Sin duda, la soledad. Porque los tres, cada uno a nuestra manera, estábamos solos en aquel momento. Una soledad nocturna que, en el caso del vagabundo, debía de ser total (por eso vivía como vivía) y, en el del conductor del coche, quizá fuera pasajera y momentánea (hasta que llegara a casa), pero que, en el mío, ni siquiera tenía un motivo. Al contrario que ellos, yo tenía compañía aquella noche, como la mayoría. Entonces, ¿por qué me sentía tan solo?
Volví a contemplar el cuadro. Desde el fondo de la casa me llegaba el rumor de la nevera, que ya era muy antigua, y de la respiración de Carla, la chica de cuyo abrazo acababa de escapar y al que no me apetecía regresar, al menos por el momento. Me apetecía seguir a solas, contemplando aquel cuadro cuyo cielo me atraía tanto desde hacía rato.
Me sorprendió el amanecer contemplándolo. El frío de la mañana, que me cogió por sorpresa a pesar de conocerlo ya de sobra, me hizo volver a la realidad después de toda la noche dándole vueltas a aquella obra. Dándole vueltas sin hacer nada. Porque en toda la noche ni siquiera me acerqué a ella, ni para ver de cerca un detalle. Era como si me diera miedo enfrentarme al vacío que sentía había detrás de ella y que tenía que ver con el mío propio. Aquel vacío infinito que crecía día a día en mi interior y que se correspondía con el del cuadro que ahora tenía frente a mis ojos. ¿Vendría de él su melancolía? ¿Sería ésa su razón de ser? ¿Sería el vacío la explicación de que el cielo lo ocupara casi entero y de que fuera idéntico al que amanecía en aquel momento sobre Madrid?
Por la mañana, volví a mirarlo. Desde el balcón y en el propio cuadro. Los dos habían cambiado, como si éste fuera un espejo del de verdad.
Carla se había ido temprano (me despidió con un beso al que yo respondí entre sueños) y la casa estaba en silencio. Como de costumbre hacía, había desconectado el teléfono para poder dormir sin problemas hasta que me despertara. Últimamente, solía hacerlo muy tarde. Y con resaca, la mayoría de las veces. Día sí y día también, acababa la noche en alguna fiesta o en cualquiera de los bares que entonces eran obligatorios. Y bebía, cómo no. Siempre había bebido mucho (era la moda en aquellos años), pero en los últimos tiempos bebía cada vez más. Y fumaba. Tabaco o lo que cayera. Era también la moda y mi obligación, si quería estar a la altura de mi imagen como artista.
Pero ahora me arrepentía de haber bebido y fumado tanto. Como la mayoría de los días, me arrepentía de haber bebido y fumado tanto y de haber perdido la noche prolongándola de bar en bar, primero, y acostándome luego con una chica a la que sólo me unía el deseo; ni el más mínimo interés sentimental o personal. Estaba ya acostumbrado. Casi como por inercia, acababa haciéndolo cada noche y luego me lamentaba, pese a que al día siguiente volviera a hacer lo mismo que el anterior. Llevaba así mucho tiempo.
Aquel día, sin embargo, mi arrepentimiento era mucho más que eso. La resaca era la misma y la sensación de hastío igual que la de otras veces, pero mi arrepentimiento era mucho más que eso. Otros días, al despertarme, sentía que aquella vida comenzaba ya a aburrirme y a cansarme, pero nunca, como ahora, con aquella intensidad. La razón estaba sin duda en el descubrimiento que aquella noche había hecho mientras contemplaba el cuadro que ahora volvía a tener enfrente: el vacío que había en él era el mismo que sentía dentro de mí en aquel momento.
El descubrimiento que eso supuso me costó asimilarlo aún mucho. Como siempre me sucede, entre que descubro algo y lo asumo de verdad, ha de pasar algún tiempo, que varía según su trascendencia y según mis circunstancias personales en el momento. Y las que estaba viviendo entonces no eran, sin duda, las más propicias para aceptar aquél con normalidad. Como pintor vivía mi mejor época, en lo económico las cosas me iban cada vez mejor (ya ni siquiera debía dinero a la galería) y el futuro se me presentaba espléndido, por lo menos en lo material. Así que no era el mejor momento para aceptar que el vacío que sentía fuera algo más que una sensación.
Pero lo era, vaya que si lo era. Aunque intenté borrarlo de mi memoria y aunque nunca lo comenté con nadie (¿con quién podría haberlo hecho, pienso ahora, al recordar aquello?), aquella sensación me perseguía, sobre todo por las noches, cuando me quedaba solo. Durante el día, estaba tan ocupado, siempre rodeado de gente o entregado a mi trabajo de pintor, que no tenía tiempo de sentir nada. Pero, de noche, cuando volvía a casa de madrugada o cuando, sin salir de ella, daba por concluido el trabajo, sentía que un gran vacío se abría en mi corazón. Daba igual que estuviera acompañado. El vacío que sentía era tan fuerte que me hacía sentirme solo a pesar de ello.
En realidad, aquel sentimiento no era nuevo para mí. En mis primeros años en Madrid ya había sentido aquella zozobra que de pronto me asaltaba en plena noche sin que hubiera un motivo concreto para ello. Pero fueron ocasiones muy puntuales. Y pasajeras, como los sueños. Ahora, en cambio, aquella sensación era más fuerte y, sobre todo, se repetía con más frecuencia. Recordé la frase de un escritor cuya entrevista me impresionó cuando la leí (acababa de llegar yo a la ciudad y él era el más conocido del país en aquella época): «El éxito está vacío», pero también mis propias palabras, aquellas que repetía a menudo, convencido de su capacidad de seducción: «Vivir solo no es tan fácil. Por la mañana, es verdad, te das cuenta de la libertad que tienes, pero de noche, a veces, la libertad se te cae encima».
El problema era que aquello cada vez lo repetía más. Y que no lo hacía, como antes, para impresionar a la mujer que me gustaba o que quería conquistar, sino que la repetía casi con miedo, temeroso de que no surtiera efecto. Cada vez me daba más miedo quedarme solo en la noche y enfrentarme a aquel vacío que solía llegar con ella.
Por eso, de un tiempo a acá, retrasaba en lo posible el momento de volver a casa y, cuando por fin lo hacía, solía hacerlo borracho. Daba igual que lo hiciera acompañado o que lo estuviera ya antes de salir de aquélla. Solía llegar borracho o, por lo menos, con unas cuantas copas. Lo cual, lejos de hacerme más llevadera la noche o de contribuir a la excitación que se suponía me había empujado a entablar una nueva relación sentimental, acentuaba más aún aquel vacío y hacía de ésta, algunas veces, un verdadero suplicio.
Y es que el alcohol ya no me confortaba. Al contrario que cuando era más joven, el alcohol ya no me imbuía de optimismo y de entusiasmo, sino que me producía una gran tristeza. Aunque por fuera no lo pareciera. Aunque mis amigos no se dieran cuenta. Yo, por supuesto, no se lo iba a contar, entre otras cosas, para no parecer más frágil.
Pero lo era. Tanto como cualquier otro. Aunque tenía fama de fuerte y de estar muy seguro de mí mismo, especialmente en mi trabajo, yo era tan frágil como cualquiera, pese a que lo disimulara. Aunque mi debilidad tenía otras causas. Mi debilidad no venía del miedo, ni siquiera del temor a un futuro imprevisible e indescifrable en aquel tiempo, sino de la eterna lucha que mantenía entre el deseo de libertad y de compañía, entre las ganas de ser famoso y desconocido, entre el deseo de proseguir con aquella vida y el de abandonarlo todo para volver a ser el que era. Esa lucha que libraba hacía ya años y que cada vez me costaba más esfuerzo seguir librando cada día.
Ésa era la razón del vacío que sentía ya hacía tiempo. Ésa y no otra era la explicación a la zozobra que me embargaba desde hacía meses y que acentuaba aún más el alcohol, sobre todo mezclado con el hachís. Porque, como me sucedía con aquél, los porros ya no me daban la brillantez y la placidez que me daban antes. Hablo de cuando fumaba, no para apaciguar mi vacío y mis miedos nocturnos como ahora, sino para sentir más, para estar más receptivo y abierto a las sensaciones. Por eso, aquéllos iban en aumento, como si fueran manchas de soledad, y por eso, muchas noches, se convertían en pesadillas cuando me quedaba solo o, cuando después de hacer el amor con quien estuviera, me quedaba horas y horas mirando al techo, mientras mi acompañante dormía sin darse cuenta a mi lado.
Solamente me calmaba la pintura. Solamente mi trabajo podía llenar el vacío que crecía poco a poco en mi interior y que amenazaba ya últimamente con convertirse en una obsesión. Pero ni siquiera entonces podía pintar a gusto. Continuamente asediado y exigido por la gente, ya fuera ésta la de la galería, que definitivamente había puesto todas sus esperanzas en mí, ya fueran los periodistas, que siempre buscaban algo con que llenar sus informaciones, apenas podía pintar tranquilo, al ritmo en que yo quería y de la forma en la que me gustaba. Esto es: demorándome sin prisa en cada obra y buscando en cada una una emoción diferente.
Y es que todos tenían mucha prisa. La galería, por ejemplo, no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie, y mucho menos para explicaciones. Atrapada por las modas y el éxito comercial, urgida por el momento y por las exigencias de sus clientes, la galería no tenía tiempo para esperar por mí ni por nadie y te urgía continuamente a que apuraras tu producción. Daban igual tu estilo y tus objetivos. Daba lo mismo lo que a ti te interesara o preocupara en ese momento. Continuamente te metía prisa, cada vez de una manera, cada vez con un motivo o con una excusa distinta, para que no perdieras el puesto de privilegio que, según toda la gente, habías alcanzado en el panorama artístico nacional. Y eso sólo se lograba, al parecer, estando siempre en primera línea, renovando cada poco tu estilo y tu inspiración (eso sí, sin grandes cambios, no fuera a pasar que éstos se te volvieran de pronto en contra) y, por supuesto, estando presente en todos aquellos actos en los que comparecían los escritores y los artistas más importantes de aquel momento.
Yo lo hacía algunas veces, aunque no tanto como quería Corine. A Corine le hubiese gustado una mayor presencia mía en aquéllos, al tiempo que una mayor producción pictórica. Lo cual, aparte de contradictorio (si me dedicaba a asistir a fiestas, ¿cuándo iba a tener tiempo de pintar?), indicaba la idea que ella tenía de la pintura, por mucho que presumiera de lo contrario. Y lo mismo pasaba con sus clientes, preocupados solamente por invertir bien su dinero negro, y con los periodistas, cuyo trabajo consiste precisamente en exprimirte como a un limón mientras estás de moda y de actualidad. Y, por supuesto, con todas esas personas que, por saber de arte o por pretenderlo, se consideran con el derecho a criticarte y aconsejarte, ya sea en privado, si son amigos, ya sea en público, si son profesionales de la crítica. Entre todos (y entre los que uno no llega, por suerte, a conocer nunca, pero que también te miran y están pendientes continuamente de lo que haces) habían conseguido que empezara a estar harto ya de todo, por más que me conviniera seguir haciendo lo que decían.