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– ¿No queríais jugar? Así me lo parecía. Es una lástima, pues nos faltaba uno, y veníais tan oportuno…

Todos los muchachos mostraron su desencanto; hasta que Tontina dijo:

– Si no quiere, no podemos obligarle.

Pero le había tomado de la mano y le arrastraba tras sí, de forma que, antes de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Predilecto se halló en el centro del grupo y sentado junto a la Princesa.

– Estáis pálido -dijo ella. Y sacando un pañuelo del puño de su vestido lo acercó a su frente, con ánimo de enjugarle unas gotas de sudor. Pero él la rechazó, aún más bruscamente.

Tan asombrada quedó Tontina y tal expresión de pena leyó en sus ojos, que no pudo menos de decir:

– No quise ofenderos, Señora. Perdonadme.

– A los guerreros no se les hace esas cosas -dijo con aire de falsa sabiduría uno de los pajes más menudos-. No les gustan la compasión ni los cuidados: para eso son guerreros.

– ¿Sois un guerrero? -dijo Tontina muy interesada, volviendo a guardar el pañuelo.

– Soy el Príncipe Predilecto -dijo él, esforzándose en dar un tono natural a su alterada voz-. El Protector y Guardián del Rey, nuestro Señor.

– Entonces, eres su hermano -dijo Tontina, con sencillez. Y añadió-: Creo que os estamos molestando. Pero tenía mucho deseo de conoceros después de lo que nos ha contado sobre vos mi primo, el Príncipe Once -y señaló al extraño muchacho que, en tanto, se había sentado sobre la mesa y balanceaba las piernas.

– ¿Vos? -dijo Predilecto-. ¿Me conocéis acaso?

– Sí -dijo él, con la calma y suavidad que le caracterizaban-. A veces, el Tiempo, cuando teje del revés, me cuenta historias de gente que aún no ha llegado. Y otras, cuando teje al derecho, de gente que nunca llegará.

Aquel galimatías aumentó la confusión de Predilecto: pero al parecer, tal explicación era de una claridad indiscutible para aquel curioso grupo.

Sólo Tontina, que le miraba muy fijamente, explicó -o así se lo pareció:

– Tal vez no sepáis esto, Predilecto: Once es el menor de los Once Príncipes Cisnes que una malvada Reina encantó. Su hermana, la Princesa Leonor, empezó a tejer para ellos once túnicas de ortigas para devolverles su naturaleza humana, pero el Tiempo le jugó a Once una mala pasada, ya que Leonor no pudo, por falta de tiempo, terminar la manga de su túnica, y anda durante el día con un ala en lugar de brazo. Desde entonces, el Tiempo lo tomó bajo su tutela. Por eso puede montar en su corcel que galopa al derecho y al revés; al Norte y al Sur, al Este y al Oeste; y al revés nuevamente.

– La verdad, Señora -dijo Predilecto, tratando de hallar una luz sobre tanta oscuridad-, que no entiendo nada de lo que decís.

La Princesa hizo un gesto de extrañeza. Pero los demás muchachos y muchachas, y el mismo Príncipe Once, habían hallado alguna cosa que atrajo su interés con más fuerza, y, alejándose hacia un lugar más apartado, discutían y examinaban algo. Sólo Tontina permanecía a su lado. Al fin, le dijo:

– En verdad, Predilecto, que sois muy extraño.

Lo que de ninguna manera podía explicar Tontina a Predilecto -puesto que ni ella lo sabía- era que de aquel mismo Tiempo, pero Tiempo Futuro, la habían regresado a ella hasta el Reino de Olar. Y que la historia de los Once Príncipes Cisnes aún no había sucedido: ni siquiera había nacido el hombre que la recogería y escribiría muchos años después. Así que, al parecer, todo entendimiento entre ellos era imposible.

Pero ocurrió entonces que Predilecto miró con más detenimiento a la Princesa, y sus ojos se enlazaron como si algún invisible hilo los envolviera. Y así, sin poder apartarlos de los de la muchacha, murmuró, como en sueños:

– Lo cierto es, Princesa, que aunque no parezca posible, tengo la seguridad de haberos conocido mucho antes de ahora.

– Sí -dijo ella-, yo también tengo esa sensación: nos hemos conocido mucho. -Entrecerró los ojos como tratando de recordar, y al fin, con radiante expresión que acabó de sumirle en la más espesa de las brumas, añadió-: ¡Oh, ahora atino! No nos hemos conocido: es que tenemos que conocernos mucho, que no es lo mismo. Por eso, también yo guardaba en mi memoria vuestra persona y vuestra voz.

Entonces, sacó de su manga algo, como una joya secreta:

– Ésta es la piedra gemela de tu piedra -dijo. Y parecía hablar más para sí misma que para el Príncipe. Pero él también sentía un raro y desconocido ahogo, como el aleteo de un miedo. El mal que ese miedo le anunciaba, era a la vez deseado y aborrecido. Y desprendiéndose de la suya propia, que se le había clavado en la carne poco antes, con mucha suavidad la limpió de sangre, en tanto le decía:

– No es la piedra gemela, Señora, es una sola piedra partida en dos.

Y asombrándose de sus propias palabras, cada uno tomó su mitad y, uniéndolas, vieron que coincidían exactamente.

– Es muy hermoso -dijo ella, entonces, con una rara e insólita gravedad en la voz.

– ¿Qué es hermoso? -preguntó Predilecto, suavemente. -El mundo-dijo ella-. El mundo es hermoso.

Y guardó la piedrecita envuelta en su pañuelo: y ambas cosas, con gran cuidado, las ocultó en su muñeca.

Aquellas palabras inquietaron a Predilecto. Pues, se dijo, sólo una niña podía hablar así: ya que él, en todos los años de vida recorridos, había comprobado, paso a paso, que el mundo era cada día transcurrido menos hermoso. Nada dijo, porque le pareció que, si lo hacía, algo muy precioso se rompería allí mismo, entre los dos, y en los dos, para siempre.

En aquel momento, regresaron en tropel todos los muchachos y, sentándose en corro, le aturdieron con su conversación, con su lenguaje y, sobre todo, con su rumor. Pues aquel rumor que, como halo o brisa les envolvía, poco a poco fue distinguiéndose como aquel extraño viento, coro o música luminosa de que le hablara Ardid. La cortina que cubría la ventana se agitó, y por entre sus pliegues entró el aire cálido de la noche y el perfume intenso de las enredaderas que trepaban muros arriba, hacia las habitaciones de Tontina. No sólo vio sino que oyó el resplandor, puesto que era como una música en el balanceo de las cortinas y en el flotante vaivén de los cabellos de aquellas criaturas, y creyó recuperar algo: algo que había sido suyo, y ya no tenía.

Era ya de noche, con inquietud lo comprobaba, pero ese algo le retenía con fuerza en aquella habitación y no podía en modo alguno abandonarla. Nada decía a Tontina de lo que hubiera debido decirle y, por contra, asistía y se mezclaba en peregrinas explicaciones que asombrosa y suavemente iban poco a poco esclareciéndose en su entendimiento. Si no las comprendía totalmente, tampoco se sentía ajeno a su significado. Y aunque era de noche -y bien lo sabía-, un rumor dorado resplandecía en los bordes de la ventana, y el trozo de cielo que encuadraba parecía hecho de penumbra submarina y luz rosada.

Y así, mirando hacia aquel resplandor, que a su vez era una vieja y extraña y muy recóndita melodía hecha lo mismo de voces y sonidos, como de historias que ya había olvidado, y otras que en adelante conocería, comprendió que el Tiempo, protector de Once, había salvado de él mismo a aquel niño cisne para siempre: le había detenido entre sus dedos y, a lomos de su corcel, galopaba sobre el mundo sin fin y sin freno, y así persistiría, niño en el tiempo, mientras el Tiempo exista. Y por eso Once debía llevar su ala-brazo -que no era brazo, sino ala de cisne, como todos sabían, y él también lo sabía ahora- eternamente oculto por su manto. Así estaban las cosas, y así eran las enrevesadas y a un tiempo transparentes cosas que ellos le comunicaban, de forma que una fuerza muy sutil y poderosa le retenía allí. Sí, sí, hubo un tiempo, allá en el Sur, en que la luz y los colores y aquel intenso y delicado perfume le pertenecían… ¿Quién se lo había arrebatado? ¿Quién se había apoderado de su infancia y la había arrojado lejos, como un despojo?… ¿Qué se había hecho de aquel niño que andaba entre viñedos y miraba el mar… Uno que no murió, ni fue enterrado, y, sin embargo, no estaba aquí?…

Al fin, Tontina le llevó de la mano a la ventana y le mostró, en el erial y resto abrasado del que fue jardín de Ardid, el alto, resplandeciente, extraordinario Árbol de los Juegos: aquel cuyas hojas, todas y cada una de ellas, explicaban minuciosamente los juegos y las aventuras, las rosas perdidas y las no nacidas, el color de la maldad y la risa de la tontería adulta. En fin, la Historia de Todos los Niños.

– Y ahora que tenéis asegurado un sueño divertido -dijo Tontina, notando que sus ojos se llenaban de arena dorada (la fina arena de las playas de aquel Sueño, el que transporta al último instante y al primer instante)-, espero que el Trasgo del Sur os conduzca bien, y que mañana nos visitéis de nuevo: pues sois el más divertido y el mejor entre todos los muchachos que he conocido. -Dicho lo cual, se recostó entre los cojines de pluma y quedó tan profundamente dormida que un silencio oscuro y denso ganó la estancia.

Predilecto se encontró entonces en medio de un tropel de niños y muchachos que, acomodado cada cual según mejor le placía, dormían profundamente en una estancia sin luz; y sólo el rescoldo de los leños y las últimas brasas producían chasquidos breves, estallantes, «como -se dijo- sería, si es que así fuera, la risa de los trasgos». Allí abajo, el Árbol y el jardín y la noche toda se habían apagado.

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