Литмир - Электронная Библиотека

V

1. – Serían las ocho y media de esta tarde solitaria, tú en Pensilvania, cuando oí que se batía la puerta de tu cuarto, abierta quizá por mí en una de esas ocasiones en que me dejo llevar por mi confesado y gratificante fetichismo y busco la vista o el contacto de tus cosas, o me instalo en lugares de tu costumbre, asientos o rincones, y, desde ellos, contemplo lo que sueles contemplar, con ánimo seguramente de vivir lo que tú vives. ¡Qué malparado saldría de uno de esos análisis a los que recurren bastantes de nuestros amigos cada vez que encuentran en sí mismos algo que no sea lo trivial o lo vulgar o lo esperado! Digo que cerré tu puerta, y en seguida se batió una ventana, con estrépito mayor y, mientras la aseguraba, pude escuchar cómo silbaba ya el viento arriba de la chimenea, un silbido preferentemente agudo, atrevidas cabriolas en las zonas más altas de la escala, pero que también descendía, súbito e imprevisto, a las bajas y atemorizadas. Salí a la terraza, y casi me lleva en volandas ese viento que digo, casi me zambulle en las aguas del lago, o me cuelga en lo alto de un abedul. Había bajado por el valle uno de esos huracanes que se engendran en las nieves lejanas, desde allí corren y soplan, y a su paso hacen sonar el bosque, y todas las esquinas y rendijas de la cabaña, como una desconcertada orquesta de armónicas y flautas: llegaron a darme miedo los ímpetus que traía, el estruendo que armaba, el poder de sus aires revueltos, que desnudaban al paso los árboles y a algunos los tronzaban: dos o tres los habrás visto al regresar, más o menos de lado en la vereda; uno de ellos la atravesaba: no sé merced a qué esfuerzos conseguí apartarlo de tu camino, esta mañana, cuando ya todo había pasado, cuando las hojas caídas cubrían nuestro sendero y el haz del agua. No encendí, pues, anoche, chimenea ni velas: me alumbré con esa antipática lámpara de petróleo, protegida de cualquier aire, que usamos en la cocina, y estuve sentado frente al hogar barrido de cenizas, la piedra limpia, por donde caían las sombras y descendía el huracán ululante. Te habrá cogido en el avión, te habrá pegado en el rostro al desembarcar, después de bien zarandeado el aparato. ¡Oh, Ariadna! Sabes que no puedo refrenar la imaginación, y que una situación de peligro me lleva siempre a suponer lo peor. Llamé a tu casa; lo hubiera hecho también a la de esa amiga tuya, tu vecina, de haber sabido su número, su nombre al menos: Lita, como puedes suponer, no es dato suficiente, y es todo lo que sé de ella: eso, y que trabaja sobre Raymond Radiguet.

Quedé dormido allí mismo, junto a la chimenea, en el sillón de la izquierda. Esta mañana lucía aún la lámpara, y el libro que leía había caído sobre la piel de oso, y allí estaba, la página perdida. Fue entonces cuando llamé al departamento y te dejé el recado. A las nueve y media telefoneaste: me agradeciste la inquietud. Yo, por mi parte, te encargué que me trajeras un tomo de las Memorias de Metternich, al que me remitía lo leído mientras corría el vendaval, las de Chateaubriand. ¿Sabes que este señor anduvo por aquí, por estas tierras en que estamos y sufrimos, y que acaso en este bosque de nuestro retiro se tropezó con un francés que enseñaba el rigodón a una tribu de iroqueses? Sin embargo, no lo he leído por eso, sino porque su nombre apareció en los labios de Agnesse, según su propio testimonio, que en esto tal vez sea de fiar. Cuando sepas a lo que me refiero (y lo sabrás, naturalmente, antes de leer estas páginas), no dejarás de advertir la verosimilitud del incidente, que completa el detalle de que el vate escocés la tuviera enlazada por la cintura, y de que ambos se encontrasen en el salón florentino de gente de muchas campanillas. La autenticidad de la carta en que se encuentra jamás fue puesta en duda. Pero nada de eso importa ya, sino la referencia a Napoleón, y ese «como sabe monsieur de Chateaubriand» que Agnesse pone en sus propios labios. No busqué en las Memorias de Ultratumba confirmación a la frase, sino mención o alusión a alguna circunstancia en que pudiera haberse relacionado el autor de La vida de Rancé con el de las Melodías eróticas . Repasé los capítulos relativos a la estancia de Chateaubriand en Italia y no encontré indicio alguno del poeta, cuyo nombre no desconocería, seguramente, ya que había pasado en Inglaterra los años inmediatos a la publicación de las primeras Melodías, las Latinas, años de escándalo y de gloria. La edición de que dispongo viene provista de relación nominal: sir Ronald no aparece, aunque sí Byron. Felizmente se me ocurrió repasar la nómina de lugares, y hallé citada La Gorgona. ¡Un tesoro de páginas, tesoro breve, pero suficiente! Cuenta cómo se decidió a pasar unos días en la Isla, no solo, por supuesto; cómo bajaron, él y su compañera, hasta Ragusa para tomar el barco, y cómo allí se encontró con el conde de Metternich, quien, con la señora de Lieven, la del cuello de cisne, llevaba idéntica derrota. Coincidieron en el hotel, hicieron juntos el viaje, ocuparon habitaciones vecinas en el Albergo di Firenze, de La Gorgona, donde estaba también el almirante Nelson, tampoco solo. Que éste había pasado por allí, yo lo sabía, pues en todas las guías turísticas de la ciudad (y leí dos o tres) se cita el Albergo y se muestran las habitaciones que ocuparon lady Hamilton y el vencedor de Trafalgar, pero en ninguna se dice que también Chateaubriand y Metternich hubieran estado allí, por el mismo tiempo, en el mismo lugar y para el mismo ejercicio. Sería tentador dejar en paz a Agnesse, olvidarse un poco de sir Ronald, y escuchar lo que hablaron esos tres, y no digo presenciar lo que hicieron porque, dados el ocio y la naturaleza de sus acompañantes, no es difícil adivinarlo. Pero, sobre todo, los encuentros, las conversaciones entre el vizconde romántico y el diplomático ingenioso… ¡para mí, por lo menos, más interesantes que todo lo demás! En tu honor, sin embargo, renuncio. No parece que Metternich ni Nelson tengan nada que ver con la invención de Bonaparte. En cuanto a Chateaubriand, ¿si Agnesse se hubiese equivocado?, ¿si hubiera hablado a tontas y a locas?

Esta mañana, calmados ya el viento y mi inquietud, salí al jardín y recogí las hojas desparramadas: hice un montón y le prendí fuego: me andaban por la memoria los versos y las músicas de una canción antigua y querida cuyo final no obstante preferí evitar, más devoto del fuego que del viento, y, así, vi, primero, cómo ardían; después, en el humo, me llegaron imágenes en tumulto, como en una movióla loca, hasta que se quedaron las de La Gorgona, las que andaba buscando, las que pudieron venir porque ya el temor de que te hubiera sucedido algo malo no desplazaba de mi mente cualquier otra inquietud. La curiosidad me llevó al callejeo matutino, especie de policía supernumerario, testigo de mercadeos, de cómo se saludan los tenderos de un lado a otro de la Avenida, de cómo salen de misa las beatas, éstas del Carmen, aquéllas de las Angustias, otras de las Clarisas, las menos de la catedral, que es fría; de cómo -continúo- se descargan las mercancías en el muelle, y se guardan en los silos inmensos cavados en la roca: en la Isla no se produce más que el perejil y los ajos que algunas mujeres cultivan en tiestos de barro, de manera que todo viene de fuera; de cómo, en fin, la más estrecha contabilidad llega al despacho de Aldobrandini, ajetreado siempre, ahora inquieto porque acaba de recibir recado del señor cónsul de Inglaterra, de que tiene necesidad de hablarle con urgencia: y de aquí saca Ascanio pretexto para entrar en el despacho de Agnesse y preguntarle si será mejor que ella asista y actúe de trujamán, a lo que Agnesse responde que sí, que como quiera, que para eso está. Al cabo de unos minutos, vuelve y le dice que a lo mejor el señor cónsul prefiere la entrevista a solas, y que, aunque habla mal el italiano, seguramente acabará él, Ascanio, por enterarse de qué es lo que le trae tan de mañana y sin demora. Todavía entra de nuevo y decide que Agnesse esté presente, y que intervendrá o no según lo aconsejen las circunstancias. Después me lleva la brisa, a la cual se identifica mi voluntad, al barrio de los griegos, donde la gente se reúne en grupos que se deshacen en cuanto se columbra a un latino sospechoso: la gente se comunica que Demónica de Risi está encerrada en un calabozo de la Señoría, y que el propio ministro le lleva la comida, de puro incomunicada que la tiene, y que es un crimen, y que hay que hacer algo: todo lo cual se repite, con más energía y sin tanto disimulo, en el astillero y en los arsenales, adonde voy después. Aprovecho la ocasión para examinar de cerca los cinco navios que se construyen para Inglaterra, innominados aún, sí numerados: son los que, años más tarde, pocos, derrotaron en Trafalgar a Villeneuve. De construcción naval no entiendo, como puedes suponer, pero el gusto por las líneas hermosas me favorece, y te aseguro que las de estos barcos me agradaron: finas hasta la delicadeza, solemnes, en cierto modo terribles. Por las portas y troneras de los puentes asomaban su hociquito dorado los cañones, más de cien por cada banda. ¿Y esa maravilla de los castillos de popa, en los que se esmeran, colgados de los andamios, ebanistas y pintores? Imagino esos barcos navegando, y yo al mando de uno de ellos, capitán de navio a las órdenes de Collingwood, que me fue siempre más simpático que Nelson. Mis ensueños de infancia, fuego a babor y estribor, la proa contra el enemigo, no tienen cabida en estas líneas, y a lo mejor resulta de ellos, no sólo que coincido con Ascanio en ciertos gustos, sino que somos uno y el mismo personaje, el mito romántico de los barcos de vela: te lo contaré, si quieres, cuando haya pasado todo esto, cuando sepamos a ciencia cierta quién inventó a Napoleón, cómo y por qué. Lo que ahora me atrae son las voces de los trabajadores. Hay uno que propone enviar a Aldobrandini un ultimátum: o pone a Demónica en libertad y la saca de la Isla, indemne, o arderán los navios uno detrás de otro, inexorablemente. De lo que ahora se trata es del modo como recibirá Ascanio el recado sin que su portador vaya a flotar en el aire, colgado de una almena, cuando sople el levante. El cónsul de Inglaterra es ese gentleman tan bien vestido, aunque tan sin adornos ni colores, que en un cochecito inglés de un caballo asciende por la calle del Hospital hacia la Señoría. En el balcón de las Tres Gracias las inquilinas se disputan el catalejo; mejor dicho, La Tonta se lo reclama a La Vieja, quien no lo cede, y se pregunta: «¿A qué vendrá míster Smith a palacio?»; y La Tonta, en vez de repetir la pregunta, que La Vieja reitera, reclama el utensilio, chilla, lloriquea y finalmente amenaza con tirar a La Muerta por el balcón, y que se le rompa la cara de porcelana contra el pavimento. Ante semejante horror, La Vieja se lo cede, ahí lo tienes, pesada, mira qué bien, aunque ya tarde, porque la calesa, o el tilburí, o como se llame el carricoche, se ha detenido ante la puerta frontera, la guardia presenta armas, y el señor cónsul, displicente, atraviesa el umbral. Durante los minutos que tarda en ascender por la gran escalera de honor, el nombre de Inglaterra recorre los pasillos, penetra en los despachos, y alcanza, en el suyo lejano, a Flaviarosa, que esta mañana aparece particularmente bella, efecto probable de los potingues que acaba de recibir de Francia, si bien vía Roma: su marido tiene prohibido el comercio directo con la República, salvo el de informes confidenciales. La noticia que le trae el ujier -«Acaba de llegar el señor cónsul de Inglaterra»-, la levanta del sillón, le hace interrumpir la carta cifrada que escribía, la saca del despacho y de quicio: Una visita con la que no contaba, de la que no le advirtió ninguno de sus sistemas de espionaje. Su marido podía ignorarla; ella, jamás. Atraviesa pasillos, recorre estancias, hasta llegar a una, vacía, oscura, que abre con llave única que ella custodia. Pulsa un resorte, se le franquea una puerta secreta, se mete en un pasadizo sin luz por el que no titubea ni tienta las paredes: hasta un lugar en el que una tronera sitúa su mirada a la altura del cogote de Aldobrandini, frente por frente al señor cónsul de Gran Bretaña, mejor dicho, frente a su cigarrillo, de cuyo perfume exótico algo llega a aquel punto de mira. ¡Qué bien viste este hombre y qué antipático! Le está diciendo al ministro que va a venir el almirante Nelson a inspeccionar los barcos en construcción; no con su flota, que quedará a lo suyo en alta mar, sino a bordo de un aviso, y que permanecerá unos días en la Isla: todo lo cual traduce Agnesse a un italiano rotundo y plástico. ¡Ejem, ejem! Llegará también una dama, a bordo del Artemisa … Flaviarosa no puede ver la cara que pone su marido cuando el cónsul pronuncia el nombre de lady Hamilton, cuando advierte que morarán juntos en el mismo lugar, y que, tras haberlo pensado bien, encuentra que el más adecuado para que vivan aquellos días de sosiego, el almirante y la dama es el Albergo di Firenze , tan bonito, pegado a las murallas, con el jardín escalonado ascendiendo hasta el camino de ronda… La voz de Aldobrandini tiembla; la de Agnesse, allí presente, traduciendo, intenta reproducir el temblor: «¿Es que la Señoría, es que el Estado van a proteger, van a sufragar unos amores adulterinos? Porque todo el mundo sabe…» «Señor ministro, si el almirante Nelson no se cuida de su propia alma, ¿por qué va a preocuparse usted?» Agnesse, al transmitir la pregunta, sonríe: «¡Yo puedo, señor cónsul, dejar a un lado lo que me dicta mi conciencia en relación con lord Nelson, pero no en relación a mi pueblo, para el que la presencia de esa pareja será un escándalo!». El cónsul se encogió discretamente de hombros: «No me parece indispensable, señor ministro, que salga el pregonero y vaya por las calles advirtiendo a la gente de que un hombre y una mujer en situación ilegal moran y se aman en el Albergo ». A Flaviarosa le pareció que la respuesta del cónsul rebosaba de sentido común, y se congratuló de que su marido callase, salvo lo que dijo, al despedirse, al estirado representante de la Rubia Albión: «Espero, señor cónsul, que el protocolo no me obligue a saludar a esa dama». «No lo creo, señor ministro. Fuera de inspeccionar los buques, el resto de las ocupaciones del almirante será estrictamente privado.» El ministro acompañó al cónsul hasta lo alto de la escalera de honor; Agnesse desapareció del campo visual de Flaviarosa. Quedó solitario el despacho. Flaviarosa se apoyó en la pared, cerró los ojos y, por unos instantes, se sintió también amada hasta el escándalo. A Flaviarosa, a veces, cuando algo que venía del exterior lo suscitaba, le daba por ponerse nostálgica de un gran amor, y no de los dramáticos, menos aún de los trágicos, a ser posible, sino de esos otros que consisten en la felicidad de una vez y para siempre, si bien sus posiciones dialécticas le permitiesen también admitir la idea de un amor más breve y algo menos feliz, hecho de dificultad y pasión, como aquel de lord Nelson, del que todo el mundo hablaba en el Mediterráneo, no sólo en Londres. Flaviarosa imaginaba aquellos trámites con las limitaciones de su experiencia, meramente carnal, y entonces suponía que los placeres tan arduamente alcanzados serían inconmensurables: más allá, mucho más allá, de lo que le había sido dado conocer. Y aquellos momentos de expansión imaginaria, de catarsis preventiva, siempre breves, por fortuna para el buen gobierno de La Gorgona, conmovían los cimientos de su ser como un temblor de tierra fuerte y poco duradero. Se sintió desfallecer, a punto de llorar de envidia, pero se sobrepuso, o la distrajo un ruidito que venía del despacho de Ascanio: vio entonces cómo alguien, o, más bien, cómo el brazo y la mano de alguien, dejaban un papel doblado encima de la mesa. El corredor desde el que espiaba, si perfecto en su construcción y útil para los tejemanejes del espionaje político, y para cualquier posible, inesperada, supresión táctica de gobernantes incómodos, carecía de puerta que abriese al despacho de Aldobrandini: para llegar hasta allí, habría que dar un gran rodeo. Flaviarosa se quedó con la curiosidad de saber qué decía el papel, quién lo había traído.

32
{"b":"87709","o":1}