Ardid y Almíbar se miraron con mutua aprobación y halagüeña sonrisa. También el modesto galón de oro, un tanto mortecino y oscurecido por la humedad, que bordeaba la túnica de Predilecto, brillaba como recién bordado. Y su apostura y belleza -que atraían la arrobada mirada de muchas damas- suplían largamente tales descuidos, de modo que su aspecto no desmerecía en absoluto junto al rico traje -si bien estrecho y altamente embarazoso- que lucía el Rey, quien acabó descosiendo una costura con la punta de la daga.
Muy tarde, en verdad, acabaría el banquete. Estaba previsto -tanto en las cocinas como en los pasillos de sirvientes- que se prolongaría hasta muy avanzada el alba. Y para ello el vino corría y, entre plato y plato, un delicado conjunto de músicos amenizaba la velada. Pero los desposados no debían permanecer en compañía de sus invitados hasta tan altas horas. Así es que, con una discreta seña de Ardid, Almíbar indicó al Rey que había llegado la hora de retirarse a su cámara y como parecía establecido, aguardar allí la llegada de su esposa. Por supuesto, el banquete podía continuar sin ellos. Y mientras Gudú se dirigía a sus aposentos, Ardid y sus doncellas condujeron a Tontina a los de ésta.
Nadie reparó, entre unas y otras cosas, en la brusca desaparición de Predilecto. Nadie, excepto una muchacha, de singular belleza, que oculta tras un tapiz lo observaba todo con ávida mirada, y con más atención que a nada ni a nadie, al mismo Predilecto. Sólo ella lo vio salir y sigilosamente, le siguió. Siempre tras él, salieron al jardín donde les recibió la oscuridad y el frío de la noche.
Era el antiguo jardín de Ardid, aquel que más tarde vio crecer en su centro el maravilloso Árbol de los Juegos, escenario de los primeros tiempos de la Princesa en el Castillo. Pero del Árbol y sus doradas hojas ya sólo quedaban el tronco negro y las ramas desnudas. Y allí, el Príncipe sentóse junto al diminuto estanque, donde aún brotaba el surtidor como el eco de una voz. La luna apareció entonces. A su luz, el Príncipe comprobó que el surtidor estaba rígido e inmóvil. Lo tocó y se dio cuenta de que estaba helado. En aquel momento, brillaron las desnudas ramas del Árbol de los Juegos, pero no con sus extraordinarios colores rojo y oro, sino cubiertas de escarcha. Todo vestigio de verdor y de hierba había muerto, sólo hielo y abrojos cubrían el suelo, donde antes crecían flores de toda especie y forma. Y aunque ningún niño jugaba, ni pájaro ni animal alguno correteaba, sí percibió Predilecto el hueco que había grabado allí su ausencia y el eco de sus voces. Sólo los verdes ojos de la raposa y la mirada amarilla de la lechuza, con su impávida sabiduría brillaron como un fugaz aleteo de luz, y le estremecieron.
En las últimas horas de aquella jornada que tocaba ya a su fin, una suerte de cruel y doloroso despertar pugnaba por abrirse paso en sus pensamientos y su corazón. Y otro pensamiento luchaba fuertemente por desvelar un secreto que alentaba dentro de él, y se repetía: «No quiero saber; no deseo saber nada». Pero sabía. Intentaba dominar una ira sorda y un dolor tan grande como nunca antes sintió, que le invadían, crecientes y tan implacables como caen los granos de arena dorada en el reloj. Una desesperada y casi feroz expresión llenó sus ojos e hicieron estremecer a la muchacha que los contemplaba. Huyó la lechuza y la raposa se deslizó rauda hacia las sombras. Ondina contuvo un grito. Y como la sabiduría que rechazaba Predilecto era aguda como el más afilado puñal, atravesó a su vez la estupidez de la muchacha, y entendió que Predilecto amaba a la joven y reciente Reina de Olar, con amor tan triste y sin esperanza como el que la propia Ondina sentía hacia él. «Ah, no, no -se dijo, entre lágrimas. Eran las primeras lágrimas de su vida, amargas como jamás la sal del mar alcanzó, y tan hirientes como jamás fueron los espinos del bosque-. No dejaré que este amor sea el que te aparte de mí.» Surgió de la oscuridad y, acercándose a Predilecto, le abrazó y besó con tal pasión y fuerza, que despertó de su ira al Príncipe. Una enorme sorpresa y una gran tristeza le llenaron al verla. Y, apartándola suavemente, dijo:
– No quisiera herirte, hermosa criatura… No sé quién eres, y aunque esto no sería obstáculo para que, en otra ocasión, correspondiera a tus besos, esta noche, te lo ruego, déjame solo, pues sólo en soledad podré respirar y vivir.
– ¿Qué decís, Príncipe? -gimió Ondina-. Olvidad lo que leo en vuestros ojos… Ésa en quien pensáis es la esposa del Rey, hermano vuestro, por añadidura…
– ¡Callad! -se sobresaltó Predilecto, apartándose de ella horrorizado-. ¿Qué os hace decir semejante disparate?…
– No hay nada oculto para mí en cuestiones de amor -dijo ella-. Yo misma soy víctima de igual veneno. Venid a mí, por tanto, y trataré de mitigar vuestra pena al tiempo que mitigo la mía.
Pero él se apartó de ella, desazonado, mientras le advertía que jamás volviera a pronunciar tales palabras, si en algo estimaba su vida.
Pero ella murmuró, mientras seguía ocultamente sus pasos:
– Ah, estúpido Príncipe, qué poco sabéis de estas cosas… Y estúpida de mí, también, que de tan poco me sirve conocerlas.
En tanto, en la cámara de Tontina, la Reina madre y las doncellas sustituyeron el rico y pesado traje de Tontina, por ropas mucho más sutiles y ligeras: no habían hallado, ni en la Isla de Leonia ni en parte alguna, tan transparente y delicado tejido como aquél. De suerte que, comprobaron, con íntima y sobrecogida admiración, no había riqueza en vestido comparable a la pura y simple belleza de Tontina, en su más cándida y natural expresión. Ni peinado que mejor sentara a su rostro que el esparcido y libre torrente de sus largos cabellos. Ardid murmuró:
– En verdad que sois rubia, desde la punta de vuestros cabellos a la punta de vuestros pies: ni el sol ni la luna juntos, ni el invierno ni el otoño uniendo sus resplandores, ni la primavera y el verano tejiendo sus respectivos amaneceres, hallarían Princesa o Reina más rubia que vos.
Y tomando aliento, tras rapto tan sincero como impulsivo, perfumó a Tontina de pies a cabeza. Luego, tomándola de la mano, y precedida de las doncellas que portaban antorchas, la condujo hasta la puerta de la Cámara Real. Y allí sintió que una dulce y rara congoja subía a su corazón, y besándola suavemente en la frente, dijo:
– Entrad, Reina de Olar, y en todo sed amable y complaciente con el que es vuestro esposo, Rey y Señor.
Y dejándola allí -tan quieta y muda como permaneciera durante toda la ceremonia y el banquete- se alejaron, cada una a sus aposentos, con un retenido suspiro donde se mezclaba, a partes iguales, añoranza, ternura y una remota y casi olvidada tristeza.
Tontina atravesó el umbral y las dos estancias que, divididas por tapices de espesura y pesadez que estimó excesivos, la separaban de la cámara misma. Y una vez alzó este último tapiz, halló a Gudú, con evidentes muestras de impaciencia. El ruido de sus pasos apenas podía amortiguarse en las tupidas pieles que cubrían el suelo. Pero cuando alzó el rostro y vio a Tontina, la arruga que fruncía su ceño desapareció y, con su risita breve y ronca, opinó:
– Os habéis hecho esperar, mi Reina, pero al veros, estimo que en gracia a vuestra belleza tal cosa puede disculparse.
Y así diciendo, la tomó en sus brazos y besó con tal ímpetu, que Tontina creyó encontrarse bajo el más violento temporal que pudiera hallarla desnuda y sola en pleno bosque. Una angustia insoportable la invadió, y como bajo tan brusco y duro abrazo la piedra azul se hundía esta vez en su carne con auténtica saña, gimió de tal forma que, sorprendido -jamás le ocurriera antes cosa igual-, Gudú la soltó.
– ¿Qué ocurre? -dijo-. ¿Acaso os he lastimado?
– Así lo creo -murmuró Tontina, apenas sin aliento. Y llevándose ambas manos al pecho, cayó de rodillas y temblando sobre el suelo. Y tanto era su temblor y su palidez, que Gudú, perplejo, atinó a decir:
– Tal vez la ligereza de vuestra ropa (que, por otra parte, mucho me place) hace que sintáis frío: aproximaos más al fuego y reanimaos. Si bien creo que, en breve, yo mismo conseguiré daros más calor que si en las llamas mismas os hallaseis.
Con la máxima delicadeza de que supo echar mano -y que pareció a Tontina un brusco empellón-, la acercó al fuego. Y una vez allí, acarició los brillantes cabellos y, sintiendo tan suave y resbalosa seda entre sus dedos, dijo:
– Qué hermosos cabellos tenéis… y qué bella sois, en general. Si el tiempo y mi insolencia no apremiaran, sólo en contemplaros me detendría…
Y tornó a abrazarla y besarla. Pero esta vez su abrazo produjo tal repulsión y horror en Tontina, que ni fuego, ni abrazo, ni besos mitigaban su frío: antes bien, lo acrecentaban de tal forma que creyó que moría aterida entre aquellos brazos y bajo aquellos labios. Entonces, un rayo tan cruel como luminoso se abrió paso en su confusión; y otros labios y otros brazos acudieron a su mente; y otros besos -si bien, sólo presentidos y deseados- le advirtieron que estaba muy lejos de conocer ni el primero ni el último beso de amor. Muy claro llegó entonces a sus oídos el penetrante grito de la lechuza y, bruscamente -tanto que nadie jamás imaginó posible en tan suave criatura-, apartó al Rey de sí. Encendida por una violenta y, a un tiempo, dulce ira, con sabiduría que llegaba a su lengua y a su entendimiento -hasta aquel momento sumidos, según parecía, en la cálida ignorancia de su infancia irreversiblemente abandonada-, dijo:
– No son vuestros besos ni vuestros abrazos quienes me devolverán el calor: es el calor de la vida el que me falta, y mi vida no está en vuestra vida.