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«¡Estáte quieto, hereje! -tronó la Vieja desde su altura-; ¡no osarás tocar mi ropa con tus manos diabólicas!» Se las miró el cónsul; aseguró su ignorancia de que estuvieran excomulgadas, pero garantizó, al menos, su limpieza. «¡No nos toques! ¡Nosotras solas bastamos!», y cogió a la Muerta de una mano, la Tonta hizo lo mismo por la otra parte, y en vuelo como un salto de avecilla alicorta quedaron a la altura de todos, si bien la Tonta, al caer, enganchó el borde del halda en los pinchos de las pitas: hubo que desenredársela, su hermana le gritó que si era tonta y que no se le podía llevar a ninguna parte, y después, vuelta hacia los presentes y bien alumbrado el rostro, que parecía de palo carcomido, le preguntó al cónsul que si habían interrumpido la orgía o si no había comenzado aún. «¡Señora mía, la encuentro un poco exagerada de palabra! Un grupo escasamente numeroso que se reúne a cenar y a escuchar música. Todos amigos, personas de importancia, condes, vizcondes y almirantes por lo menos, lo que se dice una cena de la high life . Por cierto, que si quiere tomar algo… porque los criados se han ido ya.» La Vieja paseó la mirada alrededor. «Desde la altura casi del cielo me llegó un olor a carne…» «En nuestra cena figuró un faisán. Ahí quedan todavía las plumas.» «Carne viva y desnuda de hembra pecadora.» «Aquí no hay hembras, sino damas.» Volvió a mirar la Vieja en torno, se demoró más en cada una. «Alguna de éstas iba en cueros: me llegó el tufo.» «No es imposible que una griega del Arrabal se haya bañado en pelota. Suelen hacerlo en noches como ésta, tan calientes. Y, claro está, a una altura tan alta, no se pueden precisar los nombres propios.» «¿No sabe, joven, que no me equivoco nunca?» «¿Es usted el papa?» «¡Hereje!»

A distancia, sin fijarse demasiado, y como resultado de los efectos de la luz, la Vieja componía una figura, por lo pronto, arrogante, y, a un segundo vistazo, de gran resultado teatral. El resplandor de las alhajas enmarcaba la vejez, y el corte de la ropa, la irregularidad del esqueleto. Por su parte, el señor Algernon Smith, únicamente un poco despeinado, pero sumiso siempre a los consejos y el buen ejemplo de su lejano amigo Brummell, de quien recibía regularmente misivas como leyes, daba la réplica a la Vieja a la misma altura de elegancia y apostura, y hasta puede decirse que el despeinado (sólo un mechón encima de la frente), colaboraba al efecto general; y en cuanto a la lengua que hablaban, la de la Vieja sonaba como había sonado en las naumaquias y otras fiestas navales de la Señoría, y, antes aun, en salones romanos especialmente favorecidos por la Curia: como un oboe que se hubiera cascado en las resonancias últimas. Por lo que al cónsul respecta, todo el mundo conocía su dominio del italiano, y admiraba las delicadezas que podía sacar a sus vocales aplicándoles la pronunciación de Oxford. De modo que, como espectáculo, y haciendo caso omiso de la Tonta y de la Muerta, que, quizá prudentemente, se habían detenido en las lindes de la luz, pero que no por eso dejaban de participar en el conjunto con su cara de Arlequín inmóvil una, con su baba de arañitas oscuras, otra; el espectáculo, digo, no resultaba mal, aunque un purista hubiera empujado hacia las sombras a la Tonta y a la Muerta. El almirante Nelson era de éstos. Su mirada avezada a lejanías marítimas, no tardó en descubrir las arañas que, a partir de los labios de muñeca, se ejercitaban en acrobacias, pendientes de su propia secreción y balanceándose en ella. Y comprendió también que aquella cara inmóvil, coloradita y mofletuda, no era de carne viva. Su mano acariciaba la pistola escondida en la faja, y tenía que reprimir el ansia de sacarla y disparar, deseos sin embargo acuciados por lady Hamilton, que decía: «¡Es horrible, esa baba de arañas! ¡Saca la pistola, y mátala!»; pero él la contenía rodeándole la cintura y acercándola un poco: con lo que aquella mano solitaria quedaba lejos del arma, y entretenida, pero volvía a soltarse: como que aquella noche la culata de nácar compitió en seducción y atractivo con el culo de la dama. Flaviarosa se había acercado a Agnesse y le sopló al oído: «Ésas vienen de espías en comisión. Es a mí a quien buscan». «Pero me encontrarán a mí, y ¿qué voy a hacer después?» «A usted no le alcanzan las leyes de la Isla, y siempre le queda el recurso de marcharse; pero yo me vería en dificultades si alguien me acusa ante el tribunal de los Doce. Ni siquiera mi padre podría ayudarme dignamente: haber venido aquí fue una insensatez, aunque me haya divertido, aunque no llegue a arrepentirme de verdad. Lo que ahora quiero es un chal.» «La condesa de Lieven tenía uno, el del chorro de oro.» «¿Para que Júpiter me deje embarazada? También me sirve un mantel. ¿Puede agenciarse uno de la mesa sin que se note mucho?» Lo hizo Agnesse discretamente. Con el mantel se cubrió Flaviarosa la cabeza y se embozó hasta el labio inferior: quedaban asediados por el blanco el negro del antifaz y el rojo de la boca; cuanto a los ojos, hundidos en la penumbra, no se veían, aunque resaltase el brillo.

«¿Por qué no me presentas a estas personas? Los caballeros son muy lucidos, y las damas parece que también, aunque unas más que otras. Esa de blanco, por ejemplo, tiene la nariz un poco grande y su cuello excede unas pulgadas de lo estrictamente necesario. No me gusta.» «La dama a quien se refiere es la embajadora en Londres del zar de Rusia.» «¿Y ese que está con ella es el embajador?» El cónsul esbozó un aspaviento. «Se sienta casualmente junto al conde de Metternich. Ya sabe usted, el primer diplomático de Viena. Gente importante toda.» De los labios de la Muerta colgaba ahora una araña algo más grande. Lady Hamilton reprimió un grito. «¡Mira, please , Horacio! ¡Mira la boca! ¿No es de verdad espantosa?» «No lo es aún, amor mío. Es una araña inofensiva.» «¡Yo gritaría si la sintiese en mi cuerpo, gritaría como si un ángel me mirase!» «No es un ángel, amor; es una araña de una especie común.» «¿Y aquélla?», la Vieja señaló a Marie. «Una princesa de incógnito, a quien custodia el señor vizconde de Chateaubriand. Tratan de restaurar a los Borbones.» «¡Ah, eso es muy bueno, ya lo creo que es bueno; pero, para lograrlo, no parece indispensable que estos señores duerman juntos. Y ese tan alto y rubio debe ser el de los barcos, ¿verdad?, ese inglés… Lo he espiado estas noches que lleva viviendo en el albergo y es un cochino, lo mismo que los otros. ¡Adúlteros, todos adúlteros!» «¿Y tú por qué no te callas, Fulvia Espartana, que no eres más que una puta resentida a fuerza de vejez? ¡Dos mil años pecando en todas las camas de Italia con todos los italianos y todos los invasores! Tú sola, tú, podías contar la Historia desde los tiempos de Julio César, la Historia vista por una profesional de la Suburra. ¡Cállate y vete con tus hermanas al diablo!» La Vieja había quedado paralizada al escuchar la perorata que Flaviarosa, con impostada voz y disimulo en las sombras, le había dirigido. «¿Quién eres tú, que eso sabes?», pudo preguntar por fin. «¡La bruja que lee en los espejos el pasado y que conoce el tuyo día por día!» «¡Esa voz la conozco!», gritó la Vieja, y apuntó hacia la sombra con el dedo siniestro, pero en aquel momento se escuchó un alarido: lo había proferido lady Hamilton al descubrir en el escote de la Muerta, emergiendo del canal, un arañón enorme, como un changurro pequeño, peludo y lento, que avanzaba hacia el cuello con despliegue de artejos vacilantes. «¡Mátala!», gritó; y el grito perforó los imaginados techos del lugar y fue a clavarse, como una flecha perdida, en cualquier blanco remoto. Esta vez el almirante sacó la pistola de la faja y disparó: la bala acertó a la Muerta a la altura del entrecejo, más o menos hacia la izquierda, y le hizo el rostro pedazos, de modo que quedó al descubierto la trascara, que no era más que el nido oscuro de los artrópodos: allí se apretujaban, mínimas y enormes, de todo, intermedias también, miles de arañas. El cráneo, sin el soporte de la porcelana, se ladeó, y el cabello de la Muerta, siempre peinado, se le desañudó y desparramó como el de una doncella a quien persigue el viento: pero éstos, Ariadna, son detalles que cuento a causa de ciertas circunstancias que te recordaré después. La Vieja había también chillado al darse cuenta del crimen: había gritado «¡Asesino!», había corrido al lado de su hermana que -mal sostenida por la Tonta, muerta de miedo-, mal se aguantaba de pie -en tanto que los otros cambiaban de lugar, separados y agrupados según nuevos principios de combinación, como la incomprensión, el temor o el deseo inaplazable de decir algo. «¡Asesino! ¡Tenías que ser inglés!», con lo que la Vieja intentó expresar, de un golpe, un sentimiento general de admiración, casi una idea, acerca de los británicos y de sus cualidades. Se arrodilló al lado de la Muerta, que se había deslizado con lentitud hasta quedar caída, e, indiferente a las arañas que le invadían la falda, le acarició la cabellera desparramada. Empezó a gimotear. Repetía el nombre de la Muerta. La Tonta hacía otro tanto. En el aire, antes limpio, flotaba el olor a pólvora. («Le aseguro, milord, que esto no lo habíamos previsto.»)

A las mujeres las dominaba el pánico a las arañas, sobre todo a la más grande, a aquella como un changurro, que debía de ser madre, abuela y antepasada común de todas las demás, y que había desaparecido al alcanzar la bala el blanco: acaso hubiera saltado, acaso se escondiera en cualquier oscuridad y desde allí acechase las carnes suculentas de las damas, brazos, piernas, escotes y el arranque de alguna nalga; acaso, después del salto, hundiese en la carne escogida sus dientes venenosos. Temiéndolo, ya lo sentían: la condesa de Lieven se llevaba sin cesar las manos a la garganta, como si las patas peludas la arañasen; Marie, más comedida, se limitaba a temblar y a disimular el temblor, pero diciendo a su vizconde: «Sería mejor que nos fuésemos»; temía, sobre todo, a las arañas pequeñas. «Pues será cosa de hacerlo»; pero el cónsul, que tenía la llave del jardín, hablaba con el almirante, manoteaba más de lo corriente en él. «Yo me subo a este plinto», se le ocurrió a Agnesse; y se instaló al lado de una estatua: fue inmediatamente imitada, de modo que las diosas quedaron duplicadas, de momento, en aquel jardín convulso. «El miedo a la sorpresa, no hay que tenerlo, porque, si llegan a las piernas, hacen cosquillas.» Lo había dicho Flaviarosa, la cual, sin embargo, se recogía la falda y dejaba al aire las pantorrillas para sentir las cosquillas mejor. «¡Asesino!» La Vieja se irguió del suelo y se encaró al almirante: el dolor o lo que fuese la había retrotraído a sus orígenes, a los tiempos remotos de su nacimiento, año equis a. de J.C., en que aún se representaba la tragedia como tal, razón del hombre contra los dioses, y ensayó en una contracción del rostro la expresión de su razón privada contra el dios Nelson, más poderoso que Poseidón, señor de los navios de tres puentes, campeón de los mares, siervo no obstante de aquella Anfitrite temblona que a la vista de las arañas desparramadas parecía haber envejecido. «¡Llevas la muerte en la cara, la tuya te llegará de bala!» Lo declamó a la perfección. El cónsul aclaró a Nelson que aquella bruja le hacía amenazas proféticas, y Nelson le respondió que lo había adivinado por los gestos. «Y tú, cónsul de Satanás, entérate! Ya se acabó la juerga. Aquí mandan las arañas. Lo invaden todo, os seguirán a la cama, les entrarán a esas mujeres por todos los agujeros, las matarán.» La Tonta se había puesto en cuclillas, y sus manos bellísimas, florecidas de seda y rosa, sus manos casi translúcidas, recogían del suelo, mezclados a las arañas, los pequeños fragmentos de porcelana, e iba recomponiendo la cara en su regazo, como un rompecabezas incompleto: mientras, lloraba: aquí un poco de nariz, más arriba una sien, la mejilla derecha, un ojo glauco, los párpados azules… «¡Y en cuanto a estas zorras…!» Agnesse y Flaviarosa se habían replegado hasta la pared. «¡Esa mosquita muerta que enseña inglés a mi sobrino! ¡La acusaré de vender al extranjero los secretos de Estado, y la condenarán a manceba del general leproso!» El cónsul se deslizó por la zona de sombra y abrió una puerta. Iniciaron las parejas el retorno, lord y lady, conde y condesa, princesa (acaso) y vizconde. «¡Y tú, la enmascarada! Antes de retirarme, te habré quitado ese antifaz!» Entonces, Flaviarosa, avanzó con manos como garfios, amenazantes. «¡Nada más que acercarte, y te patearé en el suelo y mostraré a todo el mundo esos dientes de perra que tienes en la entrepierna!» El alarido, entonces, de la Vieja, fue de los que se originan en los profundos, como los terremotos: una A muy alargada seguida de jotas penetrantes y terminada en ululantes US. Se oyó, en el silencio que sobrevino, el rodar del primer coche que se alejaba, al que siguió un pitido, y de las órdenes de marcha dadas por el almirante, repetidas por el contramaestre. «¡Abre a popa!» «¡Abre a popa!» «¡Larga!» «¡Larga!» «¡Avante!» «¡Avante!» Las diosas del jardín se habían quedado sin parejas, y las arañas manchaban los impolutos mármoles. Agnesse pidió al hermoso Nicolás, algo marchito en aquel momento, que la llevase inmediatamente al Arrabal, a la casa de un griego cuyo nombre no recordaba bien, Atanasios o Anastasios, en cualquier caso amigo del capitán Triantafillu, y Nicolás, al despedirse del cónsul, le susurró: «Ahora Ascanio me mandará ahorcar, seguramente»; pero el cónsul le palmoteo la espalda y le respondió que su casa estaba protegida por el fuero diplomático, y que lo esperaba en ella. Rodaban todos los coches, se alejaba el batel por encima de la luna. «¿Mando llamar su coche?», preguntó, a Flaviarosa, el cónsul. Ella, entonces, se quitó lentamente el antifaz y lo dejó caer. Míster Algernon Smith le hizo una reverencia y la besó en la boca. Estaban en la sombra, y se metieron aún más en ella, hasta perderse. Lució la última llama en nuestra chimenea: hermosamente azul, pero sin fuerzas; se apagó y soltó un humillo. Quedaban brasas veladas por las cenizas. Me volví y te miré, Ariadna: te habías dormido. ¡ Ya me chocaba a mí que las arañas no te hubieran obligado a chillar como a las otras!

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