– Creo, madre, que si es mi deber dar un hijo al Rey, debería suprimirse de nuestras costumbres y tradiciones la invitación a Hadas Madrinas, pues siempre queda alguna olvidada, y ésta suele jugarnos malas tretas… Ni siquiera mi bautizo, tan seleccionado y expurgado, se libró de un ligero rencor…
– ¿Qué decís? -se inquietó Ardid-. Explicadme la causa de esa circunstancia: espero no revista graves consecuencias…
– Oh, no, por supuesto -dijo Tontina intentando imitar en todo el tono de su suegra, a quien de día en día estimaba y admiraba más-, no es grave, simplemente curioso.
– Explicaos con más detalle, y reflexionaremos juntas el caso -respondió Ardid. Aunque tanto la Princesa como ella misma sabían que sólo decidiría ella la cuestión.
– Mi Hada Madrina Mayor creyó prudente obsequiarme, entre otras prendas, que según dicen están a la vista, con la destrucción de cualquier encantamiento, tales como dormir, o medio-morir, durante cien años, sólo aniquilado a través del primer beso de amor, ya que no parece que estas cosas tuvieran un resultado demasiado satisfactorio. Podía darse la circunstancia -como en el caso de mi augusta tatarabuela- de que la princesa desencantada resultase cien años más vieja que su esposo. Y aunque en su apariencia nada había que lo demostrase, lo cierto es que su mentalidad, aficiones e ignorancia de muchos acontecimientos, llegaron a hacerla, con el tiempo, un tanto cargante para él. Y por lo que respecta a la de la piel blanca como la nieve, oí rumores de que el esposo, que mucho la amaba, tuvo que soportar durante toda su vida las continuas visitas y alojamiento en el Castillo de siete enanos estúpidos y feos en extremo, que le desagradaban profundamente y que se veía obligado a tratar con la misma deferencia que si fueran sus cuñados. Así pues, ningún encantamiento de ese tipo tendrá efecto en mí, puesto que me liberaron de todas esas zarandajas de los primeros besos de amor. Pero he aquí que el Hada Segundona, que andaba siempre muy resentida respecto a las supremacías de su hermana gemela el Hada Mayor, si bien no fue olvidada (como ocurrió con aquellas otras tan vengativas), se sintió molesta por tener que donarme sus gracias después de su hermana; y así, tras concederme el candor, la alegría de la inconsciencia, y otras cosas así que, os confieso, nunca entendí bien, dijo, con una risita sospechosa, que mi primer beso de amor sería el último beso de amor. Y aunque nadie logró explicarme tal cosa, pues nadie la entendía, lo cierto es que, desde que soy mujer casada, esto me preocupa.
– Bah, si de tal cosa se trata… -dijo Ardid, aliviada aunque no tranquilizada. Volvió a pinchar aquí y allá en el bastidor, y añadió-: No debéis preocuparos: tengo para mí que así sucede a todo el mundo, tanto si eres víctima de encantamientos, maleficios, dones o cualquier otra cosa. No os estorbará solucionar muy pronto una cosa así, pues si bien el amor es placentero en su primera fase, tórnase amargura, si es que no extremoso fastidio, con el tiempo. Si gustáis las mieles de un primer beso de amor, y tan fácilmente elimináis ese veneno de vuestro ser, no veo por qué debáis sentiros preocupada, antes bien felicitaros de ello.
– Pero -dijo Tontina, reflexivamente-, también con ello termina mi plazo.
– ¿Qué plazo?
– No sabría decíroslo exactamente. Es una suerte de plazo al que estoy sujeta, y condiciona mi amor y mi vida. Temo que expire el día en que, verdaderamente, me convierta en mujer: y eso es algo que deseo, os confieso.
– Todo el mundo depende de plazos más o menos semejantes, querida hija: todos cumplimos esos plazos, pues si no fuera así, la vida se detendría y nadie se haría viejo ni moriría: lo cual, os confieso, a la larga debe resultar un tanto desalentador.
– Si así lo creéis, así será. Vuestra sabiduría no tiene par, ni en esta Corte ni en ninguna otra. Nadie me dio tan clara explicación sobre estas cosas…
Cuando, por labios de la inocente Tontina, que tanto se confiaba a ella, supo de todas aquellas historias de durmientes y hadas, de ogresas y madrastras, tuvo para sí que ser suegra y madre en tales familias entrañaba riesgos asaz peligrosos para ser recompensados por algo tan digno y estimable, aunque poco satisfactorio, como la pureza de la sangre y de la estirpe. Y llegó a la conclusión de que si para conseguir ser un producto de tal pureza, era preciso sujetarse a tradiciones tales, bautizos de exhaustivas listas, madrastras -que al parecer afluían como verdaderas bandadas en sus vidas- y sueños tan desconsideradamente largos, se sentía más segura en su mediocre origen de hija de barón sureño, aunque no muy rico, no muy noble, no muy honesto, no muy bien relacionado, y derrotado, por añadidura.
– No temáis, niña querida -dijo al fin-. Creo que este entronque con alguien tan valeroso como renovador, como será, sin duda, el matrimonio a que os habéis prestado, librará nuestra estirpe de tan molestas, aunque respetables, cosas.
– Así lo espero -dijo Tontina, al parecer también aliviada.
– El mundo avanza, y con él la sensatez. Así pues, hora es ya de ir puliendo las tradiciones -puntualizó Ardid.
Así estaban las cosas, cuando un gran espanto revolvió la ciudad. Y aunque de aquel espanto no se libró Ardid ni la propia Tontina, lo bendijeron secretamente, por ser causa de la interrupción de sus fingidas labores, convertidos a la sazón los bastidores en dos puros coladores, tachonados aquí y allá por gotas de sangre, seca o fresca, pero nada bella, según les parecía. Sus dedos martirizados, por la aguja y la ineptitud, y sus largos suspiros, más auténticos que sus bordados, iban tejiendo pensamientos y sentimientos mudos.
Así, cuando Ardid fue notificada de que habían sido avistadas tropas belicosas acampadas al otro lado del Lago, y que sus hogueras y gritos guerreros se oían y veían en el viento frío del atardecer, dio un puntapié al bastidor que cayó en los leños de la chimenea y ardió plácidamente, ante el regocijo del Trasgo.
– ¿De qué te alegras, insensato? -dijo Ardid, falsamente incomodada-. ¿No sabes que estamos amenazados y que mi olvidadizo hijo Gudú anda aún lejos de nosotros, con lo más florido de nuestras tropas?
Con la rapidez que era en ella una virtud, en trances semejantes, y perdición, en otros, mandó abrir las compuertas, para que los ciudadanos y todo aquel que se hallase aterrorizado -como era costumbre- pudieran refugiarse en el recinto del Castillo. Y al tiempo que ordenaba formar a sus tropas, los escasos y ancianos barones y caballeros que quedaban en Olar -dado que los nobles jóvenes estaban con Gudú- acudieron en tropel con cuantos hombres disponían, manifestándose -según sus propias palabras- dispuestos a morir, antes que rendirse, aunque temblando tanto de frío como de temor, pues los años de blandura y abandono no habían endurecido sus carnes ni su espíritu.
Ardid maldijo en su interior la fatal atracción que Volodioso y Gudú experimentaban hacia las estepas. «Si al tiempo que incapacitarle para el amor, hubiéramos podido incapacitarle para la fascinación de lo desconocido…», murmuró. Pero el Hechicero dijo: «Querida, en tal caso (aunque te confieso que imposible, al menos para mi ciencia), mal Rey sería quien no sienta esa clase de fascinación, que empuja a los hombres a dominar, someter y conquistar». «Bien -dijo Ardid-, dejemos eso. Lo hecho, hecho está, y nada adelantaremos con ello. Pero siempre temí que los gemelos Bancio y Cancio nos jugarían una mala pasada.
La presentación oficial de Tontina al Rey revistió, como largamente soñara Ardid, suntuosidad y espectacularidad como jamás se viera en Olar. Rápidamente, de cofres y arcas, surgieron las ricas prendas que para tal efecto se guardaban y que en previsión trajeron -hacía demasiado tiempo- de la maravillosa Isla de Leonia. La propia Ardid vistió para esta ocasión a su nuera. Tan sólo con la ayuda de Dolinda, Artisia y tres jovencitas al servicio de éstas, que acercaban peines y alfileres, adornaron a la futura Reina de Olar con las mismas galas que luciera el día de la boda por poderes. Fue cepillado y alisado el traje bordado en perlas, y el manto de armiño cubrió sus hombros, graciosamente echado hacia atrás, de forma que no ocultara la magnificencia del vestido. Y fue calzada con aquellos zapatos de nácar y perlas que estrenara el día de la boda -y uno perdiera, si bien que por última vez-. Y cuando hubieron trenzado, y retorcido, y combinado de mil maneras los luminosos e increíblemente rubios cabellos, que se deslizaban como agua entre los dedos, y hubieron prendido en ellos broches de piedras rojas y verdes, descubrió Ardid, con asombro, una peregrina joya que pendía sobre su pecho.
– ¿Qué es esto? -preguntó-. Una piedra azul, partida y horadada… Creo haberla visto antes en alguna parte.
– Señora -dijo Tontina, cubriéndola con ambas manos-, os ruego que no me ordenéis desprenderme de ella. Es el único vestigio de aquello que yo llamaba -aunque ahora entiendo que muy tontamente- mi Secreto e íntimo Tesoro.
– Ah, bien -dijo Ardid, aunque un leve resquemor, que no acertaba a definir, la invadió-. Pero creo que deberíais ocultarla bajo el vestido…
Así lo hizo Tontina, pero con tanta precipitación que el extremo agudo de la piedra se clavó en su carne, y un dolor tan vivo la inundó, que estuvo a punto de desfallecer.
– ¿Qué es esto? -se alarmó Dolinda-. ¿Os encontráis mal, Princesa?…
– No es nada -murmuró al fin Tontina. Recuperó el tono rosado de sus mejillas y sonrió, aunque de forma tan melancólica que su sonrisa hizo brotar lágrimas de todas las mujeres-. ¡Ya ha pasado!…
– Todas las muchachas, en estas ocasiones, suelen sufrir desmayos y desfallecimientos -dijo Ardid, con sonrisa de suficiencia. Aunque, a decir verdad, conocía tales cosas sólo por referencias, ya que jamás las experimentó en su persona.