Литмир - Электронная Библиотека
A
A

3

Aquella noche, apenas llegaron al Castillo, todos los muchachos -y la Princesa- subieron a acostarse rápidamente. Estaban visiblemente cansados y casi se dormían por el camino.

Entonces, la Reina abrazó con lágrimas de felicidad a su viejo Maestro. Y, contemplándole, una espina pareció clavarse en su corazón: de pronto le veía tan atropellado y enjuto, tan verdaderamente viejo, que su corazón se llenó de pena. «Viéndole todos los días -se dijo-, no me doy cuenta de lo anciano que es… Yo ¿también estoy envejeciendo, sin darme cuenta?…» La Reina le hizo servir la comida y bebida en su propio aposento, y llamando al Trasgo, se entregaron los tres a la dulzura del reencuentro, y a colmarse de expresiones afectuosas.

– Ay, querida niña -dijo el Hechicero, algo más repuesto-. Si en algo me estimáis aún, rogad al Rey que no vuelva a llevarme a la guerra: no lo resistiría.

Entonces dijo el Trasgo:

– Si es así, querido Maestro, creo que podré ayudaros: jamás pude suponer que el Rey precisara de vuestros dibujitos. En adelante, podréis proporcionárselos sin que requiera de vuestra compañía. Desde aquí mismo se los haréis llegar.

– ¿Y cómo? -dijo el anciano, conteniendo su llanto-. Semejante descubrimiento no se me puede achacar, y muy difícil lo juzgo, aun contando con que me reste vida para llegar a disfrutarlo.

– No os aflijáis -dijo el Trasgo-. Como la tierra que cubre nuestras excavaciones es transparente techo sobre nuestras cabezas de trasgos, conozco el contorno y configuración de los terrenos mejor aún que si los contemplara desde el aire. Así, desde ahora grabaré en mi espalda tales contornos, como sabéis puedo hacer. Y vos, por vuestra parte, los trasladaréis a pergaminos. De suerte que, una vez acabados, podamos enviárselos.

– ¿Pero cómo? -dijo Ardid, sospechando que el Trasgo, si no por vejez, al menos por contaminación, empezaba a dar muestras de su decadencia-. No veo la manera de que lleguen a su poder, con la rapidez oportuna, si se halla lejos de nuestro Castillo.

– ¿No os dije alguna vez -el Trasgo parecía fatigado por la incomprensible falta de visión de la Reina- que, aunque los tengo por vanidosos y de inconsciencia suprema, conservo cierta amistad con los silfos? Me deben favores sin cuento, ya que su vanidad e inconsistencia les ponen a menudo en trances apurados: máxime si se considera que el poder de estas criaturas es el mínimo concedido a nuestra especie. Así que, no dudo, cabalgarán raudamente en el viento, a lomos de la brisa y de cuantas corrientes aéreas dispongan -y son muchas-, para transportar y depositar, con la necesaria prontitud, en la tienda del Rey tales dibujos.

– Ah, Trasgo querido -dijo el Hechicero, abrazándolo-. Sois un amigo de excepción.

Y esperanzado con la ilusión de poder terminar su vida en su cómoda -al menos para él- mazmorra de las Adivinaciones, el Hechicero y sus amigos se retiraron a sus lechos hasta el nuevo día.

Como tenía por costumbre, apenas éste alumbró, Ardid se levantó. Dispuesta a no dejar ni un solo cabo suelto, y conociendo, como creía ya iba conociendo, las reacciones de la Princesa, llamó a su presencia al Príncipe Predilecto.

– Príncipe querido -le dijo, con la solemnidad y dulzura tan cara a ella, recobrada tras los últimos desconcertantes sucesos-, no se os ocultan las graves dificultades que he tenido que arrostrar durante la ausencia de mi hijo, y la dificultad que supone tratar con una Princesa auténticamente real, sin entronques sospechosos… Es por ello que estoy inquieta por la tardanza de mi hijo, y espero tener noticias de su regreso cuanto antes. Pues, si la boda no se realiza en muy breves días, temo surja otra nueva complicación, a todas luces imprevisible, dado el carácter de la futura Reina, que Dios guarde.

Muy azorado, Predilecto dio a conocer a la Reina los planes -a su juicio temerarios y de todo punto desaconsejables- que se proponía llevar a cabo el Rey Gudú. Y más azorado aún, explicó a la Reina la encomienda que el Rey mismo le hiciera: casar a la Princesa rápidamente, aunque representando él, en su nombre, el papel del novio. Así -según Gudú-, podía llevar a cabo sus proyectos, sin prisas embarazosas; y la Princesa, en cambio, quedaba legalmente sujeta al Reino y a su misma persona.

La Reina escuchó con mucha atención estas cosas. Y cuando habló al fin, comprobó Predilecto, con sorpresa, que aquellas cosas no le parecían tan descabelladas. Muy al revés, pareció aceptarlas como buenas -o al menos, dadas las circunstancias, como las mejores-. Y dijo:

– Entonces, lo más urgente es que la boda se celebre en seguida. Y en cuanto a la idea de penetrar en las estepas, difícil será disuadirle de ello. Parece constituir la obsesión familiar de la dinastía que con tanto esfuerzo estamos labrando. Haga, pues, Gudú lo que le parezca, ya que por el momento no ha dado muestras de llevar las cosas a la ligera, y sus razones tendrá para haber decidido la cuestión de su boda en esos términos.

Con lo que el asombrado Predilecto llegó a la íntima conclusión de que más le importaba a Ardid retener en Olar a la Princesa que abrazar de nuevo al hijo cuyas ideas, sin duda, gozaban de toda su confianza.

– ¿Habéis visto ya a la Princesa? -dijo entonces la Reina, más familiar y abandonando el protocolo. Su tono, ahora, se revestía de intimidad y deseos de compartir impresiones.

– No, Señora -dijo Predilecto-. Apenas pude verla de espaldas, cuando corría hacia el Lago…

– Pues os confieso, querido Predilecto -dijo Ardid; y esta vez el tono confidencial alcanzó un puntito de cotilleo, si bien discreto y moderado-, que albergo una ligera duda: tal vez mi hijo no se equivocó cuando, al oír su nombre, torció el gesto; y tal vez me equivocaba yo, cuando le dije que en su tierra esa palabra no significaba lo mismo que en la nuestra.

Y pasando rápidamente a otra cuestión, añadió, con dulce y dubitativa entonación:

– La verdad es, hijo mío, que desde que llegaron a Olar, algo extraño ocurre en el Castillo. No sabría explicártelo: es como si un aire musical, o una brisa o, mejor dicho, una melodía de todo punto excéntrica nos rodeara, empujara las cortinas, los tapices, las puertas, las ropas… Algo como una escondida canción, audible e inaudible a un tiempo.

Y comprobando la mirada de asombro que se traslucía en los ojos del Príncipe Predilecto, recompuso su gesto y añadió:

– Claro está que eso pueden ser fantasías de una mujer que ya ha dejado lejos la juventud, abrumada por la soledad y las preocupaciones. Con deciros que ni uno solo de los bailes ni recepciones, ni acto alguno de los preparados para la estancia de la Princesa entre nosotros, ha sido posible llevarse a cabo… Esa criatura es mansa y escurridiza a un tiempo, dulce e insolente, mal educada y exquisita hasta lo incomprensible: pero no según su capricho o humor (cosas que, por humanas, si no agradables, al menos pueden entenderse), sino que todas esas cosas a la vez, parecen amasadas en el mismo pan, cocidas en el mismo horno… Vaya -resumió, tal vez más para sí misma que para su oyente-: la Princesa Tontina es de una candidez y sabiduría tales que, en conjunto, os aseguro producen el más extraño efecto.

Luego, con volubilidad rara en ella, pasó a otra cosa.

– ¿Sabéis una cosa, Predilecto? Desde hace algún tiempo, vengo apercibiéndome de lo destartalado y poco acogedor que es este Castillo. Más aún, estimo que no sólo el Castillo, sino todos sus habitantes no ofrecemos el aspecto de suntuosidad y aseo que sería deseable. Vos mismo, querido, ¿desde cuándo no os habéis quitado ese jubón de cuero, tan mugriento?

El rostro de Predilecto se cubrió de un ligero rubor, y se aprestó a decir:

– Señora, no se trata de un jubón, sino de una coraza. Pero es verdad que, entre unas y otras cosas, perdí la cuenta del tiempo que la llevo puesta.

– Pues eso -dijo la Reina, al tiempo que, sin ceremonia alguna, le tomaba por los hombros y le hacía girar, examinándolo de arriba abajo- debe solucionarse rápidamente. No sois, en modo alguno, feo, y un poquito de aseo y cuidado no os vendría mal. También sería oportuno -añadió, con aire de concentrada reflexión- que os perfumarais algo: despedís un olor nada agradable a leña quemada, monte y sangre, que se hace notar cuando estáis cerca.

– Oh, Señora -dijo el Príncipe, no sabía si más asombrado que avergonzado-. Nunca me dijisteis nada al respecto. Y no olvidéis: vengo ahora mismo de un lugar donde estas cosas no tienen la misma importancia que en la Corte…

– Bueno -dijo Ardid-. Daos un buen baño y pediré a Almíbar que os proporcione ropas más adecuadas. Yo misma -añadió con fingida modestia- no ofrezco el aspecto que me corresponde. Por tanto, hora es ya de que me procure algunos detalles de mayor refinamiento, gusto y cierta riqueza. Sé que mi país ha pasado malos momentos, y la austeridad era la joya más preciada que lucía en mi persona, pero la verdad -su voz tomó nuevamente un cálido y ronroneante matiz de confidencia-: en este momento nuestro tesoro se ha enriquecido. Y no sólo por las riquezas que ha conseguido el Rey Gudú en el País de los Desfiladeros, sino por el incalculable valor de las joyas que Tontina aportó como dote. Así pues, creo llegado el momento de que esta Corte se inicie en el esplendor a que, sin duda, está destinada.

– Se hará como decís, Señora -dijo Predilecto. Aunque, en verdad, venían a su mente los horrores de la reciente campaña y la miseria de los Desdichados. Y aquella amargura que invadía su espíritu de un tiempo a esta parte, crecía por momentos. Por tanto, osó decir:

65
{"b":"87706","o":1}