Cagaste, Floreana, se dice. ¿Cuándo empezó el amor a devenir en terror en vez de incentivo? Dirás lo que te hemos escuchado en otras oportunidades, dirás que la vida te ha enseñado, que estás dolida por acumulación… De acuerdo, pero… ¿hasta ese grado delirante y obsesivo? El que no te conste la semejanza de la realidad del otro con la tuya no debiera paralizarte así, mujer descreída y asustada. ¿No eras tú acaso la que se reía con Fernandina del maldito miedo de los hombres? Bueno, el miedo es esto. Ni más abstracto ni más indiscernible que esta terrenal sensación de verse cercada, de que las cercas crecen a veces hasta dimensiones gigantes, como esas verduras de invernadero que parecen distorsionar la naturaleza. Sus puntas hacen daño, por cierto, lastiman. Siempre existe la posibilidad de seguir de largo y resultar indemne, pero sólo si estás en condiciones de darle la espalda a la vida misma. El problema del amor, Floreana -con todos los lugares comunes que trae consigo-, es que es casi inseparable de la vida misma. Entonces, cómo resistirse al juego de conocerse, de tocarse el alma, de añadir el cuerpo como peligroso contrabando, de adivinar al otro, de adecuarse, de creerle… o mejor seamos sinceras: de creerse uno en el otro. Ése es el pavor. Nadie quiere una gota de riesgo ni dolor. Es el signo de los tiempos. ¡Qué nada nos toque! Ése es el nuevo concepto de salvación en esta modernidad arrolladora.
– ¿Tú crees, Elena, que esto del miedo es nuevo? ¿Este miedo que nos tienen los hombres hoy? -había preguntado Constanza con inquietud.
– No, yo creo que nos han temido desde la eternidad -respondió Elena, reflexiva-. Tal vez lo nuevo sea que nosotras nos dimos cuenta y lo estamos diciendo; y al hacerlo explícito, al exhibirlo, nosotras mismas hemos definido una nueva etapa.
– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -el desaliento impregna la voz de Constanza.
– Tender puentes, querida, tender puentes. No veo otra salida.
– Ay, Elena, sé más explícita, por favor…
– Por ejemplo, hacerles sentir que no son menos hombres por sentir ese miedo… una vez que lo reconozcan, por supuesto. Habría que convencerlos de que dejen aflorar su parte femenina… y así podríamos encontrarnos en un punto medio, ¿no te parece? No se me ocurre otra manera.
– Y hombres así, ¿existen?
– Son escasos, no lo niego -Elena se ríe con malicia-, pero existen, Constanza, existen.
Se te seca la garganta, Floreana. El amor es un paso en falso. No caminar mal. No caminar, mejor. Inmovilicémonos. Cada uno en su propio hielo: así no nos haremos daño.
Tu desesperado anhelo es protegerte, pero no tienes la entereza para desahuciarte totalmente del amor: algo en ti aún se siente llamado al peligro. Total, Floreana, ¿qué es lo peor que podría pasarte? Que no te quieran.
¿Será eso tan grave?
Floreana se siente tan ajena de sí misma como le sucedía en la adolescencia, cuando salía de un cine y enfrentaba la realidad de la calle. Por largo rato deambulaba, sintiéndose la heroína de la película, convencida de ser tal o cual actriz, encarnando con pasión al personaje, mirando a su alrededor como si todo fuera una porquería que se confabulaba para sacarla de su verdadero medio: el cine, la atmósfera, la fantasía recién vivida. Volvía a ser ella sólo cuando la inmediatez y la trivialidad se hacían ineludibles.
Regresar al Albergue significará arrancarla de la ensoñación en que la sumerge la piadosa mentira del filme que ahora protagoniza en Puqueldón.
Puqueldón es un pueblo tendido en la isla Lemuy, una de las cuarenta y dos que conforman el Archipiélago de Chiloé. No son más de mil sus habitantes y el aire es siempre fresco, aun en los días veraniegos de calor. Cualquiera sea la temperatura, el aire despierta a hombres y mujeres, los alerta, los mueve.
Floreana pensará a este pueblo como el lugar del aire.
¿Qué hace ella tan lejos del Albergue? Fue por culpa de la visita del ministro, del pueblo embanderado y de Elena que le sugirió reemplazarla.
Al llegar a la ceremonia, Floreana observó detenidamente, y por primera vez, a Elena -«la Abadesa», como dice Toña a sus espaldas- junto a su amigo el médico. Se apretaron las manos al darse el beso de saludo, arrimaron sus sillas para sentarse lo más cerca posible el uno del otro, y luego de hacerse comentarios al oído sus risas mostraban una evidente complicidad. Terminado el discurso del alcalde, y cuando estaba por comenzar el del ministro, uno de los carabineros se acercó al doctor con su radio encendida. Un feo accidente había ocurrido en Puqueldón: el hijo de la directora de la escuela estaba herido. Flavián no demoró en partir, pero antes le pidió a Elena que lo acompañara.
– No puedo, tengo que almorzar con el ministro. ¿Necesitas ayuda? -como chiquillos secreteándose, así de bajo es el tono de sus voces.
– Es que pasé casi toda la noche en vela…
– ¿Por qué? -le pregunta Elena, preocupada.
– Estuve cuidando al Payaso, deliraba de fiebre y no quería que lo dejara solo.
El Payaso es un hombre viejo que trabaja cuidándole los caballos a un alemán de la zona. De paso le cuida también a Flavián el suyo; en su juventud fue payaso, y aún ejerce como tal en las fiestas del pueblo.
– Me da miedo dormirme mientras manejo -agrega Flavián.
– Que tu enfermera vaya contigo…
– Por ningún motivo, ¡tendríamos que cerrar el policlínico!
Elena mira hacia atrás, donde están sentadas, muy compuestas, Constanza y Floreana. Toma el brazo de ésta última para que se acerque. Cuando el doctor comprende lo que Elena está haciendo, protesta, todo en voz baja porque el carabinero espera y el ministro ya se dirige al micrófono.
– Por favor, no quiero molestar a nadie -alcanza a decir mirando a la elegida-. Mejor voy a buscar al auxiliar del policlínico.
– A mí me encantaría acompañarte -le susurra Floreana-. Cuanto más pueda conocer de estas islas, mejor.
Entre el apuro, la mirada impaciente de las autoridades y la distracción que causan al público, Flavián no tiene más remedio que acceder desganado… o así lo percibe Floreana mientras camina hacia el jeep, y se pregunta por qué Elena se lo ha pedido a ella y no a Constanza.
Se instala en el asiento delantero, cruza sobre su cuerpo el cinturón de seguridad y, una vez emprendido el viaje, abre la boca:
– ¿Quieres que te cante para que no te quedes dormido? Lo hacíamos en los viajes cuando chicas, para mantener despierto a mi papá.
– Prefiero que me converses. Si cantas bien, me duermo de una vez -al menos sus ojos muestran una pizca de buen humor.
– ¿Te puedo hacer preguntas? ¿O prefieres que maneje yo un rato? -Floreana es de los raros seres en este mundo que se relacionan con otro preguntando, como si todavía el género humano le interesara.
– Adelante, pregunta no más. Pero me reservo el derecho de decidir si respondo. Y después manejas tú, si yo me rindo.
– Partamos por lo más básico: ¿qué especialidad tienes en medicina?
– Soy internista. Vale decir, le hago a casi todo… como el antiguo médico de familia.
– ¿Y por qué estás aquí?
– Me vine al sur por culpa de una mujer -el tono es casual-. Necesitaba aire fresco.
– ¿Y piensas volver cuando estés curado?
– Aún no se airean mis pulmones. Además, como soy médico, tengo una tarea que cumplir aquí.
– ¿Alma de misionero?
– Ojalá fuera tan bueno… No, no soy un hombre bueno. Y para que veas que no miento, te lo puedo contar: tuve un problema en la clínica privada donde trabajaba en Santiago y quise poner todos los kilómetros posibles entre ese lugar y yo. Entonces, elegí una localidad donde de verdad hiciera falta.
A pesar de su curiosidad, Floreana no se atreve a preguntar más.
– Bueno, algo de misionero tienes de todos modos, igual podrías estar en una ciudad grande.
– Es que, ¿sabes?, no soy hijo del cinismo ni del escepticismo, como está tan en boga hoy día. Todavía me gusta involucrarme con ciertas causas, de ésas que ya no le importan a nadie.
– ¿Como los pobres?
– Por ejemplo.
– Bueno, pobreza no nos falta en este país. Según eso, podrías haberte ido a… veamos… a Putre, en el norte mismo.
– Pero es que en Putre no estaba Elena. Elegí este lugar porque ella estaba aquí.
– O sea, ejerce su cierta influencia en ti.
– Alguna… Debo haber estado enamorado de ella en mi juventud, como todos en la Escuela de Medicina, especialmente los de cursos inferiores, como yo. Eso siempre deja huellas…
– ¿Qué diferencia de edad tienen?
– Unos siete u ocho años, no sé.
Floreana hace conjeturas mientras finge mirar el paisaje. Por supuesto, él no le pregunta nada.
– ¿Tienes familia? -insiste Floreana.
– A medias: dos hijos semiadolescentes, el menor todavía es un niño… Un padre muerto, una madre un poco muerta en vida, varios hermanos y sobrinos, uno de ellos muy querido para mí.
– O sea, te casaste alguna vez…
– Que yo sepa, las ex esposas no son parte de la familia.
– Era otra mi pregunta…
– Si lo que quieres saber es si estoy casado, no, no lo estoy.
Es fácil provocar en Floreana la percepción de ser una tonta, y ella lo resiente.
– ¡Qué pregunta tan típica! -comenta él, por añadidura-. ¿Por qué será que a las mujeres les interesa tanto el estado civil de uno? Te puedo agregar información: pretendo seguir soltero para siempre.
– Un poco taxativo -responde Floreana, como si no hubiese detectado ni un dejo de agresión.
– No es extraño cuando uno ha sido esclavo de una mujer.
– ¿Y qué pasó con ella?
– Luego de convencerse a sí misma de que la víctima era ella, ya sabes, el típico juego de los culposos deshonestos, los que se convencen de ser las víctimas cuando evidentemente han victimizado, partió con otro. Se fue, como en la canción mexicana, arrastrando la cobija y ensuciando el apellido -sonríe con buen humor.
Floreana no puede dejar de mirar esas manos que se mueven entre el manubrio y el cambio. Es un hombre que debe tocar tan poco, deduce lamentándolo.
– Además, pienso que el matrimonio es perverso -continúa él, ajeno a los pensamientos de Floreana.
Ella rompe a reír.
– En eso estamos de acuerdo, pero explícame por qué lo dices tú.
– Porque para mí es un hecho, no una posición intelectual. El matrimonio es el espacio de la esclavitud, la muerte de toda convivencia sana. También, el de la impaciencia, el aburrimiento y el ahogo de la sensualidad.