Sensualidad, se repite Floreana, sorprendida de que le guste tanto que él la mencione. Tal vez porque en ella es el flanco más débil.
Súbitamente, aparece una curva peligrosa y Flavián prefiere concentrarse en la conducción. Floreana, siempre atemorizada de parecer demasiado evidente a los ojos del otro, guarda silencio para no enturbiar la tenue comunicación que se insinúa y que ella anhela. Tras la segunda curva, le habla:
– Creo que ya me toca manejar a mí, Flavián.
– De acuerdo, pero… -la observa dudoso- ¿has manejado alguna vez un jeep de este porte?
– Sí. ¡Por favor, qué pregunta!
– Perdón, perdón -Flavián detiene el jeep y abre la puerta para bajarse-, ¡si ustedes son las sú-per-mujeres!
Ella decide ignorarlo y se instala al volante. Él se recuesta en el asiento a su lado, tan felino como lo vio aquel día en el almacén. Extiende sus dos brazos detrás de la cabeza, parece disponerse a conversar frente a una chimenea.
– A ver si estamos de acuerdo en esto del matrimonio, que me interesa -prosigue él-. Primero, la generosidad no resulta una buena aliada para formular una vida en común. Las mujeres siempre se aprovechan de un hombre generoso y uno termina siendo un títere en sus manos. Segundo, me molesta sobremanera que el matrimonio sea el lugar elegido para vivir la suma de las impaciencias: un lujo único. Impacientarse cada vez que uno quiere, y hacerlo gratis, porque en ningún otro espacio puede perderse el control… Para eso se inventó esta institución: el corral donde pueden enjaularse, bien protegidas, todas las impaciencias.
Ella piensa en todo lo que ha escuchado y decide que él es un poco loco. Nadie habla de estas cosas con una desconocida.
Tomando un paquete de Kent, Flavián le ofrece un cigarrillo que Floreana rechaza.
– Tú, como médico, no debieras fumar -le sonríe-. No debí regalártelos.
– Les ruego siempre a mis pacientes que no me sigan el ejemplo -desprende apenas los escombros grises de la punta del cigarrillo en el cenicero del jeep y continúa charlando sólo cuando aparece el brillo de la brasa, listo para llevarlo otra vez a su boca-. Al mes de la muerte de mi padre, le pregunté a mi madre, con toda la consternación del caso, cómo estaba. Me miró sin saber si decirme o no la verdad. Al fin estalló en llanto y me dijo: ¡esto es horroroso, ya no tengo con quien pelear! Textual. Eso es el matrimonio.
Floreana ríe.
Luego de aspirar el humo, él vuelve a hablar. Da la impresión de que lo hace más para sí mismo que para ella.
– Tercero: el erotismo. ¿Has pensado que los casados no tienen casi derecho a calentarse? Están obligados a usar el bache, el pequeño espacio que les quedó entre una cosa y otra, aprovechar la coyuntura al margen de las ganas. Por eso buscan amantes, para poder planear el deseo y los preparativos románticos que tanto les gustan a ustedes. Para inventarse el momento.
– Eso no es culpa nuestra -se defiende Floreana, y hace un esfuerzo por disimular el vértigo que le produce esta descripción. De nuevo oye el dúo de sus voces, la que se enciende con sólo escucharlo y la que le recuerda que es aquélla la parte más negada y difícil de sí misma.
– No, no he dicho que lo sea… -vuelve a aspirar el humo con indolencia-. Pero coincidirás conmigo en que, para la búsqueda del erotismo, la preparación del deseo es importante, esa anticipación fantasiosa de lo que viene -habla mirando por la ventana, como si los patos o los corderos fuesen interlocutores tan válidos como Floreana-. Los casados, en cambio, tienen la obligación de usar el tiempo que tienen, y hacerlo, además, entre el hastío, la pequeñez doméstica y las intromisiones de los hijos. En buenas cuentas, ¡el sexo en el matrimonio no es una fiesta!
– ¿Cuántos puntos más te quedan?
– Ya he tocado los principales -responde riendo.
– Veo que hablas en serio sobre no volver a casarte. ¿Y el amor? ¿Tampoco ahí piensas reincidir? -ella quisiera que él hablara de erotismo para siempre, pero es más seguro hablar de amor.
– Tengo mi trabajo. Es lo único que controlo, por lo tanto no quisiera desviarme de él. No estoy dispuesto para el amor; me debilita y me hace perder energías preciosas.
– ¿Perder? ¿Y no podrías ganarlas? -¡miren quién habla!, le dice a Floreana su segunda voz.
– ¿Ganarlas con el amor? No, no. El amor me desconcierta y me descontrola. No me sirve.
Busca una cassette en la guantera y le comenta, sin mirarla:
– Oye… ¿qué está pasando? Nadie me hace nunca preguntas tan directas. Estaré muy cansado, o muy solo, o tú eres mágica, que me haces hablar así…
De puro nerviosa, Floreana le pregunta qué música va a elegir.
– La estoy buscando, algo muy bonito… además, acabo de instalarle un equipo nuevo al jeep y se escucha estupendo… -sigue buscando-. Como manejo tanto de pueblo en pueblo, valía la pena la inversión.
Mientras se concentra en el paisaje -que en esta isla tiene el don de subyugarla-, llegan a sus oídos las primeras notas de una sinfonía, y junto a ellas un golpe lacerante a sus entrañas.
– ¿Puedo cambiarla? -balbucea.
– ¿No te gusta Brahms? -Flavián parece confundido.
– Mucho, pero no esta sinfonía -y sin pedir permiso la arranca del aparato.
Flavián la mira. En el fulgor de esa mirada, Floreana reconoce los ojos que trataron la pena de doña Fresia; la observan como si fueran expertos en detectar heridas aunque éstas pretendan ocultarse.
– ¿Quieres hablar de algo especial? -se lo dice con un tono cuidadoso que hasta ahora no había usado con ella.
– No.
Coloca un concierto para clarinete de Mozart y el silencio se instala entre ellos por un buen trecho.
– Falta poco para el trasbordador -la alienta él transcurridos unos diez minutos-. Y cruzando, estaremos muy luego en Puqueldón.
Ella mira complaciente hacia el camino y no responde. Entonces, él vuelve a hablar, otra vez como para sí mismo. Ya ha olvidado el episodio de Brahms.
– Las mujeres piensan, y lo que es peor, discuten sus emociones infatigablemente. Nosotros no lo hacemos, ¿sabías?
– Ustedes se lo pierden.
– Es que los hombres no tenemos amigos, como las mujeres. Tenemos competidores.
– A veces ustedes me dan pena… honestamente -murmura Floreana.
– A mí también. Creo que los hombres estamos atravesando por algunos problemas.
Sube el volumen de la música en un pasaje que lo conmueve. Pero el respeto por Mozart no dura mucho.
– Sin embargo -sigue-, las sensaciones de las mujeres están bastante desprestigiadas también, tienes que reconocerlo -él nunca pierde el hilo, observa ella-. ¿O no? Que las hormonas, que las emociones, que la identidad… ¡Tanto rollo!
– Perdóneme, señor doctor -dice Floreana, sardónica-, pero por muy desprestigiadas que estén, al menos las tenemos. ¿No cree usted, suponiendo que cuenta con algún conocimiento sobre el ser humano, que la ausencia de esas emociones nos aplasta contra el vacío?
– No. Y lo que es yo, señorita, no quiero saber de ellas.
Pero medio kilómetro más allá, agrega:
– No sé en qué están ustedes allá arriba en el Albergue, pero quizás no andemos tan lejos…
– Lo que nosotras tratamos de enterrar es la tristeza, no las emociones.
– Bueno, admito que eso es honorable. La desesperación o la mala suerte pueden ser indecorosas, pero la tristeza no. Y quisiera explicarte algo que me pasa con ustedes. Estoy demasiado cerca de la miseria real, la que estoy obligado a compartir todos los días con los que de verdad sufren, para guardarle espacios a la compasión por un grupo cuyos dolores quedan muy por debajo de esa línea. La verdad es que me aburre el pesar del intelecto.
Desasosegada, Floreana calla. Divisar de pronto el trasbordador en el mar resulta una salida para su ánimo.
La tormenta, aire, tierra y agua. Todo. El mundo se va a ahogar. Floreana siente miedo y el mar no le ofrece ningún consuelo. Aprieta con fuerza el tazón de té caliente, sentada a la mesa del comedor en esa casa vacía que la cobija. Con la tetera hirviendo y un plato de chápateles, espera a Flavián, quien se toma el tiempo necesario para evaluar, luego de curarlo, si el niño accidentado necesita o no ser trasladado al hospital de Castro. Ella había caminado sola por el pueblo y sus alrededores, antes de que el agua lo llenara todo con su avasalladora presencia. El atardecer irradiaba tal luz que parecía inventarle una tristeza inusual a la isla, en contraste con la exaltación que a pesar de lo que le dicta su conciencia la está desentumeciendo. Volviendo, Floreana compró un cuaderno en el almacén y se acomodó en la tibieza vacía de esta pequeña casa de madera que le han prestado. No estaba en su ánimo acompañar al médico, presenciar la sangre y el dolor es lo último que su memoria podría desear. La idea de escribirle una carta a Emilia la reconforta.
Aunque la intención del pálido sol hubiese sido detenerse un poco más en el cielo, la tarde en esta pequeña isla ha caído con implacable puntualidad. Y con ella, la tormenta. Aunque la lluvia en el sur es pan de cada día, este diluvio parece harina de otro costal. Aparta el cuaderno. Cualquier frase resultará falsa si su mente está llena de otras palabras y otros momentos.
¡Cuan ruidoso es el baile del viento! ¡Qué energéticas sus piruetas de saltimbanqui!
Cuando Floreana piensa algo inadecuado, es uno de sus demonios el que lo hace por ella. Quiero quedarme aquí, ha dicho el demonio de hoy, el más desatado. Se acerca a la ventana y ve a Flavián que regresa; ella observa el movimiento de su silueta a través del frío. Y al entrar, como si adivinara sus voces internas, él le dice, empapado:
– Imposible volver a la isla grande con esta tempestad…
Floreana va en busca de una toalla. Mientras intenta secarse, Flavián la mira como aturdido.
– Estoy preocupado por ti -dice-, creo que estoy abusando contigo. A mí me suele suceder, pero yo duermo en cualquier parte. O son los enfermos o es el clima: alguno de ellos decide siempre por mí. Pero tú, Floreana…
– No te preocupes, yo me adapto. Ya me perdí el curanto, que era lo que me entusiasmaba. A esta hora da lo mismo. Elena supondrá que ha sido la lluvia, y sabe que estoy contigo.
– Sobre el curanto, estamos en Chiloé, yo me encargo de organizarte uno de primer nivel -Flavián suena casi alegre-. Sobre Elena, podemos llamar a la Telefónica y pedir que le lleven el recado.
Frota la toalla contra su pelo castaño, desordenándolo. Luego levanta la cabeza y contempla un momento a Floreana.