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Mientras lo volvía a mirar, y mientras escuchaba a César, que seguía tocando el piano como si estuviese solo en el bar, pensé en qué habría sido de Julia y de toda la gente que conocí por entonces. Habían pasado diez años. Diez años ya desde aquella noche en la que Paco Arias nos llevó a conocer El Limbo, del que tanto nos hablaba allá, en Oviedo, cuando volvía de vacaciones. Paco Arias había venido antes, cuando empezó a estudiar Bellas Artes, e hizo de puente para nosotros y de anfitrión y de guía cuando llegamos. No en vano todos habíamos estudiado juntos y comenzado a soñar con Madrid cuando la lluvia triste de Asturias nos recluía en el bar Sevilla o en los de la calle Uría, junto con los vecinos del barrio. Luego, él se fue (como en el viaje de ida, el primero) y Julia y yo, aunque seguimos juntos un tiempo, acabamos también separándonos. Julia se quedó en Madrid, pero le perdí la pista. Lo último que supe de ella es que se había casado.

La verdad es que, a veces, todavía la añoraba. Añoraba su pelo negro y la pureza de aquellos ojos que vi por primera vez en aquel bar de la Facultad en el que solía pasar las horas con mis amigos hablando de pintura y poesía y conspirando (eran los años setenta y la Universidad estaba más en los bares que en las aulas de las clases). Aquella tarde, recuerdo, cuando ella entró, nos quedamos todos callados. Era tan bella que parecía pintada.

En seguida se convirtió en la musa del grupo. Un grupo en el que todos lo compartíamos todo, o al menos lo pretendíamos, y en el que, por eso mismo, Julia no debía ser de nadie. Aunque desde el primer momento se estableció entre nosotros una dura competencia por ver quién la conquistaba. Terminé haciéndolo yo, ante mi propia sorpresa, y fue la primera causa de que el grupo se rompiera. La siguiente fue la vida, que ya empezaba a llamarnos.

Cuando llegamos aquí, Julia todavía tenía aquella mirada limpia que me enamoró la primera vez y que me acompañó por los bares de Oviedo durante más de dos años; los que tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas: la ilusión de ser felices, y libres, y hasta famosos. Pero en seguida empezó a enturbiársele. La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos tenía reservadas (y de muchas de las cuales yo fui culpable en su caso), se la fueron enturbiando poco a poco, como la lluvia triste de Oviedo, hasta acabar convirtiéndosela en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos. Era el año 81 y habían pasado seis años.

Habían pasado seis años. Y otros cuatro más desde entonces. Julia estaría ahora durmiendo junto a un desconocido mientras yo seguía escuchando a César y contemplando el cielo del Limbo, como aquella noche de otoño en la que Paco Arias nos lo enseñó. Habían pasado diez años. Diez años ya y apenas me había enterado.

– ¿Otra cerveza? -me sacó Rico de mis recuerdos.

– Bueno -le respondí, regresando bruscamente del pasado.

II

Del pasado y del futuro. Porque, mientras recordaba, mientras, a mi lado, Rico bebía y fumaba en silencio igual que todas las noches, comencé a pensar también en el viaje que emprendía al día siguiente y, sobre todo, en lo que me encontraría en Madrid cuando volviera. Un pensamiento que me angustiaba desde hacía días, aunque me resistía a reconocerlo.

Siempre me ocurría lo mismo cuando llegaban las vacaciones. Solía ocurrirme en junio, incluso, a veces, ya en mayo, en esos días inmensos en los que la primavera va avanzando hacia el verano y la ciudad se llena de gente y de turistas que van de paso.

De repente, una inquietud, como una extraña zozobra, se me instalaba en el pecho y ya no me abandonaba hasta que por fin me iba. Pero, aquel año, era diferente. Aquel año, la inquietud había dejado paso a una especie de nostalgia inexplicable que me oprimía el estómago y que, en lugar de atenuarse, como me ocurría otras veces, había ido en aumento a medida que el verano transcurría. Era como si temiera que, aquel verano, las despedidas fueran a ser para siempre; como si presintiera que, a la vuelta de mi viaje, ya nada sería lo mismo; como si supiera ya que, aquel año, el verano no iba a ser otro paréntesis de tiempo, como todos los veranos anteriores, sino un punto y aparte en nuestras vidas. ¿Sería que había llegado el momento de abandonar para siempre, definitivamente, la juventud?

Otros años, en efecto, cuando llegaban las vacaciones, yo me iba de Madrid con la impresión de dejar atrás, además de a los amigos, una parte de mi vida; la parte que se cerraba, como la puerta a mi espalda, cuando salía de casa. Pero no era importante. O, al menos, no lo creía así entonces, cuando lo estaba viviendo, aunque luego, con el tiempo, me diera cuenta de que cada una de aquellas despedidas era una pérdida más que se sumaba a las otras para juntas ir robándome la vida. Pero ahora la impresión era la de que aquel tiempo se terminaba; que aquellos años felices que había vivido en Madrid y que creía infinitos se acababan para siempre sin que ni yo ni nadie pudiéramos impedirlo. Por eso, aquella noche, en El Limbo, yo estaba tan melancólico, pese a que tenía motivos para todo lo contrario.

– ¿Y Eva? -me preguntó Rico, mirándome.

– Quedó en casa. Preparando las maletas.

No había querido salir. La había llamado dos veces, a su trabajo y, más tarde, a casa, pero las dos me dijo lo mismo: que no quería salir, que prefería quedarse en casa preparando las maletas para no tener que hacerlas al día siguiente. Siempre tan previsora, tan responsable.

– ¿A qué hora sale el avión?

– A la una.

¡Ah! Entonces tienes tiempo de emborracharte -me dijo Rico, sonriendo, a la vez que me ofrecía otro cigarro.

Sí, sin duda Rico tenía razón. Sin duda Rico estaba en lo cierto y lo mejor que yo podía hacer esa noche era emborracharme, a la vista de cómo me sentía y de lo que me rodeaba. Madrid era un cementerio y El Limbo un panteón vacío lleno de espejos y de fantasmas.

Nunca los había visto así. Tal vez era una impresión, un reflejo de mis propias inquietudes, pero, desde hacía ya días, Madrid parecía un desierto del que hasta el viento se hubiera ido. Era como un escenario abandonado por sus actores, como un inmenso teatro lleno de polvo y de sombras que se iba convirtiendo poco a poco en un magnífico decorado. Un decorado de asfalto y piedra, lleno de coches inmóviles, que flotaba como un barco en la calima de los días y que de noche se iluminaba bajo las luces de las tormentas.

Y lo mismo sucedía con El Limbo. Cada día estaba más muerto, más vacío y decadente, pese a que algunos clientes le seguían siendo fieles, como si su presencia fuera obligada. Ése era el caso de Rico, que no fallaba una noche.

– ¿Y qué harás en agosto, cuando cierre? -le pregunté, señalando el bar.

– Hay más bares -me respondió él, sonriendo.

– Ya. Pero no es lo mismo -le dije yo, imaginándolo en cualquier bar de la zona, de los pocos que quedarían abiertos. Una imagen que se me antojaba triste, quizá porque yo lo estaba.

– No creas -me dijo Rico, impasible, soltando el humo del cigarrillo en dirección al ventilador-. Incluso viene bien cambiar de aires.

¡Cambiar de aires!… Eso era lo que iba a hacer yo y lo que me preocupaba tanto. Presentía que aquel mundo evanescente, aquel mundo de ilusiones y de sueños en el que vivía yo entonces era tan frágil y delicado que cualquier cambio podía romperlo. Y, por otra parte, temía que eso ocurriera en mi ausencia, cuando nada podría hacer por impedirlo.

Nunca hasta entonces lo había visto tan cerca. Desde que llegué a Madrid (y aún antes: cuando todavía vivía en Asturias y era un estudiante joven que miraba la vida y el mundo con desprecio), había vivido con tanta prisa, tan de espaldas a éste y a mí mismo, que pensaba que el tiempo sólo corría para los otros y que yo estaba a salvo de su paso. Los primeros años, con Julia, y, luego, ya por mi cuenta, viví Madrid y sus largas noches como si fueran una aventura que no iba a acabar nunca; una aventura irreal, hecha de amores y sueños que nunca se terminaban porque no llegaban a realizarse jamás.

Los primeros años, con Julia, fueron los más divertidos. Los dos éramos muy jóvenes, estábamos enamorados y creíamos que la vida también estaba de nuestra parte. Eran los años setenta, los primeros tras el franquismo, cuando Madrid y todo el país despertaban del letargo en que vivían y se disponían, como nosotros, a recuperar el tiempo perdido.

Fue la época en la que conocimos a Juan y a Suso. Y a Mario. Y a Julio. Y a Carlos Cuesta. Y a Pedro. Y a Rosa Ramos… Gente que, como nosotros, había llegado a Madrid con su maleta y su sueño a cuestas, todos dispuestos a ser felices y decididos a realizarlo. Fueron años trepidantes. Vivíamos todos juntos en buhardillas o en pisos de alquiler que cambiábamos cada poco en función de las circunstancias y de nuestras posibilidades, y pasábamos los días en una especie de larga fiesta que sólo se interrumpía cuando llegaban las vacaciones. Entonces, cada uno regresaba a su lugar, como los pájaros en el otoño, para volver al cabo de un tiempo con los sueños y las fuerzas renovados. Ambos los necesitábamos, sin duda, pues, al mismo tiempo, vivíamos en la pobreza más absoluta.

Pero era emocionante. Era como vivir en una noria de feria, en el centro de una ola torrencial e irresistible que nunca se detenía y que unía los días con las noches, como si todos fueran la misma cosa. Era la época de las discusiones, de las manifestaciones políticas, de las fiestas clandestinas y los mítines prohibidos y de las largas noches de confidencias en casa de los amigos o en las barras de los bares. Y también, para nosotros, del descubrimiento de una libertad que había sido un largo sueño para dos generaciones de españoles anteriores a la nuestra.

A la vez, yo iba pintando. Todavía no sabía qué era lo que quería pintar, ni tenía sitio a veces para poder hacerlo con calma, pero pintaba y pintaba con esa decisión firme de quien está convencido de que acabará encontrando ambas cosas. El verde intenso de Asturias seguía fijo en mi paleta, como sus lluvias en mi memoria, pero empezaba a mezclarse con los rosas y violetas de los cielos de Madrid. Un Madrid que quizá no era el real, pero que era el que yo vivía: el Madrid del Limbo y de Malasaña, el de los viejos cafés, el de las churrerías y los bares sin destino y el de los amaneceres fríos de retirada. Aquel Madrid ya desaparecido que despertaba, como nosotros, a un tiempo de libertad.

Madrid empezó a cambiar hacia principios de los ochenta. Coincidió con el final de aquellos años históricos (para el país y para nosotros) y, en mi caso, sobre todo, con el de mi relación con Julia. Fue en el invierno de 1981. Después de meses de desencuentros, de alejamientos y de reconciliaciones que apenas duraban días, semanas todo lo más, Julia y yo decidimos separarnos y seguir cada uno por nuestro lado. Fue una decisión muy triste. Aunque los dos la sabíamos cercana (fundamentalmente ella, que llevaba mucho tiempo soportando mis traiciones), significaba romper con varios años de vida y con innumerables sueños comunes, algunos ya realizados. Pero era inevitable. Yo me había cansado de ella y ella sufría conmigo. Por eso, aquella mañana, cuando nos despedimos, sentí que algo importante se terminaba y no sólo aquella historia que había empezado en Oviedo, cuando los dos éramos todavía casi adolescentes y teníamos aún toda la juventud por delante.

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