– ¿Cómo puedes sonreír -dijo- si el mundo ha muerto? ¿Cómo puedes sonreír si el mundo no responde ni ve ni oye?
– Eso pasó hace tiempo. Hace tiempo, desde el día en que tú te alejaste y ya no nos escuchabas. Tontina murió entonces, no ahora.
– ¡No murió! -dijo él-. Tontina no estaba muerta cuando sentía mis besos y respondía con su amor al mío.
– Pero ésa no era Tontina -respondió Once, con la tranquilidad que le distinguía-. Esta que está en tus brazos es la que cumplió el Segundo Plazo: y como mujer, te amaba, y de ti recibió el Primer Beso de Amor y el último… La verdadera Tontina ahora está jugando.
– ¿Jugando? ¿Qué dices? No confundas más mi angustia, porque no puedo vivir sin saber dónde está, y qué piensa, y qué dice…
– Nada. No dice nada. Está jugando a No Volver Nunca.
– Entonces, dime -y le obligó a bajar del Árbol, y le zarandeó por los hombros; pero era tan frágil que le sentía entre sus manos como si zarandease viento y sombras, o remotas imágenes medio olvidadas-. Dime quién fue el que causó un dolor tan grande en ella, porque le perseguiré hasta el fin de la tierra, y mi espada no tendrá clemencia para él.
– No entiendes nada -respondió Once, al parecer asombrado. Y súbitamente se agachó y recogió del suelo una hoja, hermosa y dorada, que brilló entre sus manos-. No sabes que ni la espada ni el odio ni toda la venganza de la tierra podrían nada contra esto: pues ni atravesándole con tu venganza y tu espada y tu odio matarías a quien causó eso que llamas tanto mal. En verdad, ella está simplemente así: lejos. Y juega a No Volver.
– Pues si ella desea volver a su hogar -dijo Predilecto, mientras las lágrimas pugnaban por afluir a sus ojos (pero tanta era su costumbre de retenerlas, que cristalizaban y aguijoneaban sus entrañas)-, si allí desea ir, ten por seguro que allí la llevaré; aunque tenga que recorrer todas las vidas y todos los caminos.
– No entrará nunca más: porque voluntariamente dejó atrás aquella ciudad, y sólo quienes la abandonan por propia voluntad no pueden atravesar nunca sus murallas.
– ¿Cuál es esa ciudad? Con uñas y dientes cavaré una rendija para que a ella regrese, si en ella era feliz entonces.
– No sé si era feliz: era niña. Y esa ciudad, como tú la llamas, no es propiamente tal, pues sólo se trata de la Historia de Todos los Niños, de donde venimos y adonde regresamos, por los siglos de los siglos, Nosotros, Sus Amigos los de Siempre.
Oyó entonces, aunque ya aventado, el último aleteo de las codornices, el cuchicheo de las ardillas y un coro de voces que no se sabía bien si discutían, reían o lloraban por algo.
– Entonces, ¿qué puedo hacer?
– Nada -dijo Once-, nada.
– Pues óyeme bien -respondió Predilecto; y súbitamente todo su dolor, un dolor que se remontaba a su partida del Sur, cierta madrugada, en que se despidió de sus amigos los viñadores, y del sol y del mar, regresó a él, a través de una piedra horadada-. Ten por seguro que nada ni nadie nos separará, y mientras vida me aliente, y aún después, estaremos unidos por todos los que en la tierra sepan lo que es amar, y llorar, y aborrecer, y gozar, y acongojarse, y pelear y, en suma, sentirse el más feliz, afortunado, valiente, solitario y cobarde entre los hombres nacidos y por nacer.
– En tal caso, será como dices. Así nadie podrá destruirla. Y como el primer beso de amor despertó y mantuvo intactas a sus abuelas, su primero, último y único beso de amor, el que la ha matado, podrá guardarla intacta, a condición de que tú seas su Guardián. Y en verdad, que nada ni nadie, ni ahora ni después de muertos, logrará separaros.
– Dime qué debo hacer, tú que eres niño también y tanto la conocías.
– Su Guardián ahora es tu recuerdo -dijo Once. Y desenvainando su espada de oro y diamantes, añadió-: Sígueme: la conduciremos allí donde nadie pueda hallarla, ni destruirla, ni separarla de ti… excepto tu memoria.
Predilecto tomó a Tontina en sus brazos y siguió a Once. Con él salió del recinto amurallado y ascendió por las colinas, y dejó atrás Olar y los bosques. Y sólo cuando entraron en la Gruta del Manantial la depositó en el suelo: y con yedra perenne y escarcha recién nacida la cubrieron. Y la guardaron para siempre, en el oculto cofre del más íntimo y preciado secreto del Príncipe Predilecto.
Había allí una huella curiosa. Una huella larga y esbelta, estilizada, en cuyo vacío vagaban rumores y gritos submarinos. Había también rodelas: infinidad de rodelas de madera, de brillantes colores. Y dijo Once:
– Es el espectro de un Rey o un Príncipe que murió antes que ella -aunque ella aún tenía que nacer-. Y ése es su féretro: va así, con las armas de su gloria y sus sueños, hacia el otro lado de la vida.
– No sé qué dices -murmuró Predilecto, desfallecidamente.
– Va hacia la Pradera de la Gaviota, corcel del mar, con su fiel perro a los pies, su escudo y su mejor caballo negro. Así está escrito en el vacío. Y en esta ausencia, Tontina encontrará tal vez el nuevo principio del fin: eres tú.
Cuando se halló de nuevo solo, tan absolutamente solo, entre los despojos que desvelaba el día naciente, mientras el sol descubría, en toda su fealdad, abrojos, cieno y hielo sucio, allí donde antaño floreciera un jardín por dos veces florecido…, y del Árbol sólo cenizas quedaban, oyó la voz de los soldados que decían:
– Señor, la Reina reclama las cenizas.
Y le tendían una vasija azul -del mismo color de las piedras que se pulían en el fondo del río-. Y con las cenizas del Árbol de los Juegos llenó aquella vasija y la entregó a los soldados, para que la llevaran a Ardid, de nuevo única Reina de Olar.
En la cámara de Ardid, los íntimos se hallaban en un estado lamentable. Almíbar y el Hechicero sollozaban sin rebozo, y el Trasgo recogía sus lágrimas, pues, según decía, eran buena simiente de Martillo: pues sólo de lágrimas como aquéllas brotaban los diamantes que horadan la tierra y les conducen bajo las pisadas de los hombres.
– No lloréis más, os lo ruego -se impacientaba la Reina, si bien su voz temblaba como el cielo antes de la lluvia-. No lloréis más, queridos míos: otras niñas hay en la tierra, y tan lindas y tan dulces como la Princesa Tontina. No lloréis más, secad las lágrimas y pensad un poco en nuestros problemas.
Pero Almíbar -y díjose Ardid, de nuevo, cuán gordo y fofo se volvía por días- secábase sin rebozo la nariz y los ojos con un pañuelo bordado, regalo de Leonia, mientras decía entrecortadamente:
– ¿Era preciso…, era preciso, Ardid, segarla de la tierra?
Y el Hechicero, a su vez, ocultaba el rostro entre las amplias mangas de su túnica rezurcida y viejísima -ahora atinaba en ello Ardid-, diciendo:
– Bien, querida…, ¿era preciso hacer tal cosa?
– Así lo ordenó el Rey -dijo ella-. Y el Rey es el Rey.
Pero su argumentación, si bien no hallaba réplica, no detenía tanta desolación. Y sólo el Trasgo no lloraba: pues sus lágrimas estaban sólo ligadas a Gudú, que no le conocía; y sólo en el dolor que le infligía que no podía verle, solían brotar: y además a través del vino.
– Era su último Plazo -repetía, de tanto en tanto. Si bien, como era ya cada vez más frecuente, sus amigos no le entendían-. El Plazo es el Plazo, ¡qué le vamos a hacer! No sé por qué os extrañáis tanto: todo sucedió tal y como debía suceder. No sé a qué viene tanta consternación.
Aunque, naturalmente, nadie le hacía caso.
– Ya amaneció -dijo la Reina-. Ahora, los hombres de Yahek destruirán su Guardia. Y quiera que nadie, sino ellos y nosotros, sepa lo que en verdad acaeció. Pues tengo para mí que ni su padre ni todo su linaje nos lo perdonarán…
– ¿Su padre? -dijo el Trasgo, asombrado-. ¿Cómo puedes decir eso? Harto tiene ahora con su nueva esposa, que le dará nuevas hijas y, a su vez, nuevas preocupaciones traerán. Ten por cierto que su padre ya la ha olvidado, como olvidó a anteriores Tontinas…
Y en efecto, la Reina procuróse, con ansiedad, noticias de lo que ocurría. Y, al tiempo que los hombres le traían la vasija azul con las cenizas -que ni pudo tocar, y ordenó fueran enviadas prestamente a su hijo-, enteróse de que los hombres de Yahek habían cumplido su cometido.
– Haced venir a Yahek -dijo la Reina, llena de curiosidad, pues algo temía que no sabía decirse-. Y que me explique punto por punto cuanto ha ocurrido.
Un tanto azorado, llegó Yahek y, postrando rodilla en tierra -pues jamás señora alguna como aquella Reina le produjo mayor azoramiento y respeto-, explicó:
– Fue algo extraño, en verdad, mi Señora. Lo cierto es que, bien dispuestos, caímos sobre ellos por sorpresa; y ya me extrañó hallarlos en perfecta formación, y en torno a la carroza de su Señora. De modo que mejor blanco no podían ofrecernos. «¡Rendíos, o sois muertos!», dije (por decir, pues es la costumbre, aunque de cualquier manera bien muertos los tenía en mi intención). Así que, con gran sorpresa, vimos que no se movían, y que en su lugar, impávidos y en verdad majestuosos, si me permitís tal comparanza, permanecían. «Rendíos, cobardes», les grité. Y viendo que seguían como sordos y ciegos y mudos, contra ellos arremetimos (créame, Señora, que con harta furia, pues algo había en ellos que mucho nos imponía). Y así, sin moverse ni alzar espada o lanza, de las que tan bien estaban pertrechados, les atravesamos sin esfuerzo alguno. Cuando, he aquí, que se desmoronaron. Y cuando sobre ellos caímos para despojarlos, pues sabéis que el botín nos está permitido por vuestro augusto hijo, y es la razón de nuestra fortuna, destripándolos con lanzas y espadas, llegamos a apercibirnos que sólo había en su interior esto.