Ya está en el Albergue: el tiempo no se escurrirá y Floreana podrá observar a Elena con toda calma. Pasea su vista por el dormitorio y la detiene en una alfombra de lana blanca y gruesa; es típicamente chilota, se dice al recordar aquel mercado en Dalcahue donde había comprado otra idéntica para la primera casa que armó por su cuenta, al casarse. ¿Dónde estará hoy esa alfombra? Muchos años y muchas casas han transcurrido para semejante pregunta. Luego de deslizar suavemente sus manos por el mañío que uniforma los muebles, aspira profundamente el aire: tiene la certeza de habitar al fin en el cuarto que buscaba. Éste va a ser su cuarto propio durante los próximos tres meses.
– ¿Dónde está nuestra nueva conviviente?
La puerta de la habitación se abre y Floreana, aún adormilada sobre su cama, mira confundida. Reconoce aquella figura que tanto ha apreciado sobre las tablas y en las pantallas de televisión: una silueta elástica, muy joven, vestida enteramente de negro, el pelo color naranja cortado casi al rape. La miran dos ojos enormes, negros también, y oye una voz áspera que parece no hacer concesiones.
– Hola, yo soy Toña -se acerca a saludar a Floreana y le besa la mejilla-. ¿Ya hablaste con Elena? ¿Lo tienes todo claro?
– Sí -el sueño todavía flota vaporoso alrededor de su conciencia-, estuve en su oficina.
– Bueno, si tienes alguna duda -dice Toña-, aquí estamos nosotras para aclarártela. ¡Angelita, ven! -se vuelve hacia alguien que Floreana no ve-. ¡No seas tímida, si ya se despertó!
– ¿Podemos entrar? -pregunta con recato otra mujer, asomándose a la puerta. Su rostro, a contraluz, no se distingue bien.
– Mejor me levanto y nos tomamos un café -sugiere Floreana, incorporándose.
Se alisa el pelo y la ropa, se calza las botas forradas en lana de las que no piensa desprenderse en toda su estadía y camina hacia la sala de estar. La mujer de la puerta ya ha tomado la tetera para hervir el agua.
– Siéntate -le dice Toña a Floreana-, por hoy te atenderemos nosotras. Ella es Angelita Bascuñán. No se conocen, ¿verdad? Nuestras piezas están aquí -las apunta con el dedo-, al frente tuyo, y compartimos baño. Angelita es para mí el equivalente de Constanza para ti, y las dos son… ¡insoportablemente glamorosas! -suelta una risa breve.
Caída del cielo. Ésa y no otra es la sensación de Floreana al mirar a Angelita: sus reflejos dorados asoman como si ella misma fuese una hojuela de maíz. Obscena tanta belleza, piensa. A pesar de su aire distinguido, Angelita lleva la más común de las vestimentas: jeans y un suéter azul de cuello subido, lo apropiado para el clima duro del sur. Tiene ojos verdes que recuerdan los de un gato y sus manos se ven suaves, sin asomo de sequedad o aspereza alguna. Se acerca a besarla, con una dulzura casi opuesta a la actitud de Toña.
– Vas a ser feliz aquí, Floreana -le dice-. Muy feliz.
– Si es que se puede ser feliz en alguna parte -dispara Toña con ese dejo de cinismo al que Floreana pronto se acostumbraría.
Angelita saca del mueble de cocina el tarro de Nescafé, un azucarero pintado con flores azul pálido y tres tazas de la misma loza floreada. En un momento todo está dispuesto. Con razón se llama Angelita, piensa Floreana, nadie con esta hermosura podría llamarse Ángela a secas.
– De Toña ya lo sé todo -se dirige a ella con curiosidad-, o al menos lo que todo el mundo sabe. ¿A qué te dedicas tú?
– Técnicamente, soy dueña de casa -Angelita lo dice con cierta ironía, mientras vierte el agua en las tazas con cuidado y levanta la vista-. Y tú, Floreana, ¿qué haces cuando no estás triste? -esto último lo pregunta con humor, para alivio de la recién llegada que aún no sabe cómo se lo toman las mujeres del Albergue.
– Soy historiadora. Me dedico a la investigación.
– ¿Y qué haces después con tus investigaciones? -pregunta Toña.
– Las publico y terminan siendo libros que nadie lee, salvo algunos especialistas tan locos como yo.
Toña se ríe y hace unas exageradas muecas de espanto con sus labios pintados de ciruela.
– Como si nadie fuera a ver mis obras de teatro… ¡Qué frustración! O como si mis programas en la tele no tuvieran rating.
– No, no es igual… Los historiadores sabemos desde el principio que la nuestra es una vocación solitaria.
– ¿Cuál es tu especialidad? -Toña quiere saberlo todo.
– El siglo XVI chileno. También me he adentrado en el XVII… Pero el XVI es mi fuerte.
– Uy, ¡qué aburrido! ¿Por qué no elegiste algo más vivo? -los gestos de Toña son divertidos, habla con su rostro.
– A mí me parece estupendo -la interrumpe su compañera, muy compuesta en la silla, las manos entrelazadas sobre su falda-. No sé nada de historia, nada, y no me vendrían mal unas lecciones.
– Bueno -se disculpa Floreana-, la gracia está en hacerlo vivo, pero en fin, hace un par de años cambié de tema y he incursionado en otra cosa…
– ¿En cuál?
– La extinción de la raza yagana.
– ¿Qué es eso? -pregunta Angelita.
Está a punto de hablar del sur austral de Chile, de la Patagonia, cuando se abre la puerta y entra la cuarta integrante de la cabaña. Floreana no desvía ni un poco su mirada: es tal como la recuerda de las fotos en la prensa.
– Tú eres Constanza -le dice de inmediato.
La sonrisa que la otra le devuelve mientras se desprende de su chaqueta entraña siglos de reserva. Es una sonrisa melancólica, aunque su figura irradie un aplomo imposible de ignorar. Floreana aplica sobre ella una especie de radiografía: su porte altivo sobrepasa el de las demás, la espalda se mantiene orgullosamente recta y sus largas piernas se adivinan bien torneadas bajo el pantalón de franela gris. Constanza irradia un colorido castaño claro, con tenues luces casi amarillas. Pero es sobre sus uñas que Floreana fija su atención: el corte es perfecto, están delicadamente limadas y esmaltadas, y no sobra cutícula alguna. Son las uñas más cuidadas que jamás ha visto.
(Al desempacar, sola, en el dormitorio, Floreana había entrado al baño a dejar sus cosas y encontró las de Constanza. Cómo sospechar que usaba esta crema o que tomaba estas cápsulas cuando la veía en las noticias o en una entrevista, se dijo analizándola a través de sus objetos más íntimos; o que ésta es su colonia… Es lo que nunca sabemos de las otras, ni siquiera de las cercanas. ¿Cómo será el botiquín de Isabella, el de Fernandina? No sé qué crema se ponen de noche mis hermanas, y ahora lo sé de Constanza Guzmán.)
Ya son las siete de la tarde; a las siete y media irán a la casa grande, donde se hallan el comedor, la biblioteca, la oficina y el departamento de Elena, y donde se desarrolla la actividad comunitaria. Hoy, a la hora de comida, Floreana será presentada.
Conversando todavía con sus compañeras de cabaña, no deja de sentir un rayo de opacidad cayendo sobre ella. La originalidad y el desenfado de Toña, la belleza y la dulzura de Angelita, la superioridad que emana de Constanza, la golpean al mismo tiempo. ¿Por qué tuvo que tocarme esta cabaña? Yo venía a convivir con mis iguales, gente normal, mujeres de carne y hueso… Voy a ser la que desentona, la aburrida, la común y corriente… Seguiré siendo exactamente lo que he sido siempre.
Arropada en su propia tibieza, Floreana no puede conciliar el sueño esa noche, a pesar del cansancio que se ha adueñado de cada uno de sus huesos. Un carrusel de rostros y nombres la confunde. Ha visto mujeres por todos lados. No trates de retener todas las caras, le había advertido Elena, lentamente se te irán grabando las que valgan la pena. Entre palabras cordiales y risas solidarias celebraron su llegada. Por ahora, recuerda a Olguita y a Cherrie, que se sentaron a su lado en la larga mesa del comedor.
Olguita viste de riguroso negro y su cabello, delgado y grisáceo, luce tirante por un moño recogido sobre su nuca. Ella es la que teje las colchas a crochet, como la que Floreana acarició con tanta devoción al tenderse por primera vez en su cama.
– Yo soy de la zona -le dijo Olguita-, de Puerto Montt. Y tengo el orgullo de haber inaugurado el Albergue con Elenita, hace ya más de seis años… y tengo setenta.
Fue la primera en llegar. La envió su yerno, el chofer del intendente, por recomendación de éste, y ella accedió contenta. Una flexibilidad poco común a su edad, reflexiona Floreana.
– Mire, mijita, yo ya estoy vieja, a mis hijos y nietos les sobro. Vine aquí cuando enviudé, segura de que ya nadie más me iba a querer en lo que me quedaba de vida. Pasé los tres meses reglamentarios y volví a la ciudad. Pero allá me sentí tan, tan sola que al poco tiempo me pillé sacando cuentas: mantenerme un mes en Puerto Montt me costaba lo mismo que un mes aquí. Encontré una tontera gastarme la pensión y mantener una casa grande y vacía para la pura soledad. Entonces le escribí a Elenita y le propuse venirme a vivir en el Albergue, con la condición eso sí de volverme a la ciudad cada vez que ella necesitara un espacio urgente para otra mujer. Y así lo hemos hecho.
A la hora de los postres, saboreando el dulce de mora que cubre el flan de leche, le dijo:
– Aquí yo no sobro, mijita, aquí me quieren. Dios me dio la virtud de tejer y poco a poco he ido haciendo estas colchas que usted ha visto. Me demoro meses en cada una. Ahora me faltan dos no más para las camas de la cabaña del fondo, y listo, quedan todas las piezas completas. Elenita me compra los hilos para el crochet. Y cuando termine las colchas, voy a hacer manteles, cortinas y mantillas… ¡si hasta los podemos vender! Elenita cobra lo justo y necesario, y no le vendría nada de mal una platita extra. Es que ella dice que si cobrara más, esto se repletaría de viejas ricas y ociosas, y quedarían fuera las mujeres que de verdad lo necesitan.
Las arrugas en el semblante de Olguita hablan de alguien que ha debido surcar con esfuerzo cada día de sus largos setenta años.
Cherrie, que comparte cabaña con Olguita, es de otro estilo. Es una mujer joven y al reír muestra unos dientecillos inocentes, como si fuesen de leche. Se enorgullece de su oficio: es artesana y hace muñecas. Nació en Osorno, sus abuelos eran alemanes empobrecidos y ella cuenta que tuvo una infancia muy estrecha. Floreana observa los coquetos vuelos de su blusa bajo el grueso chaleco, mientras ella afirma, tocándose las caderas, que ser «rellenita» no es un mal. A la hora de la «quietud», como llaman al atardecer, cuando se convive escuchando música, leyendo o trabajando en cualquier cosa, ella confecciona sus muñecas. Con manos de oro va formando los cuerpos de trozos de madera -desprecia el plástico-, y luego pinta las cabezas de loza que ha traído consigo. Después les fabrica el pelo con los materiales más diversos y las viste, cosiéndoles amorosamente la ropa, los calcetines, los zapatos. Le habla a Floreana sin darle respiro: su formación consistió en aprender técnicas usadas en la confección de muñecas exclusivas para las niñas ricas de principios de siglo. No sé nada de peluches, le dice, eso no entra en mi rubro, pero algún día te contaré de las muñecas con música y también de las que tienen piezas desmembrables. Su cabaña está llena de estas maravillas que regalará al resto de las mujeres cuando deba partir.