– Es triste vuestra historia -dijo Ondina-. Y no quisiera caer en semejante desgracia. ¿Qué puedo hacer?
– Creo que deberíais consultar a vuestra abuela -dijo con gran respeto la Bruja de la Estepa-. Sólo ella conocerá algún remedio para un brote tan tierno.
– ¿Cómo es ese brote? -dijo Ondina, con voluble curiosidad-. No puedo verlo, y me intriga.
La Bruja de la Estepa se inclinó más hacia el agua y murmuró:
– Es como un hilillo rojo, tan sólo. Apenas un diminuto tallo, en apariencia efímero.
– Pues grande debe ser su fuerza cuando, siendo tan débil, me consume de ansias por volver a los brazos de mi amado Príncipe.
– Es fuerte -contestó la anciana, suspirando-. Si no lo fuera, no me veríais como me veis, siempre siguiendo de lejos a ese maldito nieto, para que mi odio no se apague. Al ver su rostro, al oír sus palabras y contemplar sus actos, se me revuelve el ser en ira, y me hace meditar el peligro que encierra para mí si el odio se extinguiera.
– Si consiguiera odiar al Príncipe… -insinuó, pensativa, la atribulada Ondina. Pero en seguida, su ánimo se encrespó, como bajo un rayo poderoso, y dijo-: ¡Oh, no, no: ni por todas las contaminaciones posibles deseo odiarle! El amor es mucho más intenso, mucho más hermoso, a pesar del dolor que produce, que todo sentimiento conocido hasta el presente.
– ¡Ah, reflexionad, reflexionad! -clamó la Bruja de la Estepa-. Y creedme, consultad a vuestra abuela. Creo que aún os queda suficiente noche para ir y regresar, sin que por eso faltéis al pacto que pondría en entredicho vuestra pureza en el honor de los lacustres.
– ¡Allá voy! -dijo la insensata Ondina-. No tardaré, buena anciana…
Y veloz, mucho más veloz que el agua -que dominaba- y que el tiempo -que tenía bajo sus manos-, llegó al Lago de Olar. Y así, trepó por los ocultos manantiales hasta alcanzar la Cueva del Manantial, donde, por lo común, residía su abuela, la Dama del Lago, y donde tenía su sede el taller de Raíces del Agua más importante y principal de la Comarca.
Tuvo que aguardar un tiempo, hasta que los nuevos manantiales que elaboraba en aquel instante la Dama, encontraron sus rutas. Apartando espumosas cataratas, Ondina asomó su preciosa cabeza entre las manos de su abuela, que a pesar de contar ochocientos años, era Fuerza Alta y Purísima, jamás Contaminada en Varias Generaciones, y ofrecía el aspecto más hermoso y joven imaginable, tanto, que apenas parecía un poco mayor que su nieta. Sus larguísimos cabellos se esparcían por varias leguas a través de los manantiales, y eran de un tono que iba del verde pálido como noche de junio, al dorado en sazón del sol sobre los lagos otoñales. Y sus ojos tenían el fulgor de los fuegos submarinos, agujas de oro que atravesaban corrientes, rumores, viento perdido y joven -ese que a veces venía a caer entre las piedras de la gruta y que en su juvenil inconsciencia llora por no encontrar salida. Entre sus tareas se contaba conducirlo, como puede hacerlo una muchacha con un pájaro perdido, hacia el Viento Madre-. Al contemplar a su nieta, la ira inundó sus ojos, y gritó de tal forma que dos embarcaciones que en el Mar del Sur habían tomado una corriente de su jurisdicción, zozobraron.
– ¡Qué veo, qué veo en ti, desdichada entre las desdichadas, qué veo que has deshonrado para siempre mi estirpe fluvial!
Y con el mismo iracundo desconsuelo que hubiera mostrado una severa madre terrestre al descubrir que su hija soltera se hallaba embarazada, posó los ojos, como candentes alfileres, en la carne de Ondina, allí donde la casi invisible venilla roja había tomado asiento. Y como no necesitaba oírla, porque todos los pensamientos de Ondina eran transparentes para ella, enteróse de cuanto había ocurrido. Ondina, temblando de miedo, sólo supo decir:
– Abuela, Abuela Purísima, proporcionadme, al menos, un calmante. El dolor que me traspasa es sutil, pero tan agudo, que no me da reposo.
– ¿Calmante? -gritó la Dama, de tal forma que aquellas naves que, en su zozobra, aún se mantenían en parte fuera del mar, se hundieron estrepitosamente hacia el fondo y ninguno de sus tripulantes pudo contarlo-. ¡No hay calmante, para tal desdicha!
No obstante, entendía aquel amor. Aunque, por supuesto que a su manera, esto es: un raro eslabón que la encadenaba a los actos y sentimientos de la nieta, una especie de ligamento hecho de sutilísimos hilos de luz y raíces del agua, le impedían desentenderse de sus pensamientos, sueños y zozobras, que sabía muy fuertes y poderosos.
Recompuso el grave talante que la distinguía, permaneció unos momentos pensativa, y dijo al fin:
– Sólo puedo decirte una cosa: no trates de humanizarte para él de ningún modo. Eso sería tu total perdición, y tu vejez. Si aún quieres permanecer, en parte, dentro de nuestra fluvial especie, lo único aconsejable es que le lleves a él a tu especie, y no vayas tú a la suya; esto es, que consigas contaminarle, de modo que sucumba y se funda en tu sustancia.
– ¿Y quedará, entonces, como los de mi jardín?
– Más o menos -dijo la Dama-. En verdad, más menos que más.
– ¿Muerto, como ellos dicen?
– De eso estáte segura -dijo la Dama-. Tan muerto como pueda estarlo el muerto más muerto. Pero, naturalmente, intacto, para que puedas contemplarle, adorarle e incluso besarle.
– Muerto no lo quiero -dijo Ondina, con voz tan oscura, que las aguas todas parecieron nublarse-. ¡Muerto, no!…
– ¡Aguarda! -dijo la abuela, alarmada. Temía una insensatez aún mayor y sin remedio posible-. ¡Aguarda: déjame consultar las Raíces del Agua!…
Al fin, mirándola con profunda pena -que en los de su especie se manifestaba como el oscurecimiento total de la luz que emanaban su cabello, sus ojos y su piel-, dijo:
– Ondina, nieta querida, niña mía, sólo puedo asegurarte una cosa. Si tú no descubres el modo de que él vaya a tu mundo, nadie lo conocerá. Si tú no sabes llevarlo al tuyo, nadie sabrá. Y ten por seguro que no veo solución satisfactoria a esto. Pero recuerda aquella sirena y lo que ocurrió con su amor hacia el joven Príncipe de los Ojos Negros. Recuérdalo y tenlo bien presente. No repitas su insensatez. Y otra cosa te digo: jamás perdonaré al Trasgo que veo reflejado ahora en el agua de tu mirada, y adivino su grave estado de contaminación. Ni a ese llamado Hechicero, chapucero humano, mal contaminado de nuestra especie, que, en su ignorancia e imperfectos métodos, no atinó que si existía un solo ser a quien no debía mezclar en la historia de Gudú Rey era a ti, o a cualquiera de los que en este Lago anidan.
– ¿Por qué? -dijo ella.
– Porque este Lago crece y crece por las lágrimas derramadas de tantos y tantos desdichados. Y aunque Gudú no puede llorar, bien cierto es que ha hecho, y hará aún, derramar abundantes lágrimas a los demás. Y las lágrimas de su madre no serán las menos abundantes. Así pues, ese par de chapuceros (el Trasgo del Sur y el Hechicero) no atinaron en descubrir, en sus malas imitaciones, algo tan elemental. Y por ello tendrán su castigo, bien te lo aseguro. Nunca serán perdonados por mí. Nunca. Y ahora, vete, que tu vista me ofende más que la vista de cualquier otro contaminado, aunque fuese el Trasgo mismo.
Aunque no se lo confesaban abiertamente, y manifestaban tolerancia ante ellos, y se favorecían en lo que era menester, lo cierto es que entre los submarinos y los subterráneos -los trasgos eran los que, junto a los gnomos, se movían más y mejor en el humano elemento- nunca hubo auténtico entendimiento ni simpatía.
– ¡Fiarse de un trasgo, de un Trasgo del Sur, por añadidura! -no pudo menos de reprocharle la Dama-. ¡Fiarse de un trasgo! Sabido es que sólo sirven para empujar gente al fondo del Lago. Ondina estúpida debías ser, para fiarte de un trasgo, y por ende contaminado de las dos peores vías: vino y amor hacia humanas criaturas. Vete, vete de mi vista antes de que se desencadene la ira y no deje una sola nave sobre los mares. -Y movida por la insobornable forma de justicia que la caracterizaba, añadió-: En verdad, no sería justo…
Cuando Ondina desapareció en la corriente, de nuevo hacia el manantial del Este, la Dama murmuró para sí:
– Amor, amor…, eso será bueno para los humanos, si bien a ninguno que no sea de simple naturaleza y poco seso, produce más que trastornos. ¡Amor! ¡Qué semilla estúpida y molesta! Y a fe mía que algún día lograremos extirparla para siempre. Sólo esta seguridad puede consolarme…
Al alba, según lo establecido, Ondina tomó una forma distinta. Esta vez, procuró que fuera la más bella y sugerente, de forma que ninguna otra, hasta el momento, podía comparársele. Mientras se peinaba con cuidado, procurando que los nuevos rizos ocultaran sus orejas, una sombra se proyectó sobre ella. La Bruja de la Estepa se acercaba.
– ¿Qué noticias traes, niña? -dijo-. ¡Pocas veces he contemplado un aspecto más apetitoso que el tuyo!
– ¿Así lo crees? -Incomprensiblemente regocijada, Ondina se volvió hacia ella como si nunca hubiera reflexionado sobre las calamidades anunciadas por su abuela. -Así lo espero, pues ardo en deseos de encontrarme junto a mi Predilecto.
– ¿Qué dices? -se asustó la vieja-. ¿No has hallado remedio de estas lacras en los consejos de tu abuela?
– ¡Bah! -dijo Ondina, bailando sobre el musgo-. ¡Bah! ¡Cosas de una vieja Dama que no sabe ni conoce lo que es el amor!