Segunda parte: La Cuarta de Brahms
Las hijas nunca fueron
verdaderas novias del padre;
las hijas fueron, para empezar,
novias de la madre,
luego novias una de otra
bajo una ley distinta.
Deja que me sostenga y te cuente.
Adrienne Rich,
Misterios de hermanas
Deja que me sostenga y te cuente, Elena, porque son muchas las cosas que me recorren… Si estas páginas no fuesen más que un desahogo, las nombraría un largo e inevitable suspiro. Pero no: esto es también un petitorio.
Son mis hermanas las que enturbian la nueva oportunidad de ensoñación que el cielo me ha dispuesto, y sobre ellas quisiera hablarte. Prepárate un trago. Lástima que no fumes, el humo de un cigarrillo te haría más ligero el extenso momento que compartiremos. Por mi parte, me regalaré un día de parlamentaria irresponsable, no voy a asistir a la sesión del Congreso; y dudo que la orden del día se altere por mi ausencia.
Verás, Elena: se rompió entre nosotras el círculo de la inmortalidad.
Que el cuerpo de Dulce albergue un tumor, y éste sea maligno, es una idea apenas soportable. El cáncer dentro de Dulce es algo que ninguna puede tolerar. Ni como palabra ni como pensamiento.
La Ráfaga Azul de la Incredulidad nos envolvió.
La familia empezó a vivir como en una alucinación, nos negábamos a enfrentar la verdad. Pero la operación urgente que tuvieron que hacerle a Dulce para extraer el tumor de su mama nos puso en un ineludible movimiento. Avisamos a Estados Unidos (ya sabes, mis padres y hermanos viven allá), e Isabella -como siempre- se puso al mando: la antigua mina de cobre provee, se viaja a Cabildo, se ajustan diversos arreglos económicos. El ex marido de Dulce se presenta, quién sabe con qué remordimientos el muy fresco, e Isabella le dice que no lo necesitamos. Dulce observa todo desconcertada, no toma el asunto muy en serio y -el mundo al revés- termina siendo ella quien nos consuela.
La primera operación nos reunió a las tres mujeres en la clínica mientras Dulce está en el quirófano. Isabella hace cosas prácticas: desocupa el maletín, distribuye potes en el botiquín del baño, arregla flores en un pequeño jarrón. Floreana, la segunda en edad, seria, privada, rigurosa, ovilla su desmadejado cuerpo contra la pared y clava allí sus ojos; sólo el que la conoce mucho sabe que esa timidez cerrada convive con una tumultuosa audacia. Ya no le cuelga esa trenza negra que la caracterizó la vida entera y su pelo cae en desorden hasta los hombros, sobre el suéter largo y desaliñado. (Para mi gusto, a veces descuida en exceso su aspecto.) En cuanto a mí, muerdo mis cutículas con verdadera concentración. Mi delgadez -«delicada», como tú decías- pone nerviosas a mis hermanas: mis huesos sobresalen en manos, rodillas y clavículas.
Isabella es muy práctica. ¡Qué alivio! Su matrimonio con Hugo es tan normal y su vida tan organizada… No en vano mi padre le confió la administración de los bienes familiares al radicarse en Stanford. (No es que sean muchos los bienes, pero requieren atención.) Además de la mina de cobre en Cabildo, existe un pequeño predio cerca de Quillota, tierra a la que se agradece su privilegiado clima: Isabella ha hecho maravillas con las paltas, las chirimoyas y las flores, y el resultado es una entrada anual para cada miembro de mi extensa familia. Entrada pequeña pero muy bienvenida por los más pobres: Floreana, que se dedica a la historia, y Manuel, que es compositor.
Isabella suelta de pronto los tallos de las flores que ha intentado ordenar en el jarrón y nos enfrenta:
«Basta de eufemismos. Llamemos las cosas por su nombre: Dulce tiene cáncer.»
Silencio total.
«Es la enfermedad de la mitad del siglo, ya nos alcanzó», insiste Isabella.
«Es la enfermedad que las mujeres se provocan a sí mismas», responde Floreana.
«Es la enfermedad de la rabia contenida», agrego yo.
«No sé si de la rabia», dice Isabella, «pero sí de la infelicidad.»
Nuestros ojos se entrecruzan en la curva rápida de una serpentina.
«Es raro que la única que apostó por el amor en forma radical, la que hizo del amor su objetivo y su compromiso, sea la que se autoinfirió la peor herida», Floreana parece hablar para sí misma.
«¿Valdrá la pena jugársela por el amor y nada más en este momento de la historia, justo cuando las mujeres deben funcionar dentro de la sociedad? Me refiero al problema global…», trato de distanciarme.
«No hablen así, ustedes dos», nos interrumpe Isabella muy molesta, «parece que estuvieran teorizando sobre algo ajeno. ¡Es Dulce! ¡Esto le está pasando a nuestra Dulce!»
(«Que mis hermanas sean las inteligentes», solía decir Dulce, «a mí me da flojera. Con ellas basta.»)
Y es cierto: la enferma es nuestra hermana, aquí no corre la sociología. Dulce, la más amada de todas, la del ánimo vigoroso. Y su cuerpo… Siempre se dijo que Isabella era rosada y rubicunda, Floreana oscura, larga y desataviada, y yo transparente, mi piel volviéndose celeste pálido en invierno. Quizás solamente en el cuerpo de Dulce se daban todos los colores. Un cuerpo que ella balanceaba, movía, deslizaba, moldeaba… No parecía un cuerpo abandonado. Su alma sí lo estaba, dijo más tarde Floreana.
Elena, portentosa Elena: aunque Floreana es el objeto de mi petición, no puedo obviar a Dulce. Lo triste es cómo las dos se han entrelazado en esta historia.
Dulce: la más encantadora. A pesar de que nadie me haya señalado todavía cuánto importa el encanto en la vida, sospecho que no es un elemento a desechar. Y con ese encanto Dulce fue dibujándose una vida simple, sin otras grandezas que las que ella misma inspiraba. Los estudios nunca la entusiasmaron, la sola idea de entrar a la universidad la aburría. Ejerció un tiempo como secretaria, y terminó, como en el más vulgar de los cuentos, casándose con su jefe. Diecisiete años juntos. Los últimos diez fueron un desastre; le quedan los siete primeros para alimentar su espíritu romántico. Aun así, se jugó cada uno de aquellos días, los buenos y los malos, por ese matrimonio. Es que la familia era el único eje de su vida. Dulce siempre alimentó extrañas fantasías al respecto -casi bucólicas, diría yo-, teniendo hijos, abriendo su casa, llenándola de gente que la adoraba. Banquetera, taxista, amante y profesora: ella era todo al mismo tiempo dentro de esa casa, su templo vivo.
Su marido la amó infinitamente los primeros años, hasta que se enamoró de otra de sus secretarias -rara afición-, quince años menor que él. Dulce se empeñaba en conservarlo, como fuera, aun pactando (yo lo consideré una indignidad), dejándose basurear, aferrándose. Se creía segura de recuperar su lugar… Sepárate, le decía Floreana, déjalo ahora que eres joven y vital, no esperes a que él te abandone cuando seas una vieja. ¿Dejarlo? Jamás. Ella se aferra a sus bonitos recuerdos como un náufrago a las tablas junto al buque hundiéndose. ¿No estaba destinada acaso a la familia feliz? Cumple sus tareas con ahínco y lo espera, lo espera… hasta que él se fue. Hace ya dos años. La temperatura del cuerpo de Dulce empezó a disminuir: no hubo un solo día, desde entonces, en que Dulce no tuviese las manos frías. Congelaba tocarla.
El día en que Dulce amaneció sin poder moverse, llamó a Isabella llorando a mares:
«¡Necesito un marido!»
«¡No seas tonta! Nos tienes a nosotras. ¿O crees que una mujer sola, no más que por serlo, se va a quedar abandonada para siempre en una cama?»
Isabella la lleva velozmente al médico. Le ponen suero, inyecciones intravenosas, le hablan de la tensión y de las contracciones musculares. En la noche, Dulce le relata a Floreana su desconcierto cuando el doctor le habla de la enorme cantidad de mujeres que llegan a la sección «Urgencias» de la clínica, llorando de dolor porque no pueden moverse. Ella pregunta cuántos hombres acuden a «Urgencias» por esta misma razón.
«¿Hombres?», el doctor se extraña. «Ninguno. Ellos llegan con síntomas específicos, desgarros musculares por accidentes deportivos, o ligamentos… Pero esto, así tan difuso… esto les pasa a las mujeres.»
«La espalda acumula todo lo que no queremos enfrentar», sentencia Floreana.
Dulce se queda meditando y más tarde la llama por teléfono:
«Lo he pasado pésimo con esto de la inmovilidad. Estoy por enfrentar lo que me pasa, sea lo que sea. Lo juro.»
Y tuvo que hacerlo.
Porque el diagnóstico fue malo. Los ganglios enteramente tomados. Empieza la quimioterapia: Dulce queda hecha pedazos después de cada sesión. Entonces se reconoció enferma y dejó de resistirse a la tristeza. Junto a su cuerpo se instalaron, sin que nadie los invitase, los Fatales Estragos del Miedo.
¡Como si el cuerpo ya no le perteneciera! ¿Cómo resignarse a no contar con el cuerpo? Le pasan cosas absolutamente desconocidas para ella: alergias, quemaduras, tumores. Le hablan de la Nueva Medicina, de mejorar extirpándose odios y rencores, limpiándose sicológicamente, pasándolo bien, haciendo una vida lo más placentera posible. Le cuentan de tantas otras que han pasado por lo mismo y han sanado; le explican que cuando comienzan los dolores, ahí empieza la sanación. Dulce simula escuchar, como siempre.
El día en que yo osé plantearle que de ella dependía sanarse, me dio una respuesta inesperada:
«¡No me carguen con más responsabilidad! ¡Por favor! ¡Yo no soy la culpable de mi propio cáncer! Eso es poner todo el peso sobre los hombros de la víctima.»
Yo me fui llorando. Pero llorando para adentro, porque no conozco otra forma.
«A veces me miro», me había dicho Dulce esa tarde, «y me da la impresión de ser una mujer con la que no tengo nada en común.»
Las metástasis. Aparecieron las malditas.
Se habló de Houston. Los médicos no expresaron mayores esperanzas, pero en este país lejano se cree siempre que Houston es la solución. Dulce se niega: que la medicina chilena es estupenda, que lo que deba hacerse se haga aquí. Pero Daniel Fabres, dominante como es, y con el apoyo de mi madre y mis hermanos, insiste: doblegan su voluntad y se la llevan.
El vacío es enorme. La casa de Dulce había pasado a ser el centro de operaciones de la familia, todas llegábamos ahí a la hora en que el trabajo nos lo permitía; nunca convivimos tanto como ahora, floreciendo las voces, interrumpiéndonos unas a otras, hilando el día a día como antaño, pasando de la anécdota a la reflexión sin ton ni son, distrayéndonos a nosotras mismas y a Dulce de esta realidad feroz. Hasta Emilia, la hija mayor de Isabella, adquirió el hábito de instalarse allí después de sus clases en la universidad, invadiéndolo todo con su implacable juventud.