– No lo sé, Señor -contestó Predilecto-. No acierto a explicarme esta especie de alejamiento que me inspiran todas las cosas: y creedme que mucho medito sobre ello y no encuentro una razón suficiente a estas preguntas. Pues, si muchos pensamientos y dudas me torturan a veces, algo alienta en mí que domina todas ellas y me postra en estado tan peregrino.
– ¿Dudas? -Fue lo único que Gudú entendió de tales confidencias-. ¿Qué clase de dudas?
– Sobre la utilidad de cuanto llevamos a cabo, no sólo vos y yo, sino el mundo en general -intentó explicar Predilecto.
– ¡Ah! ¡Cosas de frailes! -contestó Gudú, aliviado-. No prestéis oído a eso. Estimo que leíais demasiado en la época de nuestras lecciones. Esas cosas conducen a la gente a los conventos o a actitudes extrañas y estúpidas. Despejad vuestras ideas y centraos en lo que más pueda sernos útil: a vos, al Reino, y naturalmente, a mí.
– Así lo hago -dijo Predilecto-. Os aseguro que me aplico a ello con toda mi fuerza.
Pero poca fuerza debía de ser aquélla, puesto que su sombrío y retraído talante no disminuían.
Las dudas de Predilecto no frenaron la ambición de Gudú, que ganó su primera batalla contra las Hordas, clavó en el límite del Gran Río sus enseñas y ordenó levantar fortalezas de madera para contener sus acometidas, aunque éstas no dejaron de hacerse patentes: tras aquella primera victoria, en varias ocasiones y de impensada manera, las Hordas surgían de nuevo. Cruzaban el río e intentaban recuperar el territorio perdido. Así, aún varias escaramuzas -si no batallas- se sucedieron. Y pasó tiempo -mucho tiempo- antes de que, por fin, una aparente calma, más duradera que las otras, reinara en aquellas latitudes.
Algunos guerreros esteparios fueron absorbidos por el ejército de Gudú, tentados por la generosidad con que éste les trataba. Pero eran los menos numerosos, estrechamente vigilados y sometidos a la indiscutible experiencia y capacidad de mando de Yahek. Conocía bastante de su lengua y costumbres, y esto también fue útil a Gudú. Pero la mayoría de los guerreros de las Hordas se negaron a formar parte del invasor, por lo que fueron decapitados o quemados vivos -según el grado de su jerarquía-. Sus extraordinarios caballos, en cambio, fueron bien acogidos y alimentados.
En estas cosas había transcurrido casi un año. El frío que anunciaba un nuevo otoño, y la proximidad de un nuevo invierno y un nuevo cumpleaños de Gudú, le alcanzaron cuando, por fin, parecía que las márgenes del Gran Río se hallaban aquietadas. Llegado este momento, Predilecto le dijo:
– Señor, estimo que es hora de que regreséis a Olar: pues si no lo habéis olvidado, allí os aguarda vuestra esposa, y no creo que se aparte de vuestros proyectos el aseguraros una descendencia sin intromisiones ajenas o nefastas en cuanto a la sucesión. Si, como recuerdo, esta cuestión os tenía preocupado, no es éste el peor momento para que cumpláis tales requisitos.
– Es verdad lo que dices -admitió Gudú, aunque de mal agrado-. Pues bien, dejemos aquí las tres cuartas partes de los hombres al mando de Randal, y regresemos a Olar con Yahek: y el resto. Esto no es precisamente de mi agrado, pues os confieso que la sola idea de la Corte de Olar me abruma. He de deciros una cosa: hijo de soldado soy y soldado moriré. Por tanto, sólo entre soldados, y en este campamento, me siento a gusto. En mi cabeza bulle algo que estimo muy atinado, y que además puede compaginar en buena armonía todas mis obligaciones. Habréis visto que, entre las gentes que nos siguen, han nacido nuevos súbditos de Gudú -y emitió su peculiar y escalofriante risita-. Pues bien, he pensado que en el Castillo Negro, y no en la ciudad de Olar instalaré mi verdadera Corte. De manera que todos esos niños, y cuantos lo deseen o juzgue yo oportuno, serán instruidos según mi forma de pensar y guerrear. Y así, mantendré una Escuela de Guerra que será, con el tiempo, el mejor y más adiestrado ejército del mundo conocido. Unos crecerán allí, y otros se incorporarán a ellos. Y allí acudirán algunas de estas mujeres, o las que les sucedan, para solaz de mis soldados; y las que yo estime convenientes, para mí mismo. Ya que no será del agrado general que las lleve conmigo al mismo Castillo de Olar donde mi esposa legítima reside. Tú participarás en este sentido de los mismos derechos, y sin limitaciones… Ésta es una idea largamente meditada, y se llevará a cabo con buen éxito.
– No sé qué deciros, Señor -dijo Predilecto. La idea le desagradó profundamente, aunque sin hallar palabras con que oponérsele-. Intuyo que algo no marchará bien en este asunto… Os ruego lo meditéis con calma.
– Ya lo he meditado -contestó Gudú con voz que hacía abandonar todo intento de discusión-. Y tened por seguro que nada fallará. Te juro, Predilecto, que mi verdadera Corte será la Corte Negra, compuesta de soldados y cachorros de soldados.
Dio las órdenes pertinentes para que, tal como dijo, se iniciara el regreso a Olar.
Llegado ya el principio del otoño, y dejando allí a Randal y a la mayoría de los hombres, partieron ellos con Yahek y el resto de los soldados. Cada mujer quedó libre de elegir su camino, y pudo comprobarse que la mayoría partía con las huestes de Gudú. Todas las que tenían hijos -y había muchas- se dirigieron hacia Olar con el Rey. Sólo las que no estaban ligadas a tal condición, permanecieron en el Este, en los campamentos de las estepas.
El regreso de Gudú a la ciudad y Corte de Olar se hizo lento y premioso. Pues, como ningún deseo sentía de que aquel instante llegara, iba entreteniéndose mucho en el camino, tanto para cazar como para enviar a Yahek y algunos soldados -e incluso lo hacía él mismo, en ocasiones- internarse en las espesuras, en pos de algunos muchachitos que, atemorizados y hambrientos, vagaban de aquí para allá. Muchos de ellos habían sido privados de sus padres, para seguir al Rey en su lucha contra Usurpino; y, aunque había pasado más de un año de aquella guerra, con él continuaban: o en las fortificaciones que les defendían de las estepas, o muertos. Sus madres habían perecido o fueron enviadas como trabajadoras a las nuevas y productivas viñas. Ellos vagaban, casi como animales, medio muertos de hambre y frío. «De ahora en adelante -dijo Gudú a Yahek-, no espantes o pases a cuchillo a esas criaturas: antes bien, atráelas y aúnalas a nuestra comitiva; les alimentas y les prometes seguir las huellas de su Rey Gudú. Y no olvides enardecerles, explicándoles cómo y de qué forma vencí al Usurpador del País de los Desfiladeros, así como al reciente guerrero de las Hordas Feroces; y tampoco olvides decirles que si obedecen cuanto les diga, serán alimentados y vestidos como jamás soñaron, y alcanzarán gloria y honores: pues el Rey Gudú no es, en absoluto, ni tacaño ni olvidadizo con quienes bien le sirven.»
Así lo hizo Yahek. Y en estas cosas, el viaje se alargaba en demasía y amenazaban ya las primeras heladas, cuando al fin divisaron las Torres Negras y luego las oscuras almenas del Castillo Negro, cuya historia estremecía a los campesinos de Olar.
Una vez allí, Gudú detuvo, por el momento, su viaje. Envió hombres en busca de desperdigados campesinos por los alrededores. Cuando los tuvo delante, eligió entre ellos los más diestros albañiles: tenía planeado ensanchar el medio ruinoso Torreón, de forma que tuviera otras muchas dependencias. A su vez, instaló alrededor las tiendas para que, en tanto las obras estuvieran acabadas, pudieran todos albergarse. Y esta iniciativa constituyó el primer paso a lo que él había denominado la Corte Negra.
Ya con las nieves primeras, recordó que estaba próximo su cumpleaños. Y juzgando que ya había hecho esperar a su prometida demasiado tiempo, preguntó a Predilecto:
– Dime, hermano, ¿en verdad es hermosa la Princesa, mi esposa?
– Es la más hermosa de cuantas vi -se apresuró a contestar el Príncipe. Y al punto lo dijo, se estremeció y quedó, al parecer, como sorprendido de sus propias palabras.
– Si así lo decís, os creo, pues soléis elegir bien y en este terreno tenéis un probado buen gusto -dijo Gudú, riendo-. En vista de lo cual, mañana, o pasado, o el otro a más tardar, tomaré unos cuantos hombres de escolta, y con vos me dirigiré a Olar.
Y como la marcha de las obras le interesaba más que ninguna otra cosa, aún se demoró un día, y otro, y otro, y muchos más. Estaba ya madurado el invierno, y un gran frío azotaba los bosques y las tierras. Ondina permanecía con él: ora de una, ora de otra forma. Y había aprendido a tomar aspectos de tal disparidad -aunque siempre bella-, que Gudú no sabía si se aficionaba a la misma criatura o era otra muy nueva y diferente. Ondina procuraba -aunque sentía que se agudizaba y crecía aquel dolor desde el centro de su pecho- no mirar jamás a Predilecto, ni hacia donde él dirigía su mirada. Pero en vano, pues allí donde sus ojos ponía, los de él veía, y aquel a quien ella abrazaba, él era. Por muchos y variados hombres o muchachos, de cualquier especie o condición, que intentara conocer y anegar en ellos su único recuerdo perdurable, sólo a uno deseaba, a uno solo acariciaba y unos únicos labios besaba.
Y, cierta mañana invernal en que el viento azotaba los árboles de la cercana espesura y el primer fuego de las rudas cocinas brotaba en la naciente Corte Negra, mientras el Maestro Yahek despertaba a los muchachos, los alineaba en el reducto del Castillo y se disponía -como todos los días- a adiestrarlos en el manejo de las armas, en la disciplina y en la admiración sin límites hacia el Más Grande Rey, Gudú, Predilecto dijo a su hermano:
– Señor, muchos días han pasado tras el que habíais decidido regresar a la Corte de Olar.
– Es cierto -dijo Gudú. Y con repentina decisión ordenó-. Hoy mismo, pues, elegid los hombres, partamos allá y acabemos de una vez con el enojoso asunto. Al Reino le precisa legalizar y prever la sucesión de mi propia estirpe, y, al tiempo, apuntalar cuantas cosas queden allí descuidadas. Vamos a consumar esa maldita boda, como si de otra batalla se tratase.