Pero, en aquel momento, apenas me di cuenta de todo aquello. Entonces yo vivía sumergido en la trepidante fiesta en que Madrid se había convertido y no tenía tiempo para pararme a pensar en ello y mucho menos en lo que significaba. Entre pintar y quemar las noches vagando de bar en bar, buscando nuevas conquistas y experiencias que contar al día siguiente (no importaba su interés), ni siquiera tenía tiempo de echar de menos a Julia. Y, cuando eso me sucedía (al principio, con más frecuencia, pero, luego ya, a medida que fue pasando el tiempo, cada vez con menos fuerza e intensidad), me consolaba pensando que lo que había perdido al perderla a ella lo compensaba sobradamente la libertad que ahora disfrutaba. Todavía creía que la pareja y la libertad eran dos cosas incompatibles.
Sin embargo, aquella pérdida comenzó a verse en mis cuadros. Sin que lo percibiera al principio, mi paleta empezó a cambiar y los colores comenzaron a volverse más intensos, al tiempo que desgarrados. Empecé a pintar figuras, retratos de personajes que conocía o que imaginaba y que tenían en común el mismo gesto y la misma expresión en la mirada. La vida que yo vivía se reflejaba en sus rostros, pero yo todavía no era consciente de ello ni de por qué los colores surgían con tanta fuerza, pese a que, en su composición al menos, siguieran siendo los mismos. El rojo, el negro, los ocres, los amarillos napolitanos, todos aquellos colores que ya utilizaba entonces y que aún uso algunas veces como pronto tú descubrirás, parecían de repente cobrar otra intensidad, al tiempo que las figuras, que se me representaban solas y aisladas unas de otras, se volvían más histriónicas. Era como si, al pintarlas, aquellas noches de vino y rosas y los amigos con que las compartía perdieran toda su gracia; como si sus personajes, al pasar por mis pinceles, se volvieran irreales. Todavía conservo algunos cuadros de aquéllos, principalmente acuarelas, y me sorprende que no me diera cuenta ya entonces de hasta qué punto me retrataban.
Mi autorretrato empecé a pintarlo bastantes años después, cuando me empecé a dar cuenta de que me quedaba solo; quiero decir, solo con Eva. Debió de ser aquel año, a la vuelta de Suecia, cuando la dispersión ya anunciada comenzó a mi alrededor y Eva y yo nos quedamos solos en aquella casa de las Salesas que hasta entonces compartíamos con Suso y con Rosa Ramos. Antes, en el 84, ya se había marchado Juan, que se fue a vivir a Menorca (todavía sigue viviendo allí), y antes de él Carlos Cuesta. Fue un tiempo de muchos cambios. Constantemente, por nuestra casa de las Salesas pasaba gente que compartía con nosotros la vida durante un tiempo, hasta que desaparecían, alguno definitivamente. Como las anteriores, nuestra casa era un hotel en el que a nadie se le ponía otra condición, para entrar a vivir en él, que compartir los gastos comunes y un cierto modo de vida: aquella vida sin reglas y sin horarios que nosotros llevábamos entonces.
Eva encajó mal en ella. Aunque se intentó adaptar, ni por carácter ni por costumbre podía vivir así. Ella era escandinava y necesitaba el orden, cosa que con nosotros era imposible. Por otra parte, la casa estaba siempre llena de gente, amigos o conocidos que venían de visita o que estaban de paso por Madrid y que se quedaban con nosotros, a veces durante meses, ante la contrariedad de Eva, que no entendía tanta hospitalidad. En el fondo, lo que Eva deseaba, aunque nunca lo dijera, al menos abiertamente, era quedarse a solas conmigo, allí o en otro lugar.
Aquel verano, antes de ir a Suecia, estaba a punto de conseguirlo. Rosa Ramos se había ido ya del piso y Suso, aunque seguía aún con nosotros, apenas paraba en casa. Como desde hacía ya tiempo, se pasaba los días de bar en bar buscando nuevas conquistas y huyendo de la novela que, según él, quería escribir, pero que nunca empezaba porque todavía no era el momento, decía, de publicarla. Este tiempo todavía no es el mío, argumentaba siempre para explicarlo.
¿Dónde estaría ahora, por cierto? Seguramente, en el cine, o en La Aurora, intentando avanzar en su conquista. Seguramente, no vendría ya y, si lo hacía, sería muy tarde. Y, mientras tanto, yo seguía allí, acompañando a Rico y a César y contemplando el cielo del Limbo, que era el único real. El de Madrid había desaparecido tras el bochorno que lo aplastaba.
– ¿Tú crees que lloverá?
– Ojalá -dijo Rico, mirando hacia la puerta, que seguía abierta a la calle. Una calle, la de Santa Teresa, tan vacía como El Limbo.
Apenas se veía a nadie. Sólo algún coche de cuando en cuando y el camión de la carbonería de enfrente, aparcado como siempre ante la puerta. Aquel viejo camión de color rojo que parecía estar pintado en el paisaje.
Aunque, a decir verdad, esa noche, todo parecía pintado. La calle, el camión, el cielo, hasta las luces de las farolas parecían dibujadas por un pintor invisible, quizá el mismo que había pintado también el cielo que cubría El Limbo. Aquel cielo negro y gris bajo el que yo estaba ahora sentado.
Desde que lo conocía, seguía prácticamente igual. Acaso una leve pátina depositada en él por el humo lo había oscurecido un poco, pero, en lo fundamental, se conservaba casi como al principio: negro el fondo y grises las estrellas y la luna, cubría por completo todo el techo e incluso se prolongaba por encima de la barra y de los baños. La luna estaba en el centro, o mejor: la media luna, pues siempre estaba en menguante, y las estrellas se repartían formando constelaciones a lo largo y a lo ancho de toda la superficie; no del techo, sino de todo el local, pues los espejos las reflejaban multiplicándolas hasta el infinito, como si siempre fuese verano.
Aquella noche lo era, y de las más calurosas, y el bar estaba cuajado. A las estrellas del techo se unían las de los espejos y las de las cristaleras del ventanal del fondo, que también las reflejaban (como apenas había gente, el humo no las borraba). En medio de ellas, el bar parecía un espejismo o una barca a la deriva.
– Menos mal que me voy mañana -le dije a Rico, mirando el bar.
– Querrás decir hoy ya -me contestó él, enseñándome la hora en su reloj, que señalaba las doce en punto.
En efecto, era ya la medianoche; las doce en punto de una jornada que parecía que no iba a acabar nunca, pero que avanzaba ya sin que yo me diera cuenta hacia el amanecer. Un amanecer incierto y lleno de soledad.
– ¿Tú crees que vendrá alguien? -Seguro -me dijo Rico, sonriendo-. Siempre acaba apareciendo alguien.
Me admiraba su confianza. Ni en los peores momentos perdía la compostura ni aquel aire indiferente que mostraba hacia las cosas; como si todo le diera igual. Justo lo contrario de lo que me sucedía a mí, que siempre estaba dándole vueltas a todo. Sobre todo últimamente.
– ¿Y si no viene nadie? -insistí.
– No importa -respondió Rico, mirando el bar con indiferencia, como solía hacer a esas horas-. Mientras siga habiendo cerveza…
Estaba claro que le daba igual. El bar, el calor, la gente, hasta mi propia presencia parecía no importarle lo más mínimo o por lo menos lo simulaba. Así que opté por seguir callado y regresar a mis pensamientos.
Estaba ya más tranquilo. La inquietud que sentía antes se había ido diluyendo poco a poco no sé si en mi aburrimiento o en el propio bochorno de la noche y en su lugar tenía ahora una sensación extraña: como una mezcla de indiferencia y de resignación ante la situación. Además, la cerveza comenzaba a hacerme efecto. No quitándome el calor, cosa que era imposible (estaríamos a más de treinta grados), sino sumiéndome poco a poco en esa especie de laxitud que te hace ver todo con más distancia. Como si la realidad, de pronto, se volviera más abstracta y más lejana.
Otras noches, en iguales circunstancias, me habría ido del Limbo en busca de otro local o a dar un paseo sin rumbo hasta la hora de ir a dormir. Siempre me ha gustado hacerlo en momentos como ése. Pero, esa noche, no me sentía con fuerzas. Esa noche, la calima era tan insoportable que lo único que me apetecía era seguir bebiendo cerveza hasta que cerrara El Limbó, cuanto más tarde mejor.
Normalmente cerraba hacia las cuatro, aunque, a veces, si había gente, retrasaba ese momento hasta que se iban los últimos (siempre había algún motivo para que éstos se demoraran). Pero, esa noche, no parecía que algo así fuera a ocurrir. Al contrario, era posible que El Limbo cerrara antes habida cuenta de los que estábamos y a la vista de las perspectivas. Hacía ya mucho rato que no aparecía nadie. Aunque a mí no me importaba. Lo que me importaba a mí era pasar esa noche del mejor modo posible y me daba igual que viniera gente o que me quedara solo, con tal de seguir allí.
Porque la alternativa era regresar a casa. Una posibilidad tan alejada de mis deseos como de mis pensamientos aquella noche. Sobre todo, después de estar allí todo el día intentando terminar aquella obra que, al final, acabé rompiendo.
Me ocurría muchas veces desde hacía ya algún tiempo; muchas más de lo normal. Siempre he sido demasiado escrupuloso, incluso casi diría que intransigente a la hora de aceptar y de dar por terminada cualquier obra, pero, en los últimos tiempos, el defecto se me había acentuado (el defecto o la virtud, según cómo uno lo mire). Nada acababa de convencerme. Me pasaba horas y horas, incluso días y meses retocando y dando vueltas a una obra para, al final, muchas veces, acabar rompiéndola o desechándola. Sentía una gran insatisfacción, no sólo al imaginar y definir una idea, sino sobre todo al llevarla a cabo. Era como si de pronto hubiera perdido el pulso, como si las perspectivas se vaciaran de contenido, lo mismo que los colores, y hasta el propio pincel me traicionara. Seguramente influía, ahora que pienso en aquello, la desazón que sentía en aquel entonces, no sólo por mi pintura, sino por mi misma vida.
A veces, lo comentaba con Suso. Era mi principal confidente y el que mejor podía entenderme. Al fin y al cabo, hacía años que me veía pintar cada día. Pero Suso estaba ahora demasiado ocupado en otras cosas; ni siquiera tenía tiempo para mirar lo que hacía. Así que se limitaba a aconsejarme paciencia, que era lo que me aconsejaba siempre para justificarse él mismo por no escribir.
– ¿Y si no es cuestión de paciencia? -le preguntaba yo, más escéptico o quizá más inseguro.
– Entonces -me decía él-, lo mejor es que dejes de pintar durante un tiempo.
Pero no era tan sencillo. Quizá para él lo era, habituado como estaba a dar largas a la vida, sobre todo a la hora de escribir (también podía permitírselo), pero para mí pintar era indispensable. No sólo la pintura era mi vida, sino que vivía de ella. Al margen de que Eva me ayudara últimamente.