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IV

1.- Tú me pediste fuego, y, al dártelo, agarraste al desgaire mi muñeca y cerraste los ojos. ¿O no fue esa noche que pienso, sino otra, más que real, soñada? Con esto de que todo suceda al mismo tiempo, empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme con el cómputo ordinario. De que había salido la luna no tengo duda, porque recuerdo la claridad del bosque. Y también de lo que estábamos hablando, últimas nuevas de Claire: esa revolución que pretenden organizar algunos estudiantes, sus adictos, un número pequeño que no consigue arrastrar al resto, porque la gente razona así: «¿Vamos a meternos en jaleos, apenas el curso comenzado, a causa de un señor que dice que Napoleón no existió nunca?». La mayor parte de ellos ignora quién fue Napoleón, quizá no estén muy seguros de quién fue Abraham Lincoln: saben que a uno y otro se les han levantado enormes monumentos, y no se suele acumular la piedra y darle después forma solemne para memorial de un fantasma; no es, al menos, lo frecuente. Tú deplorabas la superficialidad con que los jóvenes resuelven las cuestiones que les atañen, a lo que te respondí que, superficialidad acaso, pero que la relación del asunto con los jóvenes no la veía por ningún lado, pues, en efecto, si se aceptara con unanimidad que Napoleón no ha existido, algo cambiaría en los papeles y en algunas conciencias; se organizarían inmediatamente simposios, congresos y seminarios para ver de llenar el vacío resultante: como quien dice, hallarle a Napoleón un sucedáneo, si no un sustituto, o concluir que el vacío ya no tiene remedio y que la explicación de la historia hay que buscarla en otras direcciones: cosas de este jaez se pueden ir inventando durante un tiempo infinito, pero llegaríamos siempre a la conclusión de que el mundo seguiría como está y las personas, una a una, lo mismo: razonamiento obvio que no deja de decepcionarte, puesto que tú habías supuesto (¿por tu cuenta?, ¿sin la complicidad de Claire?) que, después de la revelación, no quedaría títere con cabeza en el universo mundo, y que ahí estaba la causa (más o menos) de la esperada mutación de la especie que va a resolverlo todo, o que al menos pondrá la primera piedra de las resoluciones definitivas. Cuando se sabe lo que tú sabes, y se tiene imaginación, la utopía está a la vuelta de cada repliegue (o arruga) del espíritu. Y a mí me gustaría saber, o al menos sospechar, qué papel os correspondería, en ese mundo mudado por tus sueños, a Claire y a ti: ¿pareja capital de la humanidad futura, en la que las operaciones propias de la generación se hubieran sustituido por técnicas más evolucionadas, y en las que al mismo tiempo se hubiera logrado alcanzar la autonomía del erotismo y la superación de ciertas condiciones en nuestro mundo aun hoy indispensables? Me refiero, con eso del erotismo autónomo, a la posibilidad (remota) por algunos deseada desde hace muchos siglos, pero siempre actualizada por éste o por el otro, de que el erotismo se puede ejercitar sin la cooperación del cuerpo, eso que se contiene falsamente en la proposición «¡Te quiero con toda mi alma!», que no has escuchado aún, pero que a lo mejor la escuchas un día de estos, aunque colmada de verdad, y no por sublimación, sino como último recurso. Esperaba mi cuerpo la llamada del tuyo, esa voz involuntaria a la que tiendo desde que estoy contigo, y que tengo por mucho más verdadera que la voz de tu alma, esa engañifa que cree llamar a Claire. Me habías tomado de la mano, repito, aunque con pretexto válido, y estábamos más juntos que otras veces, no sé por qué. Al día siguiente no teníamos trabajo: por eso habíamos prolongado la estancia en la veranda. Dijiste algo acerca del silencio, o que el bosque se había callado, y de repente, sin que viniera a cuento, empezaste a contar que, con las nieves, los ciervos se acercaban a las orillas del lago, venidos de sus montañas, y que tú les habías visto mordisquear las hojas verdes que quedaban en los altos matorrales; y recuerdo que lo contaste muy bien, porque me quedó la imagen de los ciervos alzando la cabeza muy estirado el cuello y los cuernos echados hacia atrás, que casi les rozaban la grupa. Entonces, algo así como unos grandes pajarracos pasaron a nuestro lado en vuelo rápido, fungando, y tú, sorprendida y tardía, manoteaste en el aire contra un temor que ya había pasado, aunque reapareció en seguida, esta vez sin tanta prisa: los cuerpos alargados, pesadotes, de pájaros con faldas. Tú te agarraste a mí, quiero decir que te abrazaste temblando, y me preguntaste qué era aquello: porque sumaban tres los cuerpos, sin alas visibles, deslizantes como las gaviotas. A la tercera pasada te pude responder, y no sin reírme, aunque sin soltarte, antes bien apretándote más: «¿No las recuerdas? -te dije-; son las Hermanas Fatídicas, llámalas Parcas o Gracias, Aglae, Talía y Eufrosina, que nos hacen el honor de esta visita». Te apartaste de mí con brusquedad, y tu voz, de temblona, se hizo dura. «No te burles…»; pero en aquel mismo instante los pájaros reaparecieron, tan próximos que tú, de nuevo agarrada a mí, pudiste ver los ojos de la Vieja, de la Muerta y de la Tonta clavados en nosotros, y oíste, como yo, que la voz de la Vieja nos gritaba: «¡Soltaros de ese abrazo, cochinos!», lo cual fue repetido por la Tonta unos segundos después, cuando ya habían pasado. Tú habías enclavijado los dedos de tus manos rozándome la nuca, porque las piernas no te aguantaban. Me suplicaste, casi desmayada, que te llevase adentro y que cerrase bien las puertas y las ventanas. Cuando te tuve ya acostada, cuando te hice beber un poco de licor, mi cuerpo se interponía entre tus ojos y las tres caras horribles que fisgaban detrás de los cristales. Al acercarme a cerrar las maderas, a correr las cortinas, a amontonar entre ellas y nosotros cuanto fuese menester, pude oír que seguían gritando, quizá increpándonos por un pecado supuesto, y que cerrábamos a cal y canto para que no pudieran vernos. Tú ya te habías repuesto, ignorabas que habían estado mirando, y no se te ocurrió que aquellos ruidos que siguieron, como de aves torpes en la luz, eran sus cuerpos, que tropezaban buscando un agujero al que aplicar los ojos, acaso por riguroso turno de antigüedad. Habías llorado y te sequé las lágrimas. «Se me pasó el miedo, pero el absurdo lo tengo aquí clavado», y tu mano vaciló entre la frente y el corazón. «¿Cómo es posible?» «Nuestros mundos se interfieren -te respondí- del modo que nosotros irrumpimos en el suyo…» Te pasaste la mano por los ojos, me rogaste que apartase un poco la luz y que me sentase al borde de la cama. «Pero, ¿por qué aquí, por qué a nosotros?» Te cogí entonces la mano: «Te invito a que las sigamos, si no estás fatigada. Esta noche u otra cualquiera de la Isla. Quedamos ante su casa: han abierto el balcón, dentro está oscuro. Todavía flota en el aire la claridad difusa, la última: el sol ha caído, el tráfago del puerto, su ruido, hace tiempo que cesó: es la hora de las tabernas y de las mandolinas. Si te fijas en aquel rincón de aquella calle, donde se juntan dos sombras, y que una de ellas pretende desligarse, y la otra retenerla; si te acercas y escuchas, reconocerás el diálogo como mil veces repetido, miles de años de decirse lo mismo esas sombras u otras: «Es tarde ya. Me voy». «Espera todavía. Aún no es de noche.» («¿No escuchas el ruiseñor?» «No. Ésa es la alondra.») Lo que aquí en la Isla modifica la rutina, es lo que sigue: «¡Es que van a llegar ellas…!». «¡No llegarán aún! ¡Con luz no pueden!» En el balcón abierto asoma, terrosa, la jeta de la Tonta, que huele el aire, que saca el brazo y lo mantiene quieto. La voz de la Vieja le pregunta si hace fresco; la Tonta responde que sí, y que habrá que ponerle una toquilla a la Muerta. Enfrente, en la Señoría, unos criados con antorchas encienden los faroles: cuando el último alumbra – ¡son treinta y tres a lo largo de la fachada!-, las Gracias salen pitando por los espacios urbanos, y nada más salir toman altura para quedar fuera del ámbito alumbrado. Hoy han volado una detrás de otra, en fila india, y la mantienen, pero su vuelo adopta varias figuras, según les pete o según esté la noche. Si las designamos a cada una con la inicial de su nombre, he aquí los órdenes o modos que tienen de volar:

La Isla de los Jacintos Cortados - pic_2.jpg

Verás que son combinaciones ternarias, las únicas posibles. Verás que Talía va siempre en medio: así, las manos de sus hermanas la sostienen. Hay quien afirma que las varias figuras carecen de finalidad práctica, que no pasan de mero ejercicio estético, o, si acaso, matemático; pero no falta quien sostenga que depende del viento, de su duración y de su fuerza. Las escasas veces que llueve en la Isla, las Hermanas quedan detrás de los cristales, y esa noche los amantes se sienten libres, y los esposos abren las ventanas de las alcobas, y hasta los solitarios se regocijan: nueve meses después suelen nacer muchos niños. Fíjate cómo pasan y repasan delante de aquella ventana, cómo se posan en el alféizar como si fueran aves, cómo dejan caer un papelito: mañana el marido o la mujer leerán algo parecido a esto: «¡Cochinos! ¡Ya lo habéis hecho tres veces esta semana!». Recorren todas las casas de la ciudad, todas las calles, todos los recovecos. La gente se aplasta contra el pavimento, se emboza en las sombras; los despiertos en el lecho simulan sueños de muerte, mientras, ocultas, las manos se oprimen y se prometen. Cuando se han alejado las Parcas, un movimiento tímido precede al furor apresurado con que se quiere recuperar el tiempo. La Vieja dicta a la Tonta lo que van averiguando, nombres de las personas, qué hacían cuando las sorprendieron, y la Tonta escribe sin dejar de volar, en un largo papel que lleva en la mano: cuando escribe, la Muerta, agarrada únicamente a la Vieja, queda en desequilibrio y como colgada, pero no llega a caer, porque la Tonta es rápida escribiendo, y pronto recompone el equilibrio. Son como aves de presa: ascienden, escrutan y caen en picado sobre el conejo incauto: «¡Cochinos!». «¿Y si vuelven?» «¡Malo será que vuelvan!» A veces sí, las Hermanas repiten la ronda, pero, en cualquier caso, antes que el alba despierte, abandonan el aire y entran en un cuartucho de la Señoría, donde un funcionario de guardia recibe las denuncias y las apunta en ese enorme libro de tapas negras: nombre de los pecadores, delito, cuantía de la multa, o pasar a los jueces el tanto de culpa.

Si has seguido con atención el vuelo de las Hermanas, habrás visto cómo se detuvieron un momento en la terraza de la viuda Fulcanelli; que la Muerta y la Tonta quedaron en la ventana, y que la Vieja penetró en el interior de la casa, como que se acercó al lecho de Agnesse y le espió el sueño, y después hizo un mohín -que en su cara fue mueca de incomprensión y de indiferencia. Al regresar a casa, al repasar frente a la Señoría, advierten que Ascanio Aldobrandini, abierto el mirador, contempla las estrellas. La Vieja pregunta a la Tonta: «¿Qué hará a estas horas despierto nuestro sobrino? ¿No te parece raro?». La Tonta debió de repetirlo en voz demasiado alta, porque Ascanio la oyó y cerró. A la tercera ronda, Ascanio ya no estaba.

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