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A míster Algernon Smith, la metamorfosis le había sorprendido, le había extrañado y no acertaba a explicársela; pero para los ciudadanos de La Gorgona en general y para los griegos en particular, aquella conversión súbita de la Isla era la cosa más natural del mundo, lo que las circunstancias exigían, lo que no podía ser de otra manera, y el cambio de la población en dotación no era más que un aspecto particular, la consecuencia de una operación de cambio de más envergadura, aunque lógica, necesaria, y, sobre todo, esperable. ¿No llevaban diciendo los poetas desde Homero, que La Gorgona era un bajel navegando unas veces bajo la luna clara y otras al pairo del rosado crepúsculo? ¿No se tenían todos sus habitantes vivos, no se habían tenido todos los muertos, por marinos en tierra de una navegación interminable y con bastantes sospechas de calma chicha, a juzgar por lo poco que se movía el barco? Pues, ¿qué tenía de raro que, de una vez, quién sabe si para siempre, se realizase la elemental metáfora y fuera la Isla de verdad un buque, el de guerra que requería la situación? ¡Pues ahí estaba la respuesta! Los viejos dioses protectores de la Isla, o váyase a saber quién, habían operado la metamorfosis oportunamente: de la Isla, de sus gentes. Y todos habían pasado de un estado a otro con naturalidad, como quien pasa el puente de todos los días sobre el río que le vio nacer. Yo era tendero y ahora soy contramaestre de cargo. ¿Y yo, que era monja de Santa Clara? ¡Ay, tú, hermanita, o madrecita, o lo que seas, te quitas en seguida las tocas, te pones el gorro frigio, y bajas al tercer puente con toda la comunidad, donde un condestable os enseñará las piezas que debéis atender, y la manera! Las monjas bajan corriendo al tercer puente, escuchan las instrucciones, se arriman a la culata del cañón respectivo, y sin sorpresa dejan que unos pajes enciendan las mechas que sus manos aguantan. El cabo de cañón es feroz y de grandes bigotes, y dice a la monja que ya hablaremos después de la batalla. Cada cabo de cañón a cada monja. «Y cuando veas enfrente el costado del buque enemigo, y a la chusma asomada a las poternas, pónles la higa y llámales hijos de puta.»

El comandante le dijo a míster Smith que el enemigo estaba cerca y que iban a celebrar el último Consejo antes de la batalla. Había desplegado encima de la mesa una carta, y señaló las respectivas posiciones: «Ahí, ellos. Aquí, nosotros. Acaban de traerme un parte en el que dicen que el enemigo se sitúa en fila. Son cuatro contra uno. Cualquiera que sea nuestro rumbo, el enemigo maniobrará para rodearnos y estorbarnos los movimientos, pero eso les obliga a usar únicamente los cañones de una banda, en tanto que nosotros podremos disparar a babor y a estribor. Nuestro tiempo de carga es menor que el que tarda cada barco en virar y presentarnos el otro costado, hasta tal punto que está en nuestras manos y en nuesra puntería impedírselo. Tengo entera confianza en nuestros artilleros, especialmente en las monjas de Santa Clara, que sirven ellas solas el tercer puente por la banda de estribor. ¿Tiene algo que objetar nuestro oficial invitado, míster Algernon Smith?». Y al mismo tiempo ofrecía al mencionado, con una franca sonrisa de corte enteramente vaticano, un polvo de rapé. «Pues mire Su Excelencia, señor ministro, lo que pienso a la vista de la situación: por lo pronto, yo no soy estratega, ni táctico, en materia naval, pero lo que se me ocurre es que la capacidad de fuego de un navio de tres puentes, aun de esos tan perfectos que construyen ustedes para nosotros, no alcanza a la de cuatro fragatas juntas; pero si a causa de una maniobra bien llevada las fragatas rodean al navio, éste se puede considerar derrotado, por mucho que las fragatas tarden en virar, a estribor las de babor, a babor las de estribor. De modo que si se trata de rendir, al final, el navio, por razones que a mí no se me alcanzan; si se trata de llevar a cabo un simulacro de batalla y no una batalla verdadera, pienso que lo mejor será que nadie dispare un solo tiro, y así se ahorrarán víctimas.» Aldobrandini quedó un momento en silencio, y después dijo: «Es asombrosa la coincidencia de ese punto de vista que acaba de mostrar el señor cónsul, con el mío propio: como que parecen pensados por el mismo cerebro. Pero sucede, míster Smith, que nuestros caletres respectivos pertenecen al montón y funcionan con la lógica corriente, siempre por debajo de los cerebros geniales, que tienen otra visión de la realidad y se valen de otra lógica. Quiero decirles, señores, que el general Galvano della Porta navega con nosotros abordo de este barco, en uno de cuyos lugares secretos esconde su gloriosa podredumbre. De él recibo las órdenes, a él obedezco». El cónsul de Inglaterra hizo un gesto, o de disgusto, o de incompleto entendimiento, y respondió: «Me gustaría, señor ministro, que no diera a mis palabras más alcance del que tienen, pero me permito recordarle que el general Della Porta es un genio de la estrategia militar, no de la naval, que se sepa, y según tengo entendido, yo, que serví en el ejército de Su Majestad Británica y que alcancé en él el grado de comandante, no es lo mismo el planteamiento de una batalla en la tierra que encima de las olas. Por lo pronto, en tierra se apunta mejor». «Ése fue, míster Smith, mi propio punto de vista, y no puedo estar seguro de que el general haya reído al escuchármelo, pues no creo que tenga labios para reír, pero algo así como el ruido de una matraca se oyó. Y me dijo que me limitase a hacerle caso y que recibiría instrucciones sucesivas. Hasta ahora, señores, la orden es navegar en línea contra la escuadra enemiga, y partir por la mitad la fila. Ya se me dirá el momento en que debo disparar.» Todo el mundo sintió que desde un lugar ignorado, pero cercano, los ojos del general Galvano, aún no comidos del mal, les contemplaban, y a ese lugar ignoto hicieron una señal de asentimiento. El ministro les mandó retirarse y cada cual a su puesto, míster Smith fue el último. Le preguntó a Ascanio si sabía nadar. «Pues mire, no, no sé nadar. Nunca creí que pudiera hacerme falta.» «Pues yo nado muy bien, señor ministro. Recuérdelo.» Salió a cubierta, míster Smith. Una brisa ligera empujaba el navio, cuyo velamen se desplegaba airoso en aquella soledad del mar, culminante la tarde, la luz como inmóvil y cuajada, algo cernida por una niebla sutil. Se asomó a la amurada y escupió a barlovento: el aire le devolvió la saliva. Míster Smith, una vez limpio, sonrió.

Por lo pronto, aquel navio potente llevaba escrito el nombre de La Gorgona en varios sitios del casco; pero, además, la bandera no dejaba lugar a dudas. Era un barco bonito, caray, daba gusto mirarlo: de tamaño mayor que los corrientes, como copiado a escala superior, y el módulo de las proporciones más correspondía a gigantes que a hombres, quizá a gigantes por la estatura moral tan sólo, lo cual no dejaba sin embargo de causar incomodidades, sobre todo al subir y bajar las escaleras; pero la gente lo recorría con entusiasmo tal que no se daba cuenta de aquellas dificultades. Los mástiles eran finos y cimbreantes, y el color de las velas tiraba un poco a rosado, aunque acaso se debiera el color a algún efecto óptico, pues no se sabe que un velamen rosado se haya usado jamás, al menos en navios de guerra. Estaban las maderas con el barniz reciente, relucían los bronces, y la campana del puente parecía sonar por vez primera, aunque no así la trompeta, algo cascada como pudo oírse en seguida, cuando tocó a babor y estribor de guardia. Hubo carreras, saltos y algún que otro encontronazo, pero en menos que canta un gallo quedó todo el mundo en su puesto. Otra vez ¡tararí!, y los tambores: como un eco se oyó en seguida, a bordo de las fragatas francesas, un toque similar. El choque era inminente. Desde el puente de mando, la bocina llevó hasta los rincones del barco, hasta las lejanías de las bodegas y de los sollados, la voz de Aldobrandini: «Ciudadanos de La Gorgona, el general Della Porta espera que cada uno cumpla con su deber». Le respondió un ¡Hurra! proferido por varios miles de gorjas. «Ciudadanos de La Gorgona, no os importe morir; hombre o mujer, tocan a seis por puesto.» La abadesa de las monjitas de Santa Clara advirtió que, en reserva y de pie, esperaban las madres de San Bernardo, con su abadesa al frente, y no le hizo ninguna gracia que a sus posibles muertas les fuesen a sustituir aquellas cursis. «Ciudadanos de La Gorgona, que todo el mundo obedezca, y la victoria será nuestra.» Después, Aldobrandini ordenó que enviasen al almirante enemigo el siguiente mensaje: «Tirez les premiers, messieurs les français» . E hizo un saludo con el sombrero de copa (cuando debiera haberlo hecho con la espada, como mandan el honor y la costumbre. Mas, ¡oh!, Aldobrandini carecía del derecho a llevar espada, por lo cual durante toda su vida, había advertido que le faltaba algo del lado izquierdo). Desde un punto lejano, pero visible, un almirante le devolvió el saludo. Pero no se escuchó la voz de mando, ni un solo cañonazo atronó la mar tranquila. La Gorgona hendía las aguas azules, partía en dos las ondas menudas y juguetonas: apuntaba aquella proa afilada al espacio libre entre el Redoutable y el Republique . Las banderas francesas transmitían mensajes urgentes, órdenes inapelables. Las dos fragatas centrales mantuvieron la posición y el rumbo; las de las alas maniobraron hasta situarse detrás, en columna de a dos. «¡Han caído en la trampa!», dicen que murmuró Ascanio, lo dice quien podía oírle, y también que dio la orden de que trepasen los gavieros a las vergas, aunque armados, pero poco visibles, y de que ocupasen las amuras los infantes de marina, los fusiles cargados, pero sin asomar los tricornios. Las primeras fragatas llegaban a la altura de La Gorgona: de pie los artilleros, las mechas encendidas, esperaban en los puentes la orden de fuego, y, mientras la orden llegaba, empezaron a insultar: las monjas mentaban a los franceses toda su parentela, aunque siguiendo el orden de un árbol genealógico, y los franceses reían de aquellas artilleras que armaban tanto ruido, y les enviaban recados soeces, algunos reducidos a gestos y ademanes. Pero, sin duda, la lengua italiana es más rica que la francesa en palabrotas e insultos, de modo que las monjitas apabullaron, en esto, al enemigo. Pronto las dos fragatas delanteras rebasaron el navio, y fue en este momento cuando Ascanio dio la orden de arriar el velamen y de virar en redondo, hasta lograr que el barco permaneciese en el mismo lugar con la proa al revés, como en rumbo cambiado. La gente quedó estupefacta, estaba muda de asombro y decepción, y el enemigo mostraba también su sorpresa, al menos así lo daban a entender los abundantes catalejos apuntados a La Gorgona y a su puente de mando. El almirante francés ordenó aproximarse. Pronto los cuatro buques de la Revolución rodearon el navio del Orden, por el NO, por el NE, por el SE y por el SO. Lentamente se aproximaban con ese ruidito del agua que hacen los barcos cuando se dejan llevar por la marea. Llegaron a rozarse los cascos, a besarse los vientres panzudos. Ascanio, entonces, mandó con voz potente: «¡Fuego!»: a babor y a estribor, a la artillería v a la infantería, y con las actitudes que conocemos, que podrás recordar (aquella tarde lejana, en el castillo, junto a los maniquíes), curvó el torso, arrojó el sombrero al aire y gritó: «¡Al abordaje!».

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