando de su pasado.
Lo que ocurría era, en realidad, que aquéllas eran ya lo único que nos unía. Por encima de ilusiones y deseos, más allá de nuestras vidas en común, lo único que nos unía eran ya aquellas anécdotas que Mario tanto gustaba de recordar, seguramente para no tener que hablar de otras cosas. Porque hablar de otras cosas suponía enfrentarnos a la realidad. Y la realidad era que los tres ya no teníamos nada en común, salvo los recuerdos. Si acaso algún resquemor y el rescoldo de un cariño que quedaba, a pesar de ello, de los viejos tiempos.
Pero eso no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por más que lo pretendiéramos, por más que los tres quisiéramos creer que era suficiente, aquello no era bastante para justificar nuestra relación ahora. Por eso se fue apagando como si fuera un fuego sin leña y por eso, poco a poco, volvimos a distanciarnos como nos sucedió a mediados de los ochenta, sólo que ahora sabiendo ya que era de forma definitiva.
Yo así, al menos, lo intuí desde el principio. Desde el primer momento entendí que aquel distanciamiento paulatino y progresivo (que se haría más claro en Mario) no iba a ser igual que aquel que, hacia mediados de los ochenta, nos separó por algunos años. Entonces, los tres contábamos con que el tiempo volviera, como hizo, a acercarnos nuevamente. Ahora, en cambio, camino de los cuarenta, los tres sabíamos ya que la vida no tenía vuelta atrás y que los viejos tiempos no volverían, por más que así lo quisiéramos.
Pero a mí aquello me entristecía. Aunque como pintor vivía mi mejor momento (al menos, eso decía la gente), me entristecía advertir que el tiempo lo había minado todo y que ya nadie era el que era. Ni Suso, siempre tan fiel a sí mismo, ni Mario, trastornado por el éxito y la fama, ni yo, que volvía a encontrarme, como cuando me separé de Eva, perdido y solo en mitad del mundo. De ahí (lo comprendo ahora, que no entonces, por más que lo creyera) aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos que pintaba en aquella época y que tanto éxito tenían entre los críticos y entre los compradores de arte de la galería.
A ellos les importaba muy poco la razón de aquellos motivos. Ellos lo único que veían era la composición formal de la obra y los colores y los matices de cada una de las pinceladas. Pero les interesaba poco saber el porqué de aquélla o el de la fuerza o la debilidad de éstas, que era lo verdaderamente importante. Porque en aquellos frutos y en sus colores y en cada trazo de los pinceles sobre la tela estaba el alma del pintor que los pintaba para ellos, pero en primer lugar para él mismo.
Por eso, vistos ahora a través del tiempo (en los tres o cuatro cuadros que conservo de aquel tiempo y que tú verás un día), aquellos frutos maduros y aquellos cuartos vacíos se me presentan no como caprichosos, como motivos elegidos al azar en función de quién sabe qué proyectos o qué idea, sino como la traducción pictórica del sentimiento de desconcierto que entonces ya me embargaba. Porque, a medida que mi éxito iba en aumento, a medida que mi fama acentuaba mi cotización, yo me sentía más solo, pese a estar rodeado de personas todo el tiempo.
La razón es que no era la gente que yo quería. La gente que yo quería ya no seguía a mi lado y a la que lo estaba ahora ni siquiera la había elegido yo. Eran amigos de oportunidad. La mayoría pintores o gente del mundo artístico a los que lo único que me unía era el éxito común o la ambición. Pero uno llega a engañarse. Uno llega, en esos casos, a creer que de verdad él ha elegido a esa gente, como ha elegido otras muchas cosas, para no tener que reconocer que le han venido dadas por las circunstancias. Yo, de hecho, me engañé bastante tiempo (pese a que, a decir verdad, siempre intuí que era así) y, durante todo ese tiempo, viví una vida artificial, lejos de la que quería.
Por eso me sentía solo. Por eso y por la nostalgia. Aunque de cara a la gente aparentaba que era feliz, más que nada por no defraudar a aquellos que creían de verdad que sí lo era, comenzando por mi madre y mis hermanos, aborrecía mi nueva vida y a la gente que me rodeaba ahora. La mayoría eran personas sin interés, gente absurda y llena de ambición que no tenía otro objetivo que el de seguir ascendiendo en el escalafón social o -los más conservadores- mantener el ya conseguido.
Era como una carrera en la que todos participaban de buena gana; una especie de carrera en la que lo de menos era la obra de cada uno, puesto que lo sustancial era saber venderla y venderse. Cosa que parece fácil, pero que no lo es, en absoluto, salvo que uno lo haya aprendido desde pequeño, cosa que no era mi caso. A mí nadie me había enseñado a venderme; al contrario, mis padres y mis abuelos me habían educado en la discreción y ésta era una moneda en desuso desde ya hacía tiempo en aquel mundo. Una moneda en desuso que ya nadie conocía y valoraba y que, incluso, se consideraba un obstáculo para la supervivencia misma. Al menos, a corto plazo. Y a largo plazo nadie pensaba, puesto que nadie quería otra cosa que el éxito, mejor cuanto más sonoro.
El mío lo era, sin duda alguna, pero a mí me importaba poco. Últimamente, incluso, comenzaba a incomodarme y a angustiarme. Ya ni siquiera podía pintar tranquilo, ni estar a solas cuando lo deseaba. Continuamente me interrumpían, bien por teléfono, bien presentándose por las buenas en mi casa a cualquier hora, sin importar lo que estuviera haciendo. Y lo mismo me pasaba por la calle. Cualquiera se te acercaba y se ponía a darte consejos, como si todos tuvieran derecho a ello. Incluso se metían en mi vida privada sin complejos, pretendiendo decirme hasta lo que tenía que hacer y no.