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Fue puntual el cañonazo meridiano: bummmmmmmm. Le respondieron las campanas: de San Procopio, de San Hilario, de San Pantaleón, de la catedral latina, de la catedral helénica, de Santa Clara, de San Bernardo, de San Luis Gonzaga, del Carmen, de San Julián: tilín, tilán, tilón, sobre todo tilón, con tal estruendo que las salvas de ordenanza quedaban oscurecidas, los 21 cañonazos de la gloria. E iban ya por el tercero cuando se levantó un clamor estentóreo, un clamor de gargantas unánimes que saludaban la aparición, allá en lo alto, del General: no envarado como solía aparecer; no inflexible y fiel al camino reiterado, sino dinámico de brazos y de torso, al este y al oeste: no un brazo, sino ambos, las manos levantadas como si fueran a coger a todo el pueblo en el regazo. E iba de un extremo a otro del parapeto, para que le vieran bien los de un lado y los del otro, para que le contemplaran y recibieran de sus movimientos señales de gratitud y de amor; y se quitaba el bicornio, e incluso saludaba con él en la mano, un moverse de plumas blancas como palomas menudas y bulliciosas; o quizá fuera mejor decir de mariposas, por lo del tamaño. ¡Bum, bum, bum! Iban ya por los quince, y las baterías de las fortalezas repetían las salvas, como ecos: con la ventaja, sobre la del arsenal, que se podían ver los fogonazos y se podían contar los segundos que tardaba en llegar el estampido: lo mismo que los niños con los relámpagos. Habían sacado de no sé dónde el cajón de los cohetes, y con ellos el pueblo enviaba también sus ruidos, poderosos artificios de gran estallo, burrummmmm, ésas sí que eran como truenos, burrummmmm, y no veintiuna, sino todas cuantas hubiera, que el pueblo no andaba con aquellas limitaciones del protocolo. Burrumburrumburrummmmm. Habían callado los cañones y seguían las bombas de palenque: Burrumburrumburrummmmm, y los niños corrían las calles para coger las cañas abandonadas al azar de la caída (un grupo de tres encontró una cuya carga no había estallado: lo hizo cuando los niños le ponían las manos encima. Se los llevó por delante con más estrépito local que todos los otros juntos, pues estalló en una calleja estrecha donde era mayor el eco).

«¡Qué feliz será hoy tu marido!», le dijo el viejo Della Croce a su hija, y Flaviarosa le respondió: «Sí, ya lo creo: hoy será mi marido enteramente feliz». «¿Y tú, hija mía, también lo eres?» «Sí, lo soy a mi modo», y guiñó un ojo al cónsul de Inglaterra, que estaba cerca y les había escuchado. Míster Algernon Smith le dijo: «Tengo que redactar un informe difícil que me llevará toda la tarde». «Yo no iré hasta que haya anochecido.» «¿Y del bello Nicolás, qué hago?» «Supongo que después de semejante apoteosis, a nadie le quedarán deseos de venganza.» «¿Y de justicia, tampoco?» «¿Justicia? ¿Sabe usted lo que es?» Allá arriba, sin embargo, alguien pensaba que se le hacía justicia, por fin; que el mundo estaba bien hecho y que, después de todo, no hay mal que por bien no venga. Llegaban a la terraza, distintamente, los vítores prolongados, interminables, ya no se sabía qué, sólo ruido, o, si se quiere, rumor: como habían llegado las salvas y la cohetería. El sol tenía ya consumido un buen espacio hacia la tarde. Los sacristanes aflojaban, cansados, y enmudecían las campanas: San Lotardo después de San Pancracio, Santa Inés después de Santa Catalina. En un silencio que sobrevino sin que nadie lo ordenase, se pudo oír la música de caracolas que ascendía del Arrabal: como si los rumores del mar que cada una lleva dentro los hubieran desatado y sacado al aire… ¡Caray, qué ruidosa es la gloria!

Es muy probable que, después de aquel tiempo de gozo, El de Allá Arriba se sintiera cansado. ¡Al fin, era un leproso, y los oros del uniforme, los rojos suntuosos, ocultaban la podre! Envió a la gente el último saludo, hizo una reverencia a la ciudad y al mundo, y se retiró cojeando un poco. El aliento del cielo alborotaba entonces su cabello encima de las sienes y hacía murmurar, remotos, los trémulos cañaverales: en la otra orilla del mar, se entiende, en el África quemada.

La Romana, 17 de julio, 1979

Salamanca

La Romana, 24 de julio, 1980

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